5 de julio de 2019

CRÍTICA: Yamel López: sobre la saga de Jorge Eliécer Pardo


El quinteto de la frágil memoria
De Jorge Eliécer Pardo

Yamel López Forero
PhD. Profesor Emérito Universidad Nacional de Colombia

La réalité que j'avais connue n'existait plus.
Les lieux que nous avons connus n'appartiennent pas qu'au monde de l'espace où nous les situons pour plus de facilité. Ils n'étaient qu'une mince tranche au milieu d'impressions contiguës qui formaient notre vie d'alors; le souvenir d'une certaine image n'est que le regret d'un certain instant; et les maisons, les routes, les avenues, sont fugitives, hélas !Comme les années.
Marcel Proust
“Á la recherche du temps perdu”
Du coté de Chez Swann

“La felicidad es un pez azul que se escapa entre los dedos”
Dr. Martínez, odontólogo de las guerrillas de los llanos, padre de mi amiga Leonor Martínez.

“Todo no vale nada y el resto vale menos”
(León de Greiff, El país del viento).

“…. Todo es testimonio de que el bien vence al mal, de que la luz es más fuerte que las tinieblas, de que defendiendo una causa justa, el hombre derrota a la fiera”.
(Vassili Grossman, Años de guerra).

 
La pareja de elefantes que desfilaron aquella tarde de 1941 por las calles del Líbano, la provincia perdida, formando parte de la troupe del circo Atayde, se llamaban Clara y Chumbi según me compartió mi amigo Enrique Cruz, un excelente acordeonista quien en un sábado aguardientoso en el granero de Luis Hernández interpretó casi para mí solo con su Scandali el hermoso vals “Gota de lluvia” compuesto por el gigante Homero Manzi y me contó que pudo asistir a las funciones del circo más famoso del estrecho mundo de los años 30 porque el maestro dulcero del Atayde le encargó la venta de sus deliciosas solteritas, cosmopolitas y cansuizos de coco entre los asistentes a las funciones vespertinas y nocturnas durante los cinco días con sus noches que permaneció ese milagro hasta hoy inexplicable para mí, en el pueblo, destino de los Guzmán, que lo habían hecho su hogar casi medio siglo antes con la esperanza de finalizar la trashumancia iniciada el día que cruzaron sin retorno el cañón del Chicamocha. Los vericuetos de ese interminable y malhadado periplo, tan interminable que aún hoy no parece tener acabadero, me los narró mi consueta Jorge Eliécer Pardo en la para mí inolvidable novela Trashumantes de la guerra perdida. Por eso, el día en que Enrique me relató su experiencia de 1941 no dejó en mí ninguna sospecha de que el acontecimiento de la llegada del circo Atayde a un punto que ni aparecía en el mapa de ese entonces, no había sido un sueño surrealista de mis parientes más próximos quienes tuvieron la oportunidad de vivenciarlo y después contármelo cuando yo era un chico de apenas 14 años, allá por los años postreros de los 50, más o menos cuando Jorge Eliécer y Carlos Orlando Pardo su hermano, comenzaban a dejar los trompos y las rayuelas de las calles de tierra de nuestro mundito del barrio Tres Esquinas, el mismo de Juanita Urrea, la Chacha de los sueños premonitorios de Jorge Eliécer que le darían, alrededor de 50 años más tarde, el aliento y la valentía de acometer la tarea pantagruélica de escribir un tratado poético y fiel de una buena parte de la historia de la desventura del agujero negro repleto de demonios sanguinarios y de víctimas de ellos, denominado equívocamente Colombia por una casta ignorante y luciferina que desconoce que Colombia es un vocablo que procede de Columba (la paloma), el ave símbolo de la paz y que durante al menos 170 maquiavélicos y sádicos años ha demostrado hasta la saciedad que el mito de la inteligencia de la feroz oligarquía colombiana no ha sido sino una lamentable confusión entre inteligencia y una infinita ausencia de escrúpulos.
Confieso que cuando acometí la lectura de La baronesa del circo Atayde lo hice con la secreta esperanza de que el autor de El jardín de las Weismann me narrara con el lenguaje poético de un escritor de oficio el acontecimiento insólito de la llegada y presentación del circo Atayde en una aldea incrustada en las montañas de la Cordillera Central colombiana cuando el carreteable, inaugurado en 1936, era tan miserable que no unía sino distanciaba a ese villorrio del mundo de aquel entonces. Sin embargo, mi aspiración se vio frustrada porque el mismo Jorge Eliécer me advirtió que ni Cirineo, su viejo, ni ninguno de sus contemporáneos amigos le habían hecho conocer tal historia. La cara de asombro de Jorge Eliécer cuando le conté que mi mamá me había incluso detallado que la carpa del circo fue izada en el lote que hoy ocupa la galería en el Líbano no me dejó ninguna duda de que mi amigo había sido víctima involuntaria de la erosión de la memoria colectiva que afectó a gran parte de nuestros paisanos como consecuencia de la vorágine de sangre y persecuciones que se desató en 1948, a los seis años largos de la visita del Atayde a nuestro pueblo, luego del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, en la época cuando Carlos Arturo Aguirre (personaje de la novela) seguía buscando todavía en todos los circos a Rebeca, la Baronesa, la mariposa habitante de los trapecios que para su ventura y/o desgracia se le había aparecido en un almacén de ropas y sombreros de la carrera séptima de la Bogotá prebogotazo; Carlos Arturo, el escultor de madera, zipaquireño autodidacta que se salvó por una pirueta de su destino de haber terminado sus días en un socavón de la mina de sal y que escogió más bien el oficio de ebanista y artífice secreto de la figura de la hermosa Rebeca más o menos por la misma época durante la cual Agustín Magaldi, el legendario tenor ligero argentino hacía vibrar las victrolas de las cantinas del Líbano con las notas y letra de su tango La muchacha del circo, la trapecista que en sus ansias locas de volar soltó el trapecio y encontró la muerte buscando un aplauso para su salto mortal. Es claro que a la Baronesa no le faltaron nunca los aplausos a su número de volantines colgada de su cabellera y esos aplausos pueden ser el hilo conductor que explique su decisión de buscar en las carpas al pez azul que como la felicidad se escapa entre los dedos, la que se le escapó junto a Carlos Arturo, a Matilde y Sofía, el día que escogió como destino el mismo desarraigo que escogieron Charlot en la preciosa película “El Circo” cuya escena final, a mi juicio, es una de las más bellas y poéticas de la historia del cine que mi hado me permitió conocer junto a la escena final de “Casablanca” cuando Rick se aleja en medio de la niebla con Renault hacia una hermosa amistad luego de despedir a Ilsa y a su esposo como lo hizo Charlot en 1928 luego de despedir a su amazona y al equilibrista, recoge el pedazo de cartel del circo, hace una bola con él, alza sus hombros, hace un taquito con la bola de papel y emprende su ruta hacia su quizás.
Yo quiero imaginar que el hilo conductor de La baronesa del Circo Atayde, es el gesto de “lo que pasó no tenía importancia” y podemos retomar nuestro incierto camino porque “todo vale nada y el resto vale menos”. Para mí, esta constatación es iluminadora porque comprendo ahora que la pregunta que me rondaba acerca del origen y destino final de Rebeca, de dónde apareció ella ni a dónde fue a parar, no tiene verdadera importancia para el quinteto, porque lo verdaderamente importante de la saga, en mi opinión, es el gran ¿por qué? que el poeta Jorge Zalamea planteó en ese gran fresco requisitorio de El sueño de las escalinatas, cuando retrata al pueblo colombiano ahogado por la lluvia de su propia sangre y “con el guijarro de un por qué en la garganta”.
Muchos años antes de que Jorge Eliécer Pardo nos introdujera en la aventura del desarraigo que ninguno de los cronistas noveladores colombianos de la segunda mitad del siglo XX logró plasmar ni en la literatura urbana ni en la rural, en el meridiano de París, hacía su aparición Albertina, la desarraigada que Proust nos aventó en la cara en la que en mi opinión de montañero nacido en el mismo paraje de donde es originario Jorge Eliécer es la más grande novela del siglo XX: En busca del tiempo perdido. Sin embargo, mucha distancia habrá que colocar entre la Albertina, la aspirante frustrada al círculo de los Guermantes, representante modelo del típico arribista del curubito de los Verdurin, excepcionalmente retratada por Proust y nuestra Maritza, la desarraigada heredera de los Guzmán, justamente la antítesis del arribismo.

La cruz gamada, símbolo de la infamia en los países momentáneamente liberados, dio una voltereta en el espacio y llegó a la tierra colombiana, la dulce y tremenda tierra nuestra y de Jorge Zalamea, al mismo tiempo y hora que lo hizo El pianista que llegó de Hamburgo, Hendrik Pfalzgraf quien arribó a una tierra abonada con sangre desde mucho antes de los tiempos del ruido y allí fructificó copiosamente en la violencia insensata y luciferina que los criminales desaforados construyeron como aprendices criollos de Maquiavelo, lenta y pacientemente incrustaron en las mentes desapercibidas de los herederos mestizos del lumpen europeo que llegó a nuestra tierra con sed de oro y sangre. La maldad que bajo la forma y música de la svástica, transplantadas al cieno incubado durante cuatro siglos mal contados eclosionó en un salvajismo monstruoso que la feroz lumpen narco-paraca oligarquía colombiana ha pretendido escamotear sin ningún recato y con la ayuda y complicidad de algunos “intelectuales” que desconocen y rabian por imponer su profunda deshonestidad intelectual a un pueblo víctima de las malas artes de sus amos que han intentado por todos los medios a su amplio alcance convencerlos de que no tienen un lugar asignado por los mensajeros de la oscuridad fascista en su propia “historia de la infamia”, sin embargo, se han equivocado porque del cieno que fabricaron a propósito para ocultar su infinita maldad, de los monstruosos basureros de la quebrada de San Juan, de los hidroituangos que los nazis criollos han querido reproducir a la imagen de Baby Yar, de Treblinka, de Auschwitz y de tantos otros desfiladeros de la muerte, de entre las miasmas y moscas de los cadáveres sembrados en el Magdalena y en el Cauca, se han alzado las voces justicieras de valientes testigos presenciales quienes como Jorge Eliécer Pardo narran las desdichas de un pueblo no para denunciar la ilimitada maldad de los amos de horca y cuchilla sino para dejar constancia en sus luminosas e iluminadoras páginas del Quinteto de la Frágil Memoria de que en el puro centro del malhadado caos generado y practicado por ellos desde antes de los tiempos del ruido, más temprano que tarde, muy a su pesar, aparecerán y florecerán los dictados de la Segunda Ley de la Termodinámica que dictamina que desde la profundidad del caos siniestro creado y desarrollado por los prestes y acólitos de una oligarquía codiciosa, estéril y profundamente ignorante en el sentido platónico, se hará realidad un país donde, como dijo el para mí, parafraseando al más grande profeta/poeta de Colombia, Aurelio Arturo, el verde y la esperanza serán de todos los colores.

El Líbano, Abril de 2019


Yamel López, JEP y Carlos Orlando Pardo. El Líbano, enero de 2017









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