El
quinteto de la frágil memoria
De
Jorge Eliécer Pardo
Yamel
López Forero
PhD.
Profesor Emérito Universidad Nacional de Colombia
La réalité que j'avais connue n'existait plus.
Les lieux que nous avons connus n'appartiennent pas qu'au monde de l'espace
où nous les situons pour plus de facilité. Ils n'étaient qu'une mince tranche
au milieu d'impressions contiguës qui formaient notre vie d'alors; le souvenir
d'une certaine image n'est que le regret d'un certain instant; et les maisons,
les routes, les avenues, sont fugitives, hélas !Comme les années.
Marcel Proust
“Á la recherche du temps perdu”
Du coté de Chez Swann
“La
felicidad es un pez azul que se escapa entre los dedos”
Dr.
Martínez, odontólogo de las guerrillas de los llanos, padre de mi amiga Leonor
Martínez.
“Todo
no vale nada y el resto vale menos”
(León
de Greiff, El país del viento).
“….
Todo es testimonio de que el bien vence al mal, de que la luz es más fuerte que
las tinieblas, de que defendiendo una causa justa, el hombre derrota a la fiera”.
(Vassili
Grossman, Años de guerra).
La pareja de elefantes que desfilaron aquella tarde de 1941 por
las calles del Líbano, la provincia perdida, formando parte de la troupe del circo Atayde, se llamaban
Clara y Chumbi según me compartió mi amigo Enrique Cruz, un excelente acordeonista
quien en un sábado aguardientoso en el granero de Luis Hernández interpretó
casi para mí solo con su Scandali el hermoso vals “Gota de lluvia” compuesto
por el gigante Homero Manzi y me contó que pudo asistir a las funciones del
circo más famoso del estrecho mundo de los años 30 porque el maestro dulcero del
Atayde le encargó la venta de sus deliciosas solteritas, cosmopolitas y
cansuizos de coco entre los asistentes a las funciones vespertinas y nocturnas
durante los cinco días con sus noches que permaneció ese milagro hasta hoy
inexplicable para mí, en el pueblo, destino de los Guzmán, que lo habían hecho
su hogar casi medio siglo antes con la esperanza de finalizar la trashumancia
iniciada el día que cruzaron sin retorno el cañón del Chicamocha. Los
vericuetos de ese interminable y malhadado periplo, tan interminable que aún
hoy no parece tener acabadero, me los narró mi consueta Jorge Eliécer Pardo en
la para mí inolvidable novela Trashumantes
de la guerra perdida. Por eso, el día en que Enrique me relató su
experiencia de 1941 no dejó en mí ninguna sospecha de que el acontecimiento de
la llegada del circo Atayde a un punto que ni aparecía en el mapa de ese
entonces, no había sido un sueño surrealista de mis parientes más próximos
quienes tuvieron la oportunidad de vivenciarlo y después contármelo cuando yo
era un chico de apenas 14 años, allá por los años postreros de los 50, más o
menos cuando Jorge Eliécer y Carlos Orlando Pardo su hermano, comenzaban a
dejar los trompos y las rayuelas de las calles de tierra de nuestro mundito del
barrio Tres Esquinas, el mismo de Juanita Urrea, la Chacha de los sueños premonitorios de Jorge Eliécer que le darían,
alrededor de 50 años más tarde, el aliento y la valentía de acometer la tarea
pantagruélica de escribir un tratado poético y fiel de una buena parte de la
historia de la desventura del agujero negro repleto de demonios sanguinarios y
de víctimas de ellos, denominado equívocamente Colombia por una casta ignorante
y luciferina que desconoce que Colombia es un vocablo que procede de Columba (la
paloma), el ave símbolo de la paz y que durante al menos 170 maquiavélicos y
sádicos años ha demostrado hasta la saciedad que el mito de la inteligencia de
la feroz oligarquía colombiana no ha sido sino una lamentable confusión entre
inteligencia y una infinita ausencia de escrúpulos.
Confieso que cuando acometí la
lectura de La baronesa del circo Atayde
lo hice con la secreta esperanza de que el autor de El jardín de las Weismann me narrara con el lenguaje poético de un
escritor de oficio el acontecimiento insólito de la llegada y presentación del
circo Atayde en una aldea incrustada en las montañas de la Cordillera Central
colombiana cuando el carreteable, inaugurado en 1936, era tan miserable que no
unía sino distanciaba a ese villorrio del mundo de aquel entonces. Sin embargo,
mi aspiración se vio frustrada porque el mismo Jorge Eliécer me advirtió que ni
Cirineo, su viejo, ni ninguno de sus contemporáneos amigos le habían hecho
conocer tal historia. La cara de asombro de Jorge Eliécer cuando le conté que
mi mamá me había incluso detallado que la carpa del circo fue izada en el lote
que hoy ocupa la galería en el Líbano no me dejó ninguna duda de que mi amigo había
sido víctima involuntaria de la erosión de la memoria colectiva que afectó a
gran parte de nuestros paisanos como consecuencia de la vorágine de sangre y persecuciones
que se desató en 1948, a los seis años largos de la visita del Atayde a nuestro
pueblo, luego del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, en la época cuando Carlos
Arturo Aguirre (personaje de la novela) seguía buscando todavía en todos los
circos a Rebeca, la Baronesa, la mariposa habitante de los trapecios que para su
ventura y/o desgracia se le había aparecido en un almacén de ropas y sombreros
de la carrera séptima de la Bogotá prebogotazo;
Carlos Arturo, el escultor de madera, zipaquireño autodidacta que se salvó por una
pirueta de su destino de haber terminado sus días en un socavón de la mina de
sal y que escogió más bien el oficio de ebanista y artífice secreto de la figura
de la hermosa Rebeca más o menos por la misma época durante la cual Agustín
Magaldi, el legendario tenor ligero argentino hacía vibrar las victrolas de las
cantinas del Líbano con las notas y letra de su tango La muchacha del circo, la trapecista que en sus ansias locas de
volar soltó el trapecio y encontró la muerte buscando un aplauso para su salto
mortal. Es claro que a la Baronesa no le faltaron nunca los aplausos a su
número de volantines colgada de su cabellera y esos aplausos pueden ser el hilo
conductor que explique su decisión de buscar en las carpas al pez azul que como
la felicidad se escapa entre los dedos, la que se le escapó junto a Carlos
Arturo, a Matilde y Sofía, el día que escogió como destino el mismo desarraigo
que escogieron Charlot en la preciosa película “El Circo” cuya escena final, a
mi juicio, es una de las más bellas y poéticas de la historia del cine que mi
hado me permitió conocer junto a la escena final de “Casablanca” cuando Rick se
aleja en medio de la niebla con Renault hacia una hermosa amistad luego de
despedir a Ilsa y a su esposo como lo hizo Charlot en 1928 luego de despedir a
su amazona y al equilibrista, recoge el pedazo de cartel del circo, hace una
bola con él, alza sus hombros, hace un taquito con la bola de papel y emprende su
ruta hacia su quizás.
Yo quiero imaginar que el hilo
conductor de La baronesa del Circo Atayde,
es el gesto de “lo que pasó no tenía importancia” y podemos retomar nuestro
incierto camino porque “todo vale nada y el resto vale menos”. Para mí, esta
constatación es iluminadora porque comprendo ahora que la pregunta que me
rondaba acerca del origen y destino final de Rebeca, de dónde apareció ella ni
a dónde fue a parar, no tiene verdadera importancia para el quinteto, porque lo
verdaderamente importante de la saga, en mi opinión, es el gran ¿por qué? que el
poeta Jorge Zalamea planteó en ese gran fresco requisitorio de El sueño de las escalinatas, cuando
retrata al pueblo colombiano ahogado por la lluvia de su propia sangre y “con
el guijarro de un por qué en la garganta”.
Muchos años antes de que Jorge Eliécer
Pardo nos introdujera en la aventura del desarraigo que ninguno de los
cronistas noveladores colombianos de la segunda mitad del siglo XX logró
plasmar ni en la literatura urbana ni en la rural, en el meridiano de París,
hacía su aparición Albertina, la desarraigada que Proust nos aventó en la cara
en la que en mi opinión de montañero nacido en el mismo paraje de donde es
originario Jorge Eliécer es la más grande novela del siglo XX: En busca del tiempo perdido. Sin
embargo, mucha distancia habrá que colocar entre la Albertina, la aspirante
frustrada al círculo de los Guermantes, representante modelo del típico
arribista del curubito de los Verdurin, excepcionalmente retratada por Proust y
nuestra Maritza, la desarraigada heredera de los Guzmán, justamente la
antítesis del arribismo.
La cruz gamada, símbolo de la
infamia en los países momentáneamente liberados, dio una voltereta en el
espacio y llegó a la tierra colombiana, la dulce y tremenda tierra nuestra y de
Jorge Zalamea, al mismo tiempo y hora que lo hizo El pianista que llegó de Hamburgo, Hendrik Pfalzgraf quien arribó a
una tierra abonada con sangre desde mucho antes de los tiempos del ruido y allí
fructificó copiosamente en la violencia insensata y luciferina que los criminales
desaforados construyeron como aprendices criollos de Maquiavelo, lenta y
pacientemente incrustaron en las mentes desapercibidas de los herederos
mestizos del lumpen europeo que llegó a nuestra tierra con sed de oro y sangre.
La maldad que bajo la forma y música de la svástica, transplantadas al cieno
incubado durante cuatro siglos mal contados eclosionó en un salvajismo
monstruoso que la feroz lumpen narco-paraca oligarquía colombiana ha pretendido
escamotear sin ningún recato y con la ayuda y complicidad de algunos
“intelectuales” que desconocen y rabian por imponer su profunda deshonestidad
intelectual a un pueblo víctima de las malas artes de sus amos que han
intentado por todos los medios a su amplio alcance convencerlos de que no
tienen un lugar asignado por los mensajeros de la oscuridad fascista en su
propia “historia de la infamia”, sin embargo, se han equivocado porque del
cieno que fabricaron a propósito para ocultar su infinita maldad, de los monstruosos
basureros de la quebrada de San Juan, de los hidroituangos que los nazis
criollos han querido reproducir a la imagen de Baby Yar, de Treblinka, de Auschwitz
y de tantos otros desfiladeros de la muerte, de entre las miasmas y moscas de
los cadáveres sembrados en el Magdalena y en el Cauca, se han alzado las voces
justicieras de valientes testigos presenciales quienes como Jorge Eliécer Pardo
narran las desdichas de un pueblo no para denunciar la ilimitada maldad de los
amos de horca y cuchilla sino para dejar constancia en sus luminosas e iluminadoras
páginas del Quinteto de la Frágil Memoria de que en el puro centro del malhadado
caos generado y practicado por ellos desde antes de los tiempos del ruido, más
temprano que tarde, muy a su pesar, aparecerán y florecerán los dictados de la
Segunda Ley de la Termodinámica que dictamina que desde la profundidad del caos
siniestro creado y desarrollado por los prestes y acólitos de una oligarquía
codiciosa, estéril y profundamente ignorante en el sentido platónico, se hará
realidad un país donde, como dijo el para mí, parafraseando al más grande
profeta/poeta de Colombia, Aurelio Arturo, el verde y la esperanza serán de
todos los colores.
El Líbano, Abril de 2019
Yamel López, JEP y Carlos Orlando Pardo. El Líbano, enero de 2017 |
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