13 de marzo de 2019

CRÍTICA: La abuela como repetidora de una hegemonía patriarcal en Irene. Jackeline Pachón Orozco


La abuela como repetidora de una hegemonía patriarcal en Irene

Jackeline Pachón Orozco

“El matriarcado es un mito de las sociedades patriarcales producto de la fabulosa imaginación de los hombres. Jamás ha existido el reino de las mujeres, si por ello se entiende una organización sociopolítica dirigida por ellas, en lugar de los hombres”. (Milagros Palma, ‘El gusano y la fruta’).

  
La mujer con cualquier edad, como partícipe de una sociedad, y como una de las protagonistas de la literatura en todos los tiempos, tiene en la particularidad de la abuela, por razones de un tiempo y un espacio que le dejan su carga cultural y su tradición, una realidad mesurable, conocida y visible, pero sobre todo una que atañe a la realidad invisible, fugitiva, desconocida, caótica y marginada, engañosa y hasta desleal. Plantearemos cuáles son los aspectos de hegemonía patriarcal que sostiene la abuela, personaje recurrente en la obra Irene, de Jorge Eliécer Pardo, al tiempo que su influencia en Octavio Sarria, personaje de la misma historia, y su propia conceptualización del ser mujer.
En Irene Jorge Eliécer Pardo presenta la historia de un hombre, —Octavio Sarria— profesor universitario, exmilitante de un grupo de izquierda, quien después de una visita a un zoológico de Brasil, vio como una migala devoraba un pequeño ratón gris que le echaban como alimento en el cubículo de vidrio donde habitaba. Esta experiencia se parecía mucho a la que tuvo que vivir Sarria cuando, encarcelado por causa de sus simpatías con grupos de izquierda, es torturado tanto física como psicológicamente, sintiéndose tan indefenso como la presa que sería engullida por la araña. Vivía solo en un pequeño edificio de inquilinato en una gran ciudad, esperando que apareciera una mujer que, como la mantis religiosa, lo devorara en el calor del placer y morir poco a poco inmerso en él. Octavio Sarria es un hombre sensible que ama la poesía, pero que no encuentra en su vida grandes motivos para vivirla, situación que lo lleva a pensar en el suicidio.
Cuando Sarria incursiona en el ambiente revolucionario, halla la mujer que le haría perder el sentido, Nereida, muchacha llena de amor y de vida, el complemento ideal; él cree encontrar la felicidad, pero esta le es esquiva, cuando lee en los periódicos la nefasta noticia de la muerte de la muchacha.
“¿Cómo era posible que la vida, intempestiva e infame le hubiera quitado a Nereida? ”.

Visita al psicoanalista, habla de sus hermanos, de su abuela y de su gusto por escribir poemas. Pero todo es evasión, Sarria no desea ser descubierto por nadie, menos por su psicoanalista, le engaña premeditadamente, no desea ser auscultado, entonces inicia un juego donde el médico ingenuamente cae. Aunque bien pudiéramos decir que el incauto es Sarria, pues es quien escapa de la realidad.

Lo persigue el recuerdo de Nereida, y para soportarlo recurre al licor, situación que le produce inestabilidad. Simultáneamente a las evocaciones de los días felices con Nereida, aparecen las de la abuela suicida, con todo el amor que tuvo para él después que la madre lo abandonara por marcharse tras su felicidad con “el hombre, sombrero de fieltro, zapatos combinados”. La abuela se convierte para Octavio Sarria en un bordón, en la consejera espiritual, es en ella en quién piensa cuando tiene que tomar una decisión frente a algún aspecto importante de su vida.
Octavio inicia una vida de acercamiento con sus vecinos del edificio, quizá buscando algo que le sirva para encontrarse él mismo, o simplemente como compañía. Aparece Irene, que es como el reencuentro con Nereida, en una exposición de pintura de un amigo suyo frente al mismo cuadro, sucede el primer encuentro. Ella le lee las líneas de la mano y le pronostica que:
“Pronto conocería a una mujer joven, alegre y con ganas de vivir; encontrarían sus miradas en una sala pública, en medio de mundos imaginados, y que se enamoraría, sin poder seguir huyendo, y que esa noche inolvidable se emborracharía, hallándose y desapareciendo”.

Inicia la relación entre Irene y Octavio donde la vida de este cambiaría mucho para convertirse en una maraña de dudas, arrepentimientos y contradicciones. Ella le despierta sensaciones que van desde el más dulce amor hasta el deseo inmenso de acabar con ella, de incinerarla como hiciera con la araña que atrapó y quemó en su niñez en la finca de su abuela. La historia completa un ciclo. Inicia en el temor de la experiencia de Sarria, cuando observa como la araña se traga a su presa y finaliza en la sensación que el mismo experimenta de saberse la presa.
La novela que Pardo nos presenta una gran dosis de erotismo y poesía, línea ésta que Pardo viene cultivando desde su primera novela El jardín de las Weismann.
Octavio Paz en su ensayo ‘La llama doble’ cuando hace referencia al sexo, el amor y el erotismo, afirma:
“Sexo, erotismo y amor son aspectos del mismo fenómeno, manifestaciones de lo que llamamos vida. El más antiguo de los tres, el más amplio y básico, es el sexo. Es la fuente primordial. El erotismo y el amor son formas derivadas del instinto sexual: cristalizaciones, sublimaciones, perversiones y condensaciones que transforman a la sexualidad y la vuelven, muchas veces incognoscible. Como en el caso de los círculos concéntricos, el sexo es el centro del pivote de esta geometría pasional”.
Octavio Sarria se encuentra atrapado por estos tres aspectos.
“Se amaron desde el principio, sin saber sus pasados, sin decirse los desmanes, la felicidad y la amargura en sus vidas anteriores. (...)  sus aspiraciones a la felicidad las hallaba en el acto del amor cuando le decía a Nereida, al oído, que la amaba, que sin ella no podía vivir (...)”.

Celia Amorós en su artículo ‘Hacia una crítica de la razón patriarcal’ (anthropos, segunda edición, 1991) y, específicamente en el subtema ‘El problema de la captación de la diferencia y de la necesidad de la deconstrucción del patriarcado’, plantea que la mujer en su afán por buscar una identidad se ve abocada a dos posiciones: una, la de la mujer a la que se la ha impuesto el rol de la afectividad, la corporeidad, la dulzura, la no violencia, en pocas palabras la pasividad; o la otra, la de rechazar esta identidad y asumir una identificación proyectiva con los valores patriarcales, con los esquemas del ‘opresor’, reclamando el derecho a su propia voz.
La abuela, uno de los personajes de la novela, es el prototipo de la mujer ‘proyectiva’ que asume el segundo rol frente a su nieto, protagonista de la obra, joven lleno de conflictos —Octavio Sarria— un ser ‘atrapado’, oprimido, presa fácil de sentimientos como la soledad.
“Huía en búsqueda de sus alumnos y colegas para invitarlos a almorzar porque la soledad de una mesa le explotaba el pecho”.
La nostalgia:
“Se aventuró a encontrar a la mujer que cumpliría, como la mantis religiosa, la labor de muerte… se negó a ingerir las pastillas que recomendaron los médicos refugiándose en el licor, soñando que esa otra mujer que le uniría los poros de Nereida, regados en otros espacios, los rescataba”.
La angustia:
“Lo había perseguido desde tan lejos y disfrazada, se metía en su apartamento sin poder evitarlo. De nuevo el vómito lo atacó y tuvieron que llevarlo al hospital; cuando el líquido espeso que arrojaba le permitía respirar, gritaba desesperado y tosiendo, como en la celda miserable, ¡déjenme solo!, ¡llévese a esa mujer!”.

Es, Octavio Sarria, un personaje que debido a su infeliz infancia sintiéndose abandonado por su madre que prefiere los brazos, las aventuras, experiencias y sensaciones que le ofrecía un hombre, a cambio de la rutina de continuar una vida que le proporcionaba un marido y sus hijos que quizá no se hallaba en condiciones de asumir. Era el cambio de la vida por la muerte. Probablemente había sido un error formar una familia tan prematuramente, y el costo de ello lo pagarían Octavio y sus hermanos. La abuela se responsabiliza de su formación, pero probablemente, es ahí donde está el origen de sus debilidades, angustias, soledades y nostalgias. Octavio se enmascara para no ser descubierto. Cuando decide acudir en busca de ayuda no la asume en su totalidad y le miente al especialista, cuando realmente a quien engaña es a él mismo.
La concienciación es uno de los elementos que conforman la novela. Octavio no logra la autenticidad y no encuentra su ‘yo’, él es el arquetipo de la ‘conciencia reprimida’. Para ello, la investigación sicológica trata de ir más allá de ‘yo’ social, de lo que Jung llama persona o careta, que pertenece según él, al fondo colectivo. Para llegar a existir auténticamente como individuo es imprescindible, dice, despojarse de las máscaras:
“No lo confesó a nadie; sufrió en silencia las preguntas de los facultativos, las mentiras de sus alimentos y hasta los burló con los exámenes de laboratorio que le practicaron. Al sicoanalista le habló de la abuela como tema de conversación y fabuló sobre los años de niñez a su lado, de cómo lo llevaba a caballo por toda la hacienda hasta cuando la noche llegaba y tenía que regresar a casa. Ocultó lo de los arácnidos, el complejo y doloroso estigma no lo conocía muy bien y nada de lo suyo debería interpretarse como trauma”.

A pesar de que Octavio le cuenta al especialista sobre su infancia, sus padres y su abuela, y habla de Nereida, la omisión que hace de los arácnidos que le persiguen es consciente, pues no quiere ser descubierto en sus debilidades, en sus flaquezas, así evitara ser “atacado” por alguien más. En una estrategia para profundizar más que en el universo inconsciente de su paciente, el médico le pide leer algunos de sus poemas. Octavio se niega pero finalmente accede, enseñándole unos textos con temas que no son propiamente los suyos, que no tienen que ver con su inconformismo.
La abuela es el personaje recurrente de la vida de Octavio. Le marcó tanto en su vida y su muerte que el tema fue el motivo de conversación con el sicoanalista.
“Al sicoanalista le habló de la abuela como tema de conversación y fabuló sobre los años de su niñez, de como lo llevaba a caballo por toda la hacienda hasta cuando la noche llegaba y tenía que regresar a casa”.

Octavio no es más que el fantasma del ‘varón’ que era la abuela, Octavio se convierte en un no ser, un no pensante, —a pesar de su oficio como profesor universitario donde gozaba de una bien ganada reputación al decir de sus compañeros en el oficio— alguien que veía todo a través de la ‘pantalla’ de sus angustias como de sus miedos ... ¿de su abuela?
En medio de sus borracheras, en el ocaso de ellas, Octavio Sarria rememora a su abuela, le busca, le pide explicaciones como si pretendiera hallar una salida o solución a sus conflictos más profundos:
“¿Por qué te veo, abuela como si fueras un dibujo de plumilla? ¿hacia dónde van los caminos que entretejen el rostro, senderos que huyen de mí hacia la caricia tibia?... no puedes abrir la boca, abuela, estás atrapada en ese dibujo de mi memoria, no como en las fotografías… la mañana quiere cubrirlo todo… ¿hasta cuándo podré disfrutarte? Me arrullo en tu regazo y repites que el triunfo de los valientes. Reconozco esa voz en mi voz sin sonidos, en la neblina de esa niñez que cada día se desdibuja como la plumilla de tu cara, abuela, como si la tinta fuera corriéndose con mis lágrimas y tus mejillas, ya no en tus mejillas y tus ojos, ya no tus ojos…  así, mi niñez va quedando, apenas, como una superficie llena de colores aguados. No es tu palabra, abuela la que ahora suena, es la sensación de lo que ella descifra… trato de alcanzarte como si con ello evitara tu muerte. (...)”.

Una de las razones del patriarcado es la legitimidad genealógica y Octavio es producto de esa parte privilegiada de la herencia, la abuela como sostenedora del poder. Ella logró —sutilmente— someter, dominar y marginar social y psicológicamente a Octavio, pero tal vez no fue solo ella, también estaban Nereida y su madre, la que le abandonó con otro hombre:
“Las borracheras se convirtieron en laberintos, en túneles de los cuales no quería salir porque en ellos hallaba de nuevo, metidas en el filo de las sábanas, a Nereida recién apeada, sudorosa y lasciva, llamándolo desde la transparencia de su rostro, a la abuela, pasando sus manos grandes sobre sus cabellos, y a su madre, ‘¡ah, maldita!, alejándose con el hombre, sombrero de fieltro, zapatos combinados”.

La abuela era para Octavio la guía, la persona indicada para consultar algunas dudas, como aquellas que tenían que ver con mujeres, quizá tal vez porque fue la mujer que le acogió, le mimó y perduró en el afecto, cuando las otras, incluyendo a su madre, lo abandonaban. Octavio pide a Irene que cierre los ojos y luego los abra para él poder reflejarse en su pupila y así ver los verdaderos sentimientos de Irene hacia él:
“… reflejado por segundos en el círculo no era él sino otro hombre más joven y menos angustiado. Repetía el juego con la idea de no equivocarse deduciendo realmente que Irene no lo amaba. Consultó a su abuela y la respuesta fue positiva: era la figura de un hombre soñado por Irene desde la adolescencia al que no había podido borrar de su memoria”.

La evocación que Octavio hace de su abuela está en medio de la ternura y la recriminación, quizá porque él es consciente que ella y las demás casi se apoderaron de su voluntad.
“La abuela lo arrullaba juntándole la cara a sus senos marchitos. La última vez que la comparó sus grandes y ausentes ojos azules con las canicas que le regalaron, descubriendo que sus bolas de cristal no estaban siempre húmedas como los ojos de la abuela”.

Octavio se sentía presionado inicialmente por su abuela y luego por Irene. Intensificando ese mundo de fobias que padecía constantemente Sarria y exigiendo que los enfrentara. Octavio involucra a Irene dentro de su propio conflicto y la equipara con su abuela.
“Le enseñó a enfrentarse al ruido del mar y a sacar los secretos de las profundidades. Irene, al igual que la abuela lo introdujo lentamente en el encanto de unas olas esquivas en el convencimiento de que el mar nunca sucumbe”.

El recuerdo que Octavio albergaba de su abuela era el que le proporcionaba el ánimo de enfrentar con seguridad todas las adversidades, era la fuerza.
“Recordaba a la abuela llevándolo de la mano a la iglesia y la gran paz anidada en su pecho después de la comunión como si una luz acariciadora meciera su cuerpo más allá del cielo mismo ...”.

Frente a su padre, en las pocas oportunidades que Octavio Sarria hace alusión a él, lo hace de una manera tal vez irónica, al lado del recuerdo amargo de su madre y a la evocación constante de la abuela, Quizá lo culpa del abandono de la madre que no recibió el suficiente amor y debió buscarlo en los brazos de otro. Buscaba la felicidad a la que tenía derecho. Al inicio del relato, Sarria, es evidente, no parece lograr el perdón a la actitud de su madre, pero cuando ya conoce el amor real y todo lo que éste conlleva, tiene para con su madre una actitud más comprensiva, menos dura.
“Vas y vienes abuela. Te marchas sin mirar hacia atrás, madre. No te veo tus ojos, padre. ¿tienes ojos?”.

La soledad, la nostalgia y la angustia de Octavio Sarria tienen siempre un desembocadero que está dado en la presencia de su abuela, ya viva, ya muerta. Octavio pretende ahogar sus frustraciones en el recuerdo de su abuela:
“La noche también agonizaba. La abuela vendría a acompañarlo y arrullándolo se dormiría sin temores”.

Es ese feliz reencuentro con la esperanza o es la afirmación de sus propios temores reflejados en la evocación de la abuela. El ‘poder económico’ también lo ejercía la abuela quien sostenía —aún después de su muerta— a los hermanos de Octavio. Este, al ver los pocos ingresos que lograba reunir, pensaba seriamente en el pronto regreso a su casa, con su abuela, con los suyos. Sin sueños absurdos, sin arácnidos, sin temores; con poemas de amor y vida.
“El dinero de la abuela aún alcanzaba, por un tiempo, para la supervivencia de sus hermanos. Los ahorros se terminaban y cuando empezó a faltar el alimento en el refrigerador, de nuevo la idea lo asaltó”.

La búsqueda de identidad, la obsesión con la muerte, su gran tema:
“No tenía el valor de quitarse la vida porque albergaba la esperanza remota de rescatarse. (...) el edificio, esa moles donde luchaba con la idea maldita de que Nereida seguía llamándolo desde el paisaje que colgaba de la sala galopando hasta el infinito”.

Y cuando cita a Walt Whitman, uno de sus preferidos:
“La cópula tiene el mismo rango que la muerte”
“… Pensaba en esa muerte, en lo agradable de morir poco a poco en el placer, en la entrega para la conservación de la especie y el triunfo.
¿Cómo suicidarse de esa forma?
¿Dónde encontrar una mujer como la mantis religiosa? La tina caliente y las venas destrozadas le parecía grotesco; la horca, su cuerpo pendiendo de una corbata, macabro; un disparo en la boca, el fusilamiento utilizado por los verdugos de su país; ¿envenenamiento? terribles dolores… no, necesitaba placer en la decisión culminante”.

En el proceso de diferenciarse, de encontrarse, Octavio comienza a sentir las fuerzas oscuras de la locura, a lo que Jung llama “la sombra”, la parte negativa del ‘yo’. Pero esta locura, desde esta obra de Pardo, podría decirse que es el eje central, el que crea el aspecto más interesante del texto:
“La idea de sumergirse en la infelicidad, de estar poseído por el desplazamiento material de las arañas, recurrentemente lo acosaba. ¿Por qué tenía que soportarlo, si sabía que su imaginación no era superior a la realidad?”.

Cuando se reencuentra con Irene para vivir ‘felizmente’, Octavio Sarria evoca a su padre suicida y dice:
“Padre, recibiré de tus manos ese paisaje con mar y arreboles y esa casita junto al acantilado donde viviré con Irene. ¡Irene! ¡Irene! ¡Pobre de ti y de mí!”.

Freud al referirse al sueño como expresión del subconsciente, afirma que los sueños son producto de pulsiones sexuales y de deseos reprimidos. En la obra de Pardo, esto es evidente:
“En lo profundo de sus ojos negros trataba de delinear la oscuridad penetrante de todos sus sueños olvidados. Ante la insistencia, le inventaba las figuras que aparecían en la negrura: una barca sin timonel, un ave perdida en un cielo azul, una estrella pequeña, la silueta de una mujer desnuda, un arco iris, las flores de múltiples plantas venenosas, una montaña, ella enamorada”.
Repite la sentencia de Freud en otro fragmento del relato.
“Cuando la tuvo completa, con su mirada tierna puesta en su cara y con palabras distintas a las de esa lejana noche, entonces la deseó en el eterno sueño de los relojes y en las pausas de la vigilia”.

Al evocar las escenas del pasado, Octavio se acerca a la enunciación oral y cuando acude al sicoanalista, su tema de conversación es la abuela, a quien lleva tan adentro que constantemente la reconoce en cada una de las mujeres con las que en un momento determinado comparten su vida. Y entonces al referirse a Nereida la relación se presenta inicialmente como de mujer devoradora, a la que le temía sin remedio:
“Lo había perseguido desde tan lejos y disfrazada se metía en su apartamento sin poder evitarlo. De nuevo el vómito lo atacó y tuvieron que llevarlo al hospital; cuando el líquido espeso que arrojaba le permitía respirar, gritaba desesperado y tosiendo como en la celda miserable, ¡déjenme solo! ¡llévense a esa mujer!”.
Pero después, Sarria enamorado, al ser separado bruscamente del lado de Nereida, siente cómo en ella se fusionaba la figura de la madre ausente, la abuela protectora y la mujer que anhelaba encontrar para compartir su vida hasta el final de sus días:
“Su muerte le dejó un vacío mayor al de la abuela. En Nereida, esbelta y graciosa, cariñosa y tierna, apasionada y desinhibida, encontró el regazo de la madre indiferente, de la abuela mimosa, de la mujer que seguía esperando”.
Pero su ocultamiento, su no confesión, su querer ser otro, desarrolla en Octavio un doble papel. Este doble es la parte que hace falta para la constitución del ‘yo’ que no lo deja llegar en la plenitud de su integridad a reunir “ánima con ánimus”.
La conceptualización de la mujer la vemos a través de aquellas que pasan por la vida de Octavio Sarria. La abuela y la madre son representativas en él. Son una parte del arquetipo ánima. Por otro lado, Nereida e Irene son la otra parte de ese “ánima”, en términos de Jung. Ellas están en el subconsciente de él. Estas dos mujeres son las que hacen que Octavio salga de la vida contemplativa y soñolienta. Pero es Irene la otra mitad de su ser. Luego de la muerte trágica de Nereida, Irene se convierte en la novia, amante, abuela, madre, en ella justifica a la madre enamorada, que busca su plenitud en otra vida, constituyéndose con ello, en el eje de la vida de Octavio.
“Es ella abuela. ¿cómo equivocarme? has leído sus cartas, has medido sus ambiciones. Me sacará de este encierro y pondrá a mi vida una meta alegre. ¿Podremos tener hijos? Ella es hermosa, joven, sana: llena de vida, abuela,. Madre: si te fuiste con ese hombre, razones habrás tenido, ojalá la que apresuró la razón de abandonarnos haya sido por la del amor. (...) Sólo hoy puedo perdonarte. Irene llorará conmigo mis sueños inútiles y disfrutará mis canciones y mis poemas. (...) Sé, abuela, que apruebas desde el amor que me tuviste, este reencuentro grato… la felicidad empieza a existir… a pesar del dolor, abuela. Si tengo que morir no tendré temor. Irene derrota los miedos, retira de mi presencia a los enmascarados torturadores, ahuyenta las arañas, agita mi sangre con placer, pasión, sexo, caricias, plenitud, madre, amor, abuela, sentimiento padre. (...) ¿Qué es un hijo, madre? ¿Qué es un hijo, abuela? ¿Desapareciste, madre? ¿Ese canalla de burló? Estoy solo. No, no estoy solo: Irene pasará el camino bifurcado”.
Ella le proporciona energía psíquico-espiritual por medio del amor y la sexualidad, que aquí hace las veces de purificador. Irene, como unión de todo ese arquetipo “ánima”, busca llenar en Octavio el vacío que ha creado la soledad. Así Octavio se alimenta del otro ser, de su otredad, representado en Irene; su otra mitad, la parte femenina de su psiquis.
“Llegaría dispuesta a envejecer a su lado, convencida de que no siempre la convivencia mata los afectos. No dejaría entrar el dolor por las hendijas del olvido; en la sociedad del reencuentro los silencios romperían los quejidos de la pasión; empezarían, otra vez, ese sencillo modo de vivir”.
O quizás es Octavio quien busca impedir que la soledad se lo “trague”, como la araña al ratón. Busca reunir en Irene a todas las mujeres que ha tenido en su vida, desde su abuela hasta Nereida y con ello derrotar la soledad que le persigue.

La araña como símbolo cultural
Desde siempre la literatura, como expresión mensurable dentro de las formaciones discursivas, se ha valido del símbolo para expresarse. De allí que parta de un objeto, animal u otra cosa que se toma como tipo para representar un concepto moral o intelectual, por alguna semejanza o correspondencia. Con el paso del tiempo, estudios sobre simbólica dejan ver en forma clara de qué manera se parecen o asemejan una cosa a otra. En el caso de Irene, donde la araña juega un papel protagónico para representar, vemos que el fenómeno discursivo recurre a un elemento que se repite igualmente a lo largo de la historia de la cultura y la civilización.
En la Biblia, por ejemplo, ya lo han anotado críticos, abundan las alusiones diversas a las ataduras de la muerte, a los castigos, a lo que puede, por intermedio de ambivalencias, junto a lo imaginario, encontrar símbolos terroríficos que marcan el destino. Es aquí donde Pardo, en Irene, por el inconsciente colectivo, por el fenómeno de la información cultural, no se aparta del significado que tradicionalmente ha tenido la araña en diversos textos, desde la antigüedad hasta hoy, pero renovándola, recordándola con una significación contemporánea.
No son aquí los escenarios bucólicos ni las aldeas sino la gran ciudad, la metrópolis, la que alberga los personajes en una novela estructurada en el símbolo, como bien la califica el crítico y novelista español Fidel Villanova. La historia de amor protagonizada por un hombre arquetípico del mundo de hoy, Octavio Sarria, profesor universitario, poeta y músico, perdido en la soledad, las pesadillas, el recuerdo y la personificación de la mujer desde la frase inicial del libro: Octavio Sarria jamás arrancó de su existencia la oscura guarida de un sueño viscoso, premonición para un personaje que está en el telar del laberinto del pasado angustioso. Sus recuerdos son, a la vez, los miedos representados en arañas: Soñaba que venían a fusilarlo soldados enmascarados, miles de enmascarados… lo dejaban a merced de muchas arañas, miles de arañas, para que lo devoraran.
Para Gilbert Durand, en su ensayo sobre las estructuras antropológicas de lo imaginario, la araña representa el símbolo de la madre arisca que ha conseguido aprisionar al niño en las mallas de su red. El sicoanalista relaciona juiciosamente esta imagen donde domina el “vientre frío” y las “patas velludas”, sugerencia horrible del órgano femenino, con su complemento masculino, el gusano, que desde siempre ha estado relacionado también con la decadencia de la carne. Es, de otro modo, una interpretación de la misoginia que parece descansar sobre bases filogenéticas más amplias. Durand cita a Baudouin, quien observa asimismo, que el terror edípico de la fuga ante el padre y la atracción incestuosa por la madre, vienen a converger en el signo arácnido, aspecto doble de una misma fatalidad.
La araña en la novela de Pardo, significa igualmente una cuádruple representación femenina. La araña es la abuela, la araña es la madre que lo abandona, la araña es Nereida, su primer amor que con la muerte lo deja y es la misma Irene convertida en la araña mayor, la migala, en donde todas se conjugan y representan el amor y la muerte, asumida curiosamente como placer que es, entonces donde Pardo realiza un aporte: el placer de la muerte, tal como aproxima el médico siquiatra Alberto Ferguson. Plantea en su ensayo que para Freud dicha situación fue evidente pero Pardo, en su novela, nos impone a los sicoanalistas un nuevo reto: conceptualizar acerca del erotismo de la muerte. Advierte asimismo que el hombre conquista con el ruido equipo y la mujer con el silencio de araña. Lo brioso y lo inaudible obtienen una presencia dinámica a lo largo de la novela.

Rafael Mejía, sicoanalista, al escribir un ensayo sobre “La estética del deterioro y el erotismo en la idea de morir en la novela Irene de Jorge Eliécer Pardo”, señala que Besanio ha escogido entre tres mujeres aquella que el inconsciente ubica como la muerte misma con artículo femenino, con nombre de mujer, como en la antigua dialéctica oriental, indicando además con variados ejemplos cómo, las relaciones entre la muerte y la belleza son una de las fuentes de la estética del deterioro. Otra anotación del sicoanalista apunta a que es difícil que alguien pueda encontrar un nombre de mujer que se pareciese más al nombre del bicho y que se existe un juego de mesa arañesco donde la competencia inteligente se va por ver quién atrapa a quién. Pierde aquel que quede acorralado y gradualmente comido. De allí que, concluya, que el sino de la narración es telarañesco y que se proyecta hasta en el terror inmovilizador. “El terror lo cubría como una tela de araña tan fuerte que inmovilizado aguardaba el zarpazo por la espalda”. (27) En las redes del encanto femenino que nos hace introducir en el toldillo, conceptúa: “nos has atrapado en tu red” el toldillo es justamente una tela de fino y traslúcido tejido, paradójicamente fabricada con el fin de detener alimañas e insectos. “Se introdujo en el toldillo. A los cinco minutos lo atacó la idea de muerte”, y las arañas detienen el acto amoroso.
Más adelante observa que “en las atinadas descripciones de la mujer enfermera “vestida de blanco impecable”, vestida del color de la telaraña, “habitantes nocturnas cubiertas de pelusa y llenas de esa membrana azulosa que la noche deja en los conciliábulos”, son muestra de que la simbología es constante lo que hace recordar que la araña, según Freud, es un símbolo descrito macroscópicamente como la madre, pero la madre fálica de quien uno siente miedo y microscópicamente como el genital femenino; por tanto, la angustia frente a la araña expresa el terror al incesto con la madre y el horror a los genitales femeninos.
Es curioso advertir que la araña no sólo es utilizada en textos de corte cultista o intelectual sino que popularmente juega su papel, incluyendo lo que rezan canciones populares, tal como aquellas de “la araña te va a picar, agárrala por detrás. La araña picó a Gustavo porque la cogió del rabo” o la ranchera “ya estás tejiendo la red… muy tarde vine a saber que te llamaban la araña”.
Al final, es pertinente traer otra de sus referencias cuando define cómo, “siendo tibio, simétrico, abultado, oscuro y peludo, el bicho es asimilado a la conformación del genital femenino, del que se desprenden unas largas piernas”. La zona genital tanto femenina como masculina es la zona más pigmentada y oscurecida de la piel humana, a pesar de estar resguardada habitualmente del efecto de los rayos solares. El siquismo se habitúa a relacionar este color negro mezclado al rojo y al bronce, con la sexualidad. Los pelos de las arañas, además son llevados por el proceso de los siniestro a trazar una nueva versión de la temida medusa, donde cada pelo es un falo. De todos modos, el estudio sicológico de las arañas, de su significación en el siquismo de un sinnúmero de personas, es el que tiene que ver con la función contenedora del contacto térmico. El texto de Irene entonces, se ocupa la mayor parte del tiempo del temor antípoda: ser cubierto y atrapado.
En otras interpretaciones sobre la araña, a nivel simbólico, se ve cómo el hilo es el primer vínculo artificial, al estilo de lo que pasa en La Odisea, que es ya símbolo del destino humano. El lazo, por otra parte, es la imagen directa de las ataduras temporales de condición humana ligada a la conciencia del tiempo y a la maldición de la muerte. Muy a menudo, afirma el ensayista, en la práctica del sueño despierto, el rechazo de la ascensión, de la elevación, es representada por una constelación notable, “lazos negros que atan al sujeto por detrás, hacía abajo”. Lazos que pueden ser reemplazados por el enlazamiento de un animal y por supuesto, por la araña.

Pardo, en Irene, nombre que fonéticamente suena similar a araña, (tiene su misma cantidad de letras, la misma cantidad de vocales así no en su mismo orden) la asume como símbolo del destino del protagonista, Octavio Sarria. La conciencia del tiempo y la maldición de la muerte se examina en la historia que es cíclica, se muerde de la cola así misma. En el capítulo inicial, Pardo ubica a Sarria, hasta el final, acorralado, atrapado, atado por los lazos de Irene-araña-amante, que le embruja.
El texto inicia así:
“Octavio Sarria jamás arrancó de su existencia la oscura guarida de un sueño viscoso. Había visto en un zoológico de Brasil, cómo una migala, una araña del tamaño de un gato adulto, mimetizado en el color de la tierra húmeda, encogía sus patas frente al ratón gris que le introdujeron en el cubículo de vidrio, y cómo lo cubría con el tórax y el abdomen para inocularle el veneno en una ceremonia mortal; al rato, la migala se desplazó con sus pasos inaudibles, hinchada y satisfecha hacia su hueco, dejando sola el pelaje de la víctima en medio de la arena parduzca”.

Al finalizar la novela, Sarria acaba atrapado, como el ratón gris, frente a Irene, la mujer que habría de reemplazar aquella migala que lo atormentaba en sueños.
“Ella quería meterse en la boca abierta del hombre, y él, en su sexo anhelante. Después de varias horas de juego, (...) Irene cubrió con su cuerpo el del hombre que ya se encontraba dentro de sus carnes tibias y palpitantes, (...) no le quitó la boca de su boca, porque él se desvanecía en el risco angosto, más allá del abismo, mientras Irene seguía besándolo, como si en esa succión, como si en ese sentimiento que los dos aprehendieron estuviera unida a la existencia. (...) cerró los ojos para volver a encontrar al ratón gris asustado que veía como la migala maldita se aproximaba para siempre”.

Existen otras teorías que ofrecen para la araña el significado simbólico de interpretación narcisista. Así lo expresa el sicoanalista Baudouin: “la araña amenazadora en el centro de su tela, es además un excelente símbolo de la introversión y el narcisismo, lo que trae una absorción del ser por su propio centro”.
Es bueno señalar que una representación simbólica determina una condición focal, un campo de ocasión, pero no determina los recorridos de la evocación misma. El símbolo es constructivo de las imágenes y siguiendo a Jung se ve que todo pensamiento descansa sobre imágenes que modelan inconscientemente el pensamiento.
Para resaltar el símbolo de la araña, consideramos conveniente dar a conocer una leyenda griega: “la leyenda ovidiana de la venganza de Atenas contra Arácnida” de Teresa Rozo-Moorhouse, de la Universidad de Hawái, quien cita el análisis que en “teoría” feminista y las filosofías del hombre” (1988), hace Andrea Nye, afirmando como, “Atenas, vivía envidiosa de Arácnida por su capacidad para elaborar tejidos de tapices. Cuenta la leyenda que un día Atenas envidiosa del trabajo de Arácnida, se disfraza de anciana y le visita para conseguir que esta aceptara su superioridad, pero Arácnida le responde con un reto: Atenas debería competir en el tejido con ella, solo así demostraría su superioridad. Atenas acepta y ambas tejen sus tapices con resultados diferentes. El tapiz de Atenas enseña el mundo de los dioses griegos y el castigo de todo ser que osara desafiar el poder de los dioses del olimpo, mientras que el de Arácnida mostraba dinamismo, violencia y dolor. Al darse cuenta de la superioridad de Arácnida, Atenas no queriendo aceptarlo, llena de furia y para castigarla vuelve el tapiz trizas y la convierte en araña.
La explicación que da Andrea Nye a esta leyenda es que Arácnida cuenta la historia de los crímenes y abusos de los dioses del olimpo contra las mujeres. Ella enseña continúa Nye, a Zeus como un toro secuestrando a Europa, como un águila violando a Asteria o como un Cisne violando a Leda.
Octavio Sarria depende de sus ‘arañas’ afectiva, síquica, realmente porque manteniendo atado a su recuerdo, a su evocación continua que lo tortura, que lo desespera, que lo conduce a la fatalidad. Según la voz del personaje,—las protagonistas no intervienen o lo hacen muy poco—, la abuela, —protectora, reemplazo de la madre—, es quien lo atrapa en un comienzo, pero de manera dulce asumiendo además el rol de padre, madre, abuela, dejándole en el futuro la obsesión de su recuerdo, la necesidad de consultarle, de odiarla en ocasiones, es una sombra, una telaraña que lo envuelve y lo persigue. La madre, por su parte, es otra evocación que le significa no la ternura sino un animal, una araña detestable, a veces, que le robó, entre sus hilos de abandono, la posibilidad de haber sido amado, mimado, querido. El robo de lo que pudo haber sido y no fue, que le absorbe, que le deja la sensación amarga de que quizás fue engendrado sin amor, que lo abandona, es un tejido que lo atrapa, que no lo deja ser feliz.
Nereida, su primer gran amor, con una plenitud inicial, es una estrella fugaz que lo marca porque con su muerte, con su abandono, lo enreda igualmente en su tela, en el terror y el rechazo. De todas maneras está hundido en la fatalidad. Irene es un retrato, es un símbolo, es un rostro, es una amistad que él recupera del cuadro a la vida, es la certidumbre del regreso a la paz, al arte. Nereida es la militancia revolucionaria, el placer, pero también el desasosiego. Irene, es el amor totalizante que le da la sensación real del amor pleno.

El libro de Pardo refiere asuntos que no podrían ser dichos de una manera distinta a lo narrado en una novela, porque no solo incluye el mundo objetivo, externo, que rodea a los personajes, sino va a la realidad subjetiva que encarna la individualidad colectiva al asumir los símbolos. No existe el miedo a la fantasía, al sueño, al delirio y añade a todo lo chato de la realidad cotidiana, la que no es perceptible o material y que encarna por ello lo colectivo, la cultura y la información de lo no sabido por no estar dicho. Aquí podemos sumarnos al criterio de Carlos Fuentes cuando dice que “la novela ni muestra ni demuestra al mundo, sino que añade algo al mundo”. La obra es por tanto creadora de realidad universal alrededor de la naturaleza humana y, al decir que Kundera, “redefine perpetuamente a los seres humanos como problemas”. Dicho de otro modo, el punto de la novela concilia sus funciones estéticas y sociales cuando se encuentra en el descubrimiento de lo invisible, de lo no dicho, de lo olvidado, lo marginado. Se cumple aquí el rejuvenecedor papel de la novela que es un proyecto colectivo ininterrumpido y una pregunta crítica acerca del mundo.
De todos modos, el yo cultural que plantea Pardo de la mujer, en Irene no es siempre lo que llegan a ser ellas sino de alguna manera lo que siempre han sido dentro de la concepción tradicional, donde el género, por ejemplo, al concepto de Beauveoir, se convierte en el ‘locus corpóreo’ de significados culturales tanto recibidos como ignorados.
La mujer, en Pardo, es, como afirma Judith Butler en ‘Variaciones sobre sexo y género’ y en concreto el capítulo referido a ‘El género como elección’, que “uno elige su propio género, pero no lo elige desde la distancia, lo que señala una unión ontológica entre el agente elector y el género elegido, es decir, el espacio cartesiano del ‘elector’ deliberado es ficticio, proyecto sutil y estratégico, laborioso y en su mayor parte encubierto. Llega a ser género, como ocurre en Irene, es un proceso impulsivo, aunque cuidadoso de interpretar una realidad cultural cargada de sanciones, tabúes, y prescripciones”.
Puede afirmarse, igualmente, que la elección de asumir determinado tipo de cuerpo, y vivir o vestir el propio cuerpo de determinada manera, implica un mundo de estilos corpóreos ya establecidos. Elegir un género, afirma la ensayista, es interpretar las normas de género recibidas de un modo tal que las reproduce y organiza de nuevo. Siendo menos que un acto de creación radical, el género es un proyecto tácito para renovar una historia cultural en los términos corpóreos de uno. Aquí aparece la mujer como opresora, como desviada en la interpretación de lo maligno y lo repugnante, esclavizadora, como un monopolio de la desolación en la perspectiva masculina, con un cuerpo simbolizado, negado, emergente frente a la doble significación de demonio que ofrece un paraíso u ofrece la muerte con placer.
En gran síntesis, la alternativa planteada en las encarnaciones simbólicas de la mujer como araña devoradora, como gran migala, está dentro de la interpretación cultural que la define en un contexto social y mental en donde el cuerpo existe sumado a las interpretaciones míticas, asumido como norma de género tradicional, reinterpretado según convenciones de ciertos criterios de la sociedad.
La mujer, también, asumirse metafóricamente no como el cuerpo con rasgos físicos de datos sensibles sino como construcción mítica e imaginaria, reinterpreta la red de relaciones en que son percibidos y siempre con rasgos de criaturas que disfrazan los hechos y los cuestionan al desfigurarlo, reconstruirlo, reconocerlo, dislocarlo.
De muchas maneras, Irene es la historia de una cacería. Con el símbolo de la araña, Pardo obliga la evocación de ensayos que clarifican cómo la casa es el patrón predominante de comportamiento de la especie humana y de qué manera la casa —aunque así es referida a los grandes animales, vale para el símbolo tratado— puede ser visto como el modelo de la relación hombre- mujer que, en sus rasgos fundamentales, ha continuado siendo reproducido desde lejana época, para arraigarse con enorme fuerza en la infraestructura de las sociedades históricas hasta llegar a nuestros días.

Analistas como S.L. Washburn y C. S Lancaster, afirman que “en un sentido muy real, nuestro intelecto, intereses, emociones y vida social básica, todos son productos evolucionados del éxito de la adaptación cazadora, y E.R. McCown, citado en el mismo ensayo, determina que”... el cerebro humano puede hacer casi que cualquier sistema parezca natural”, lo que implica que cualquier sistema humano de interpretación puede ser elaborado por diferentes caminos y analizado desde diferentes perspectivas. Todo conlleva a pensar que una de las características más importantes de la casa, más importante incluso que la persecución de la víctima, y que le da un sentido humano a esta actividad, es el nuevo tipo de relaciones que se establecen entre la cultura y la naturaleza por medio de la interacción cazador-víctima.
Lo animal, lo biológico, es asumido desde lo cultural en donde la lógica de lo viviente adquiere proporciones que de la metáfora pasan a la realidad, las miradas, las comparaciones, los exámenes a la mujer, a la hembra, expresadas culturalmente, mantienen un espacio de signos, un desarrollo de los procesos vitales que fundamentan la creatividad simbólica y es operatizada con representaciones que, deberían haberse superado. Sin embargo, es la dialéctica reinterpretativa del símbolo. Al final, la coherencia vital del individuo tiene estructuras interpretativas y transformadoras de las cosas que no son heredadas genéticamente, sino que adquieren un significado operativo por medio de la instrucción y de la herencia social.
Finalmente, la tensión del espacio representativo en el que se ha desenvuelto a la mujer, es la visión que el hombre tiene de la mujer y que es, no lo objetivo propiamente dicho, sino la inestable combinación de lo que desearía que fuera y de lo que teme que pueda ser. Es, dicho de otra manera, una zona de misterio creativo e interpretativo entre la necesidad del deber ser y el temor de lo que pueda ser.

 
Jackeline Pachón Orozco (El Líbano, 1962). Licenciada en Español e Inglés de la Universidad del Tolima y especialista en enseñanza de la Literatura por la Universidad del Quindío y la Coruniversitaria de Ibagué. Se desempeña como docente desde 1986 y ha asistido a varios congresos nacionales e internacionales de literatura. Coautora, investigadora, auxiliar de investigación y correctora de estilo de los libros Vida y obra de Eduardo Santa, Palabra Viva, Protagonistas del Tolima siglo XX, Pintores del Tolima siglo XX,  Diccionario de autores tolimenses; Músicos del Tolima siglo XX; Novelistas del Tolima siglo XX; Cuentistas del Tolima siglo XX y Poetas del Tolima siglo XX. Coautora de los libros Imágenes femeninas en las novelas El jardín de las Weismann e Irene de Jorge Eliécer Pardo, con Margarita Prada de González; Manual de Historia del Tolima  y La cocina tolimense, con Marta de Gómez.







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