13 de marzo de 2019

CRÍTICA: Los Velos de la Memoria. Estética del horror. Angélica Pérez


Los Velos de la Memoria. 
Estética del horror[1]

Angélica Pérez



32 cuentos. 45 fotografías. 197 páginas. Testimonio desgarrador de una guerra que dura desde siempre. En Los velos de la memoria Jorge Eliécer Pardo da la voz a las víctimas en Colombia de masacres y asesinatos brutales. Es la muerte que habla. Ritual de duelo contra el olvido.
“No dijo nada cuando le rasgaron la manta y dejaron su torso al sol. No pronunció palabra cuando rebanaron sus senos. Los botaron a su lado… la encontraron despedazada después de que los enmascarados se fueron. Sus pocos amigos y familiares la cubrieron con cactus candelabro, telaraña de atrapasueños.”
El asesinato de una indígena Wayúu perpetrado en 2004 por los paramilitares en Bahía Portete, en la Guajira colombiana, es una de las tantas escenas de barbarie que tejen Los velos de la memoria. 32 relatos de guerra que viajan por la historia de Colombia en la voz de las víctimas. Algunas de ellas hablan estando muertas:
“Yo era un hombre. Ahora soy cinco. Cada uno de mis Otros agregado a los expedientes incompletos”.

Los relatos van acompañados de las fotografías de 45 rostros de mujeres, semi cubiertos por un velo. Jorge Eliécer Pardo, el autor de los textos y las imágenes, hace con su obra un aporte a la narrativa victimal del mundo y obliga a correr el velo, asegura él, que cubre la memoria de los colombianos sobre su historia.

I

“A todas en el puerto nos han quitado a alguien, nos han desparecido a alguien, nos han asesinado a alguien…. Por eso, a diario esperamos los muertos que vienen en las aguas turbias para hacerlos nuestros hermanos, padres, esposos e hijos.”
Las mujeres de “Sin nombres, sin rostros ni rastros”[2] son viudas y huérfanas que cada noche rescatan de las aguas los cuerpos de hombres que bajan descuartizados y los recomponen:
“… nunca damos sepultura a una cabeza sola, la remendamos a un tronco solo con agujas capoteras y cáñamo, con puntadas pequeñas para que no las noten los que quieren volver a matarlos si los encuentran de nuevo”.
Este relato que se refiere a los pueblos de Colombia habitados solo por mujeres, después de que los paramilitares han asesinado a sus hombres, es uno de los cuentos más escalofriantes que componen Los velos de la memoria. Y si el lector no abdica ante la crueldad de la palabra escrita —que solamente recrea la aún mas cruel realidad del país— es porque Jorge Eliécer Pardo logra ataviar sus textos de una poética tan horrorosa como sublime:
“Margoth supo que como en sus historias se convertiría en ave. Antes de detallar la mirada de su asesino presintió que se transformaba en ‘Voluja’, sombra de la muerte”,
escribe Pardo en el cuento Zona sagrada.
A partir de la indefensión y el dolor, el autor construye unas narraciones de una enorme carga simbólica dibujada en los ritos que hacen las víctimas para paliar el sufrimiento, conjurar el olvido y devolverle la dignidad a sus muertos:
“… cuando vienen sin brazos ni piernas, se las damos fuertes y ágiles para que nos ayuden a cultivar y pescar”
Violencia insoportable, poética en la prosa y simbología del dolor mezcladas en un solo molde. Una fórmula eficaz y desgarradora que impregna a la literatura de Jorge Eliécer Pardo de una estética del horror.

Es la estética que nos ha tocado vivir. Todo ese rito que hacen nuestras mujeres que lloran y que tienen que vivir el duelo desde la ausencia de sus seres queridos forma parte del dolor. Lo que yo hago en mi libro es que se escuche la voz de las víctima con el lenguaje purificador del río, de la inocencia de los niños, de los restos insepultos y que da como resultado una poética horrorosa. Yo creo que en Colombia es hora de que el arte y la literatura se apropien de eso que nos han hecho callar con unas serie de posiciones políticas, del “tape, tape”, del “perdón y olvido”, de “borrón”. Pienso que no tenemos que borrar más. Tenemos que empezar a decir qué nos ha pasado. Y, especialmente, las mujeres que son quienes han tenido que sufrir los mayores estragos de la guerra.

II

“Separan las mujeres jóvenes y las obligan a bailar desnudas en el centro de la cancha, a la vista de padres, esposos y hermanos…”
Relata Pardo en Mariposas transparentes, un cuento que describe la dantesca masacre del Salado, en los Montes María (Bolívar), perpetrada entre el 16 y el 21 de febrero del año 2000 por el Bloque Norte de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) y con la complicidad de miembros de las Fuerzas Armadas de Colombia.
En este relato, el autor da cuenta de la perversidad y la sevicia del terror paramilitar. En la plaza central del Salado, 451 exterminadores con uniforme militar, ebrios de ron y a ritmo de vallenatos, desmiembran a los pobladores, violan mujeres, asesinan a civiles de la manera más brutal y humillante:
“… los golpes en el vientre de la muchacha retumban con los graves de los parlantes; uno de los agresores se monta en la espalda de Neivis; con las manos abiertas bordea su cabeza y, como si arrancara un arbusto, la desnuca. Todos cierran los ojos cuando el estrangulador mete una vara por la entrepierna de la adolescente”
El Salado, Chenguen, Mapiripán. Cada una de las masacres de los “paras” colombianos narrada en Los Velos de la memoria es una fiesta sangrienta. Macabras orgías del odio, parrandas de la muerte: “Eduardo permanece quejándose por horas antes de morir. Su voz se achica entre los acordes de las gaitas”. Los asesinos ebrios de sangre acribillan a Eduardo y reafirman así su consigna: matar, rematar, contramatar. Es la infamia y la atrocidad de la violencia en el filtro de la ficción.

Yo he tamizado en mi obra el dolor de la guerra. Son historias referidas de la realidad que luego yo retomo y paso por el tamiz de la poética del horror y la literatura para narrar esas crónicas dolorosas. En Colombia es un reto escribir en estos momentos esos relatos porque implica muchos riesgos para el escritor, tanto desde el punto de vista personal como desde el punto de vista estético. No se cómo va a recibir el público colombiano el libro. No lo hemos podido publicar aún. Sale en Francia primero. Vamos a buscar la forma de que este texto forme parte del posconflicto si es que nuestro proceso de paz avanza. Tengo la esperanza de que sí. Todos tenemos la esperanza de que así sea.

III

“Minelia recompuso los cuerpos de los 48 niños asesinados… Los dedos, las piernas, los ojos, todo lo puso en su lugar sin decir nada mientras los mayores se desangraban y cubrían sus bocas para ahogar el quejido”
Minelia, la madre de los negros, es un personaje mitológico del primer cuento de Los velos de la memoria. Relata el autor que Minelia emergió del río Atrato antes de que los hombres armados lo expropiaran. Minelia protegió a los 300 habitantes de Bellavista, Bojayá, que lograron refugiarse en la Iglesia de este pueblito chocoano para salvarse del fuego cruzado entre los guerrilleros de las Farc y los paramilitares en disputa por el control del río. Pero una pipeta lanzada por la guerrilla no alcanzó a sus enemigos y se precipitó sobre el templo.
“Desde el río, trescientos sobrevivientes que lograron las aguas, alertados por chispas y columnas de humo, supieron el desamparo”
Ríos de sangre bañan la Colombia narrada por las víctimas en Los velos de la memoria. Sus aguas transportan los cuerpos inertes de hombres convertidos en NN. Los niños son los únicos capaces de identificar en la profundidad de esas aguas los rostros de padres, hermanos, tíos, amigos, parientes y amigos. “En Colombia, los ríos son las tumbas miserables de la guerra”, escribe el autor.

Los ríos han sido un elemento muy importante, un personaje presente en todas las guerras de Colombia. Pequeños riachuelos o grandes ríos como el Magdalena, testigo emblemático de nuestra terrible violencia. En los años 50, en la llamada guerra de Laureano Gómez, navegaban por este río los cadáveres con un gallinazo encima y la gente en las riberas se tapaba los ojos para no verlos. Y pasaron los años y el Magdalena siguió llevando los cuerpos de los inocentes asesinados.

Las voces del río que desde la profundidades dicen adiós como en El Tigre, el cuento que recrea la masacre, en 1999, de veintiséis campesinos del Putumayo asesinados por los paramilitares a punta de hachuela y que, luego, lanzaron extirpados desde el ombligo hasta el gaznate a las aguas del Guamuéz. “El agua adquirió un sabor dulzón y los peces morirían en las orillas con los ojos azulosos. El río no sería el mismo”.

Así es. Después de esta matanza, el río Guamuéz quedó oliendo a sangre por siempre. Uno siente el olor a sangre cuando pasa cerca.

IV

“Soy una mano derecha amputada. El dueño de mi cuerpo está muerto como yo”
Con esta frase arranca la serie Las voces del cuerpo del libro de Jorge Eliécer Pardo. En el cuento la mano del excomandante guerrillero de las FARC Iván Ríos, cuyo verdugo fue su propio guardia, narra cómo fue extirpada por el justiciero traidor y ofrecida como trofeo de guerra al gobierno del entonces presidente Álvaro Uribe en espera de la millonaria recompensa que se había ofrecido.
“Soy una mano olvidada en los archivos de nuestras guerras”,
concluye la mano de Ríos.
A esta historia le siguen los relatos de cabezas extirpadas.
“Soy una cabeza cercenada… me decapitaron en Bijao del Carica. El resto de mi cuerpo fue seccionado a machete y lanzado al río”,
cuenta la cabeza de un campesino con la que paramilitares y soldados del Ejército jugaron fútbol frente a amigos y familiares del asesinado.
A la manera de un forense literario, Jorge Eliécer Pardo da la voz a las cabezas escindidas y se remonta en el tiempo pasando por las guerras de Independencia hasta llegar a la Colonia. Estos relatos de miembros extirpados revelan que las prácticas de desmembramiento han estado presentes a lo largo de nuestra historia en una guerra atávica que no es de ahora ni de ayer sino, como dice el autor, una guerra de siempre.

Esos sucesos terribles de desmembramiento son un estigma de nuestra historia. Por ejemplo, José Antonio Galán, el comunero, fue decapitado por orden del arzobispo Antonio Caballero y Góngora y su cabeza fue expuesta en una jaula en diferentes pueblos para que la gente entendiera que si se revelaba contra el establecimiento correría el mismo destino, como muchos otros. Creo que es importante recordarle a los colombianos que esto no es nuevo sino que hemos desarrollado esa forma atroz de dirimir nuestras diferencias y que la guerra, como creen equivocadamente muchos de nuestros jóvenes, no es de ahora sino que viene de muchos años atrás.

V

“A los inocentes de la guerra” dedica el autor sus relatos. Los niños que “se convierten en nimbos, con destellos dorados” al pisar una mina “quiebrapatas”. Los tres niños de Apartadó que alcanzan a traer una bolsa con la ropa que llevarán para el largo viaje, como les dijo su padre destrozado, antes de que los paramilitares los acribillaran para borrar la amenaza que representaban “esos tres futuros guerrilleros”. Los niños de Soacha como Leonardo, vendido por doscientos mil pesos a un oficial que luego lo revendió por un millón para que los militares lo fusilaran y engrosaran con esta “mercancía” la interminable lista de “Falsos Positivos”.
Los niños asesinados en Colombia, víctimas de una guerra que ya estaba instalada cuando fueron paridos y que siguió imperando después de su muerte. Esos niños están presentes en todos los relatos de Los velos de la memoria.

Los niños han sufrido la guerra de una manera muy profunda y eso que vieron o que les contaron les queda para toda la vida. Ellos son los personajes que deben ser mejor tratados en el llamado posconflicto. Desde ahí podremos construir una sociedad distinta porque los adultos ya estamos permeados por los odios, la venganza, la desmemoria misma. Por eso dedico gran parte de mi libro a los ojos inocentes de los niños.

VI

“El hombre corrió por encima de las líneas uniformes, fatigado llegó al borde del río y gritó que los paramilitares desembarcaban. Se transportaban por agua, tierra y aire con orden de no dejar con vida a los denunciados como auxiliadores de la subversión. Venían para quedarse. Necesitaban ese corredor limpio para la guerra y los negocios”.
Un pescador anuncia horrorizado las zancadas de hombres con armas. Así empieza el relato de la masacre de Mapiripán en 1997. En Navegantes sin olvido Pardo cuenta que cien paramilitares venidos del norte de Antioquia llegaron a marcar con orín y huellas las abruptas tierras del Putumayo, Meta y Guaviare. Venían dispuestos a matar o morir para refundar el país. Las tropas irregulares y sus aliados políticos cumplían de esta forma sus acuerdos. Los soldados del gobierno abandonaron la zona para evitar enfrentamientos y permitir la limpieza. Y los frentes rebeldes se retiraron ante la superioridad de los invasores.
Los velos de la memoria no es una denuncia ni tampoco una serie de crónicas de confrontaciones bélicas. Es, ante todo, una prosa audaz y valiente que da testimonio del papel que cada uno de los actores ha jugado en la guerra en Colombia y de sus responsabilidades. Una obra de ficción que permite superar las premisas simplistas y peligrosas que vedan la memoria y con las que se corre el riesgo de hacer una paz a medias, funesta como la guerra misma.

Yo creo que la conjugación de todos los actores de la guerra es la que determina quiénes y cómo están representados en el conflicto armado. Yo le temo mucho al término “cuentos de denuncia”, una literatura que en los años 80’s fue muy polémica y “macartizada”. Creo que mis cuentos están mas cerca de la crónica literaria sin llegar a serlo propiamente. No es una literatura de ideología, en el libro no se defiende a ninguno de los actores armados porque todos causan el mismo dolor. En sus páginas aparecen el Ejército, los paramilitares, la guerrilla e incluso los españoles que también hicieron parte de esa guerra que hemos padecido por más de cien años. Yo creo que la guerra en Colombia tiene como eje fundamental la lucha por la tenencia de la tierra y ahora la lucha por el control de eso que llamamos los “corredores” de los negocios del narcotráfico, el paramilitarismo y la guerrilla y la población queda atrapada inerme en medio. Y en esa lectura, yo estoy más comprometido con el humanismo que con cualquier ideología política.
Al leer Los velos de la memoria, rosario de crímenes atroces, asesinatos, masacres, violaciones, despojos y desplazamiento, uno se pregunta, indefectiblemente, qué lugar queda para el perdón.

El perdón siempre tiene que estar en el corazón de la gente, en desarmar los ánimos de la venganza que nos han enseñado desde el poder y que los colombianos han aprendido y ejercitado con la muerte. Perdón, pero con memoria. Perdón sin olvido. Los velos de la memoria hay que correrlos para ver el rostro triste del país.


París, nov, 2014

 

Angélica Pérez Pérez
Periodista, editora de noticias y realizadora de reportajes en Radio Francia Internacional. Coordina en Francia la Asociación Hilvanando la Memoria.
Ha publicado artículos en diferentes medios como SemanaEl EspectadorVerdad AbiertaPágina 12. Trabajó en el Dagens Nyheter, uno de los principales periódicos de Suecia y fue free-lance para algunas revistas de ese país  escandinavo 
Directora y realizadora de documentales para la serie «Relatos del Exilio» de Canal Capital. Adelanta investigaciones sobre el tema de la «memoria en la filigrana de la guerra y la paz» que ha plasmado en el reportaje audiovisual «La paz vuelve y juega». Fue investigadora en el Instituto Iberoamericano de la Universidad de Gotemburgo (Suecia) sobre el tema «poder y racismo».





[1] Emitido en Radio Francia Internacional, Paris, jueves 6 nov de 2014. http://www.espanol.rfi.fr/cultura/20141106-jorge-eliecer-pardo-revelar-el-rostro-de-la-historia
[2] Primer premio del Concurso nacional de cuentos sobre desaparición forzada, 2008


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