Angélica Pérez
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cuentos. 45 fotografías. 197 páginas. Testimonio desgarrador de una guerra que
dura desde siempre. En Los velos de la memoria Jorge Eliécer Pardo da la voz a
las víctimas en Colombia de masacres y asesinatos brutales. Es la muerte que
habla. Ritual de duelo contra el olvido.
“No dijo nada cuando le rasgaron la manta y
dejaron su torso al sol. No pronunció palabra cuando rebanaron sus senos. Los
botaron a su lado… la encontraron despedazada después de que los enmascarados
se fueron. Sus pocos amigos y familiares la cubrieron con cactus candelabro,
telaraña de atrapasueños.”
El asesinato de una indígena Wayúu perpetrado
en 2004 por los paramilitares en Bahía Portete, en la Guajira colombiana, es
una de las tantas escenas de barbarie que tejen Los velos de la memoria. 32
relatos de guerra que viajan por la historia de Colombia en la voz de las
víctimas. Algunas de ellas hablan estando muertas:
“Yo era un hombre. Ahora soy cinco. Cada uno
de mis Otros agregado a los expedientes incompletos”.
Los relatos van acompañados de las
fotografías de 45 rostros de mujeres, semi cubiertos por un velo. Jorge Eliécer
Pardo, el autor de los textos y las imágenes, hace con su obra un aporte a la
narrativa victimal del mundo y obliga a correr el velo, asegura él, que cubre
la memoria de los colombianos sobre su historia.
I
“A todas en el puerto nos han quitado a
alguien, nos han desparecido a alguien, nos han asesinado a alguien…. Por eso,
a diario esperamos los muertos que vienen en las aguas turbias para hacerlos
nuestros hermanos, padres, esposos e hijos.”
Las mujeres de “Sin nombres, sin rostros ni
rastros”[2]
son viudas y huérfanas que cada noche rescatan de las aguas los cuerpos de
hombres que bajan descuartizados y los recomponen:
“… nunca damos sepultura a una cabeza sola,
la remendamos a un tronco solo con agujas capoteras y cáñamo, con puntadas
pequeñas para que no las noten los que quieren volver a matarlos si los encuentran
de nuevo”.
Este relato que se refiere a los pueblos de
Colombia habitados solo por mujeres, después de que los paramilitares han
asesinado a sus hombres, es uno de los cuentos más escalofriantes que componen Los
velos de la memoria. Y si el lector no abdica ante la crueldad de la palabra
escrita —que solamente recrea la aún mas cruel realidad del país— es porque
Jorge Eliécer Pardo logra ataviar sus textos de una poética tan horrorosa como
sublime:
“Margoth supo que como en sus historias se
convertiría en ave. Antes de detallar la mirada de su asesino presintió que se
transformaba en ‘Voluja’, sombra de la muerte”,
escribe Pardo en el cuento Zona sagrada.
A partir de la indefensión y el dolor, el
autor construye unas narraciones de una enorme carga simbólica dibujada en los
ritos que hacen las víctimas para paliar el sufrimiento, conjurar el olvido y
devolverle la dignidad a sus muertos:
“… cuando vienen sin brazos
ni piernas, se las damos fuertes y ágiles para que nos ayuden a cultivar y
pescar”
Violencia insoportable, poética en la prosa y
simbología del dolor mezcladas en un solo molde. Una fórmula eficaz y
desgarradora que impregna a la literatura de Jorge Eliécer Pardo de una
estética del horror.
Es la estética que nos ha tocado vivir. Todo
ese rito que hacen nuestras mujeres que lloran y que tienen que vivir el duelo
desde la ausencia de sus seres queridos forma parte del dolor. Lo que yo hago
en mi libro es que se escuche la voz de las víctima con el lenguaje purificador
del río, de la inocencia de los niños, de los restos insepultos y que da como
resultado una poética horrorosa. Yo creo que en Colombia es hora de que el arte
y la literatura se apropien de eso que nos han hecho callar con unas serie de
posiciones políticas, del “tape, tape”, del “perdón y olvido”, de “borrón”.
Pienso que no tenemos que borrar más. Tenemos que empezar a decir qué nos ha
pasado. Y, especialmente, las mujeres que son quienes han tenido que sufrir los
mayores estragos de la guerra.
II
“Separan las mujeres jóvenes y las obligan a
bailar desnudas en el centro de la cancha, a la vista de padres, esposos y
hermanos…”
Relata Pardo en Mariposas transparentes, un
cuento que describe la dantesca masacre del Salado, en los Montes María
(Bolívar), perpetrada entre el 16 y el 21 de febrero del año 2000 por el Bloque
Norte de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) y con la complicidad de
miembros de las Fuerzas Armadas de Colombia.
En este relato, el autor da cuenta de la
perversidad y la sevicia del terror paramilitar. En la plaza central del
Salado, 451 exterminadores con uniforme militar, ebrios de ron y a ritmo de
vallenatos, desmiembran a los pobladores, violan mujeres, asesinan a civiles de
la manera más brutal y humillante:
“… los golpes en el vientre de la muchacha
retumban con los graves de los parlantes; uno de los agresores se monta en la
espalda de Neivis; con las manos abiertas bordea su cabeza y, como si arrancara
un arbusto, la desnuca. Todos cierran los ojos cuando el estrangulador mete una
vara por la entrepierna de la adolescente”
El Salado, Chenguen, Mapiripán. Cada una de
las masacres de los “paras” colombianos narrada en Los Velos de la memoria es
una fiesta sangrienta. Macabras orgías del odio, parrandas de la muerte: “Eduardo
permanece quejándose por horas antes de morir. Su voz se achica entre los
acordes de las gaitas”. Los asesinos ebrios de sangre acribillan a Eduardo y
reafirman así su consigna: matar, rematar, contramatar. Es la infamia y la
atrocidad de la violencia en el filtro de la ficción.
Yo he tamizado en mi obra el dolor de la guerra. Son historias
referidas de la realidad que luego yo retomo y paso por el tamiz de la poética
del horror y la literatura para narrar esas crónicas dolorosas. En Colombia es
un reto escribir en estos momentos esos relatos porque implica muchos riesgos
para el escritor, tanto desde el punto de vista personal como desde el punto de
vista estético. No se cómo va a recibir el público colombiano el libro. No lo
hemos podido publicar aún. Sale en Francia primero. Vamos a buscar la forma de
que este texto forme parte del posconflicto si es que nuestro proceso de paz
avanza. Tengo la esperanza de que sí. Todos tenemos la esperanza de que así
sea.
III
“Minelia recompuso los cuerpos de los 48
niños asesinados… Los dedos, las piernas, los ojos, todo lo puso en su lugar
sin decir nada mientras los mayores se desangraban y cubrían sus bocas para
ahogar el quejido”
Minelia, la madre de los negros, es un
personaje mitológico del primer cuento de Los velos de la memoria. Relata el
autor que Minelia emergió del río Atrato antes de que los hombres armados lo
expropiaran. Minelia protegió a los 300 habitantes de Bellavista, Bojayá, que
lograron refugiarse en la Iglesia de este pueblito chocoano para salvarse del
fuego cruzado entre los guerrilleros de las Farc y los paramilitares en disputa
por el control del río. Pero una pipeta lanzada por la guerrilla no alcanzó a
sus enemigos y se precipitó sobre el templo.
“Desde el río, trescientos
sobrevivientes que lograron las aguas, alertados por chispas y columnas de
humo, supieron el desamparo”
Ríos de sangre bañan la Colombia narrada por
las víctimas en Los velos de la memoria. Sus aguas transportan los cuerpos
inertes de hombres convertidos en NN. Los niños son los únicos capaces de
identificar en la profundidad de esas aguas los rostros de padres, hermanos,
tíos, amigos, parientes y amigos. “En Colombia, los ríos son las tumbas miserables
de la guerra”, escribe el autor.
Los ríos han sido un elemento muy importante, un personaje
presente en todas las guerras de Colombia. Pequeños riachuelos o grandes ríos
como el Magdalena, testigo emblemático de nuestra terrible violencia. En los
años 50, en la llamada guerra de Laureano Gómez, navegaban por este río los
cadáveres con un gallinazo encima y la gente en las riberas se tapaba los ojos
para no verlos. Y pasaron los años y el Magdalena siguió llevando los cuerpos
de los inocentes asesinados.
Las voces del río que desde la profundidades
dicen adiós como en El Tigre, el cuento que recrea la masacre, en 1999, de
veintiséis campesinos del Putumayo asesinados por los paramilitares a punta de
hachuela y que, luego, lanzaron extirpados desde el ombligo hasta el gaznate a
las aguas del Guamuéz. “El agua adquirió un sabor dulzón y los peces morirían
en las orillas con los ojos azulosos. El río no sería el mismo”.
Así es. Después de esta matanza, el río Guamuéz quedó oliendo a
sangre por siempre. Uno siente el olor a sangre cuando pasa cerca.
IV
“Soy una mano derecha
amputada. El dueño de mi cuerpo está muerto como yo”
Con esta frase arranca la serie Las voces del
cuerpo del libro de Jorge Eliécer Pardo. En el cuento la mano del excomandante
guerrillero de las FARC Iván Ríos, cuyo verdugo fue su propio guardia, narra
cómo fue extirpada por el justiciero traidor y ofrecida como trofeo de guerra
al gobierno del entonces presidente Álvaro Uribe en espera de la millonaria
recompensa que se había ofrecido.
“Soy una mano olvidada en los archivos de
nuestras guerras”,
concluye la mano de Ríos.
A esta historia le siguen los relatos de
cabezas extirpadas.
“Soy una cabeza cercenada… me decapitaron en
Bijao del Carica. El resto de mi cuerpo fue seccionado a machete y lanzado al
río”,
cuenta la cabeza de un campesino con la que
paramilitares y soldados del Ejército jugaron fútbol frente a amigos y
familiares del asesinado.
A la manera de un forense literario, Jorge
Eliécer Pardo da la voz a las cabezas escindidas y se remonta en el tiempo
pasando por las guerras de Independencia hasta llegar a la Colonia. Estos
relatos de miembros extirpados revelan que las prácticas de desmembramiento han
estado presentes a lo largo de nuestra historia en una guerra atávica que no es
de ahora ni de ayer sino, como dice el autor, una guerra de siempre.
Esos sucesos terribles de desmembramiento son un estigma de
nuestra historia. Por ejemplo, José Antonio Galán, el comunero, fue decapitado
por orden del arzobispo Antonio Caballero y Góngora y su cabeza fue expuesta en
una jaula en diferentes pueblos para que la gente entendiera que si se revelaba
contra el establecimiento correría el mismo destino, como muchos otros. Creo
que es importante recordarle a los colombianos que esto no es nuevo sino que
hemos desarrollado esa forma atroz de dirimir nuestras diferencias y que la
guerra, como creen equivocadamente muchos de nuestros jóvenes, no es de ahora
sino que viene de muchos años atrás.
V
“A los inocentes de la guerra” dedica el
autor sus relatos. Los niños que “se convierten en nimbos, con destellos
dorados” al pisar una mina “quiebrapatas”. Los tres niños de Apartadó que
alcanzan a traer una bolsa con la ropa que llevarán para el largo viaje, como
les dijo su padre destrozado, antes de que los paramilitares los acribillaran
para borrar la amenaza que representaban “esos tres futuros guerrilleros”. Los
niños de Soacha como Leonardo, vendido por doscientos mil pesos a un oficial
que luego lo revendió por un millón para que los militares lo fusilaran y
engrosaran con esta “mercancía” la interminable lista de “Falsos Positivos”.
Los niños asesinados en Colombia, víctimas de
una guerra que ya estaba instalada cuando fueron paridos y que siguió imperando
después de su muerte. Esos niños están presentes en todos los relatos de Los
velos de la memoria.
Los niños han sufrido la guerra de una manera muy profunda y eso
que vieron o que les contaron les queda para toda la vida. Ellos son los
personajes que deben ser mejor tratados en el llamado posconflicto. Desde ahí podremos
construir una sociedad distinta porque los adultos ya estamos permeados por los
odios, la venganza, la desmemoria misma. Por eso dedico gran parte de mi libro
a los ojos inocentes de los niños.
VI
“El hombre corrió por encima de las líneas
uniformes, fatigado llegó al borde del río y gritó que los paramilitares
desembarcaban. Se transportaban por agua, tierra y aire con orden de no dejar
con vida a los denunciados como auxiliadores de la subversión. Venían para
quedarse. Necesitaban ese corredor limpio para la guerra y los negocios”.
Un pescador anuncia horrorizado las zancadas
de hombres con armas. Así empieza el relato de la masacre de Mapiripán en 1997.
En Navegantes sin olvido Pardo cuenta que cien paramilitares venidos del norte
de Antioquia llegaron a marcar con orín y huellas las abruptas tierras del
Putumayo, Meta y Guaviare. Venían dispuestos a matar o morir para refundar el
país. Las tropas irregulares y sus aliados políticos cumplían de esta forma sus
acuerdos. Los soldados del gobierno abandonaron la zona para evitar
enfrentamientos y permitir la limpieza. Y los frentes rebeldes se retiraron
ante la superioridad de los invasores.
Los velos de la memoria no es una denuncia ni
tampoco una serie de crónicas de confrontaciones bélicas. Es, ante todo, una
prosa audaz y valiente que da testimonio del papel que cada uno de los actores
ha jugado en la guerra en Colombia y de sus responsabilidades. Una obra de
ficción que permite superar las premisas simplistas y peligrosas que vedan la
memoria y con las que se corre el riesgo de hacer una paz a medias, funesta
como la guerra misma.
Yo creo que la conjugación de todos los actores de la guerra es
la que determina quiénes y cómo están representados en el conflicto armado. Yo
le temo mucho al término “cuentos de denuncia”, una literatura que en los años
80’s fue muy polémica y “macartizada”. Creo que mis cuentos están mas cerca de
la crónica literaria sin llegar a serlo propiamente. No es una literatura de
ideología, en el libro no se defiende a ninguno de los actores armados porque
todos causan el mismo dolor. En sus páginas aparecen el Ejército, los
paramilitares, la guerrilla e incluso los españoles que también hicieron parte
de esa guerra que hemos padecido por más de cien años. Yo creo que la guerra en
Colombia tiene como eje fundamental la lucha por la tenencia de la tierra y
ahora la lucha por el control de eso que llamamos los “corredores” de los
negocios del narcotráfico, el paramilitarismo y la guerrilla y la población
queda atrapada inerme en medio. Y en esa lectura, yo estoy más comprometido con
el humanismo que con cualquier ideología política.
Al leer Los velos de la memoria, rosario de
crímenes atroces, asesinatos, masacres, violaciones, despojos y desplazamiento,
uno se pregunta, indefectiblemente, qué lugar queda para el perdón.
El perdón siempre tiene que estar en el corazón de la gente, en
desarmar los ánimos de la venganza que nos han enseñado desde el poder y que
los colombianos han aprendido y ejercitado con la muerte. Perdón, pero con memoria.
Perdón sin olvido. Los velos de la memoria hay que correrlos para ver el rostro
triste del país.
París, nov, 2014
Angélica
Pérez Pérez
Periodista, editora de
noticias y realizadora de reportajes en Radio Francia Internacional. Coordina
en Francia la Asociación Hilvanando la Memoria.
Ha publicado artículos en
diferentes medios como Semana, El Espectador, Verdad Abierta, Página
12. Trabajó en el Dagens Nyheter, uno de los principales periódicos de
Suecia y fue free-lance para algunas revistas de ese país
escandinavo
Directora y realizadora de
documentales para la serie «Relatos del Exilio» de Canal Capital. Adelanta
investigaciones sobre el tema de la «memoria en la filigrana de la guerra
y la paz» que ha plasmado en el reportaje audiovisual «La paz vuelve y juega». Fue investigadora en el Instituto
Iberoamericano de la Universidad de Gotemburgo (Suecia) sobre el tema «poder y
racismo».
[1] Emitido en Radio Francia
Internacional, Paris, jueves 6 nov de 2014. http://www.espanol.rfi.fr/cultura/20141106-jorge-eliecer-pardo-revelar-el-rostro-de-la-historia
[2] Primer premio del
Concurso nacional de cuentos sobre desaparición forzada, 2008
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