19 de diciembre de 2022


Gloria Díez, poeta y crítica española hace reportaje a Jorge Eliécer Pardo.  



En la revista 142, Revista Cultural número 13, Abril.mayo.junio 2022, de Barcelona, en la página 70 a 74


Jorge Eliécer Pardo, autor del “El quinteto de la frágil memoria”, la gran saga sobre la historia reciente de Colombia

 “Soy un poeta del viejo romanticismo que le tocó narrar los horrores de su tiempo”

Por Gloria Díez 



Hablar de Jorge Eliécer Pardo es hablar de unos de los mejores narradores de Colombia, lo que no es poco, porque el país posee una extraordinaria potencia literaria. Jorge Eliécer lleva el nombre de un político asesinado pocos meses antes de su nacimiento. El magnicidio, con una probable inspiración internacional, marcó de forma crucial la política colombiana. Jorge Eliécer ha dedicado veinte años de su vida a escribir la historia de una guerra sangrienta y larvada en cinco novelas: “El quinteto de la frágil memoria”, con el propósito de que las palabras sean recuerdo y bálsamo. Sus respuestas en esta entrevista, llenas de fuerza, emoción y sinceridad, son una lección de literatura y de historia.  

-En 1949 debieron nacer en Colombia muchos niños que se llamarían Jorge Eliécer, Jorge Eliécer Gaitán, líder del partido liberal, había sido asesinado en Bogotá el 9 de abril de 1948, pero de todos esos niños solo uno ha sido un narrador de la reciente historia colombiana, un narrador de la guerra: usted. ¿Pura casualidad o un guiño del destino? 
- Mi padre, liberal revolucionario, legó en mí el nombre de su líder asesinado por las élites del poder político colombiano. Una manera de perdurar su sueño por un mejor país, sueño aplazado hasta ahora. Siempre supe, como todos los colombianos, que estaría inmerso en la guerra por varias circunstancias: provenía de una familia popular, sin privilegios, de una comunidad y región de rebeldes y, eso que llaman destino, no podíamos construirlo, nos lo moldeaban otros. El conflicto ha dejado más de diez millones de víctimas en estos últimos cincuenta años. Formo parte de una guerra que, al decir de Paúl Valery, "es una masacre entre gente que no se conoce, en beneficio de gente que sí se conoce, pero no se masacra".
Algunos escritores anteriores a mi generación asumieron el tema de la violencia en sus literaturas; autores mayores como José Eustasio Rivera, Gabriel García Márquez, Álvaro Cepeda Samudio, Manuel Mejía Vallejo. Por supuesto que mis contemporáneos enfrentaron los sucesos en múltiples libros. El fenómeno social y sus autores comprometidos surgen como resistencia a la literatura oficial, hegemónica. Quizá mi aporte significativo consiste en mi interés y compromiso durante toda mi vida con el dolor de las víctimas y, sin hacer ideología, me enfrenté a relatar más de cien años de historia colombiana desde los dolores humanos. Por ello mi saga. 

- Usted era mucho más que una promesa de la literatura colombiana, era un autor de éxito, sin embargo, dejó de publicar durante veinte años, de 1992 a 2012 para jugarse su carrera a una sola carta, su “Quinteto de la frágil memoria”. ¿Fue una decisión largamente meditada o se vio arrastrado, de algún modo, a la tarea? 
- Enfrenté varias realidades para tomar la determinación de no publicar y estudiar a profundidad la Nueva Historia de Colombia. Mis tres primeras novelas contenían el tema de la guerra, pero se volvían existencialistas —de la escuela de Sartre y Camus—, se convertían en piezas surrealistas. Cada vez que avanzaba en las nuevas narrativas históricas me daba cuenta de mis falencias y que mi familia, mi entorno cercano y el país, me contaba una historia interminable que por años consideraba imposible volverla novela. Y al tener la ebullición de ese magma en mi cabeza retomé el tono narrativo, poético, de mi ópera prima, y arranqué sin pretensiones. Al final supe que sostenía una bomba en las manos que debía recomponer muchas veces: mi saga, “El quinteto de la frágil memoria”. No me quedé con una sola carta, pero la baraja seguía incompleta. 

- Sus colegas creían que no era posible escribir una novela de la guerra, los editores pensaban que el país estaba harto de mirar en el abismo sin fondo de la violencia, pero usted se lanzó a las aguas profundas de la memoria. ¿Cómo ha salido? 
- No he salido, tampoco el país, tampoco mis personajes. Para avanzar en mi ambicioso proyecto lo difícil lo constituía manejar no solo lo documental sino lo humano. Lograr, con respeto y sin pasiones políticas, convivir con los trashumantes de la guerra, dormir en sus camas, amar, cantar, sufrir, llorar, soñar con ellos, hacer que fueran míos, verdaderos, como creo que lo son; ese el gran reto. No es el devenir cronológico de los sucesos los que importa en una novela de la guerra sino las voces y silencios; en compañía de Juan Rulfo y sus personajes que siguen deambulando en algún lugar de esta América Latina, me convertí en poseso de lo que serían más de dos mil páginas. Somos hijos de la literatura de resistencia, de la novela de dictadores, de escritores estigmatizados por relatar estas historias pero que el tiempo —verdadero juez de la literatura— ha venido a darles la razón y a premiar su esfuerzo para construir nuestra identidad. Muchos lectores y críticos me han halagado afirmando que mis libros son para un tiempo venidero, el de la paz y la reconciliación. La memoria saldrá a flote para reconstruirnos.

- ¿La memoria es frágil o incómoda? 
La memoria histórica, en los países en conflicto, siempre será frágil, incompleta. Por eso los grandes rapsodas cantaron las guerras y pudimos conocer los sentimientos de quienes participaron. Los artistas, de todas las disciplinas, reconstruyen la memoria y es ahí donde valoramos el sentido de lo humano. Y la memoria se alimenta de la verdad, tan vilipendiada por los victimarios. Cuando recibimos, no los testimonios periodísticos, sino los dolores simbólicos, directos e indirectos de quienes sufren y mueren, y los narramos con calidad ética y estética, la memoria se vuelve incómoda para quienes han ejercido el poder de la vesania y la ignominia. Los trabajadores del arte que se interesan por no dejar morir una y muchas veces a nuestros muertos, han sido perseguidos, rechazados por una sociedad indolente que ha ostentado el poder político y económico. 
Nuestra guerra nace y crece por la lucha por la tierra que los latifundistas han y siguen despojando. La tierra ligada al poder parecería un asunto del feudalismo, pero en Colombia tiene vital importancia: los grandes latifundistas son los mismos detentadores del poder político y lo defienden con la violencia.



- Usted no niega que en esas cinco novelas que forman “El quinteto…”, “El pianista que llegó de Hamburgo” (Cangrejo Editores. 2012), “La baronesa del circo Atayde”. (Cangrejo Editores. 2015) “Trashumantes de la guerra perdida”. (Cangrejo Editores. 2016) “La última tarde del caudillo”, (Cangrejo Editores. 2018) y “Maritza La Fugitiva”. (Cangrejo Editores. 2019), hay una carga personal. ¿Cuántas voces de su sangre hay en ese coro griego, aunque estén veladas por la “bruma literaria”? 
- El autor que diga que su subjetividad está excluida de sus libros es un farsante. Me gusta el símil del torrente o fluir de la sangre, no solo como descendencia sino como cascada viva que avanza por las narraciones. Ese torrente que debe conectarse con el del lector para que el hecho literario se complete. Rastreé a mis antepasados y llegué a mis nietos para comprender que vivíamos distintas épocas, distintos entornos, pero con el mismo país de fondo que ha permanecido inamovible. El decorado no cambia, ni el paisaje del dolor de tantos que nos laceran así desconozcamos sus identidades. La apatía es el lugar común: mientras yo esté a salvo, poco importa lo que le ocurra al vecino. Mi literatura gira en torno a lo público y lo privado y el lector lo sabe porque se lee en mis libros.

- Leyendo su ensayo “El oficio literario”, se tiene la sensación de que usted escribe despierto y dormido, que sus novelas se incuban también en los sueños, que algunos personajes le poseen en cierta forma. Dice usted que si hubiera sabido que el tema de la muerte le perseguiría habría elegido otro oficio ¿Escribir es terrible? 
- Escribir sobre la guerra es terrible, como ella misma. Escribir es doloroso, como la vida. Últimamente he intentado textos donde la guerra, las injusticias para la sobrevivencia de tantos, se atenúen, pero no lo he logrado. Me gusta mucho haber nacido donde nací, en la familia donde crecí, mis años como profesor universitario, la mujer que he amado, mi descendencia. Tengo rabia y repulsión por el mundo atroz, el neoliberalismo y capitalismo salvaje que ve al hombre como desechable. La inequidad me proporciona un gran sentimiento de incapacidad. Creo que moriré escribiendo al lado de esas personas que muchos creen invisibles.

- Hay un momento, cerca del final en el que “casi desfallece”. ¿Escribir “Martiza la fugitiva” le llevó a una crisis de salud? 
- Los pocos amigos que escuchaban mis anécdotas de cómo iba el trabajo dijeron que me veían, más que enfermo, poseído por los temas y personajes. Alguno llegó a sugerirme suspender por unos meses. Imposible, de haberlo hecho hubiera enfermado, por eso aprendí que la literatura alivia las pasiones buenas y malas contra los hacedores de la guerra, que de igual manera podría llegar a cumplir una función catártica social. Y mi experiencia lo ha demostrado, comprobándolo en conversaciones con los lectores. Una anciana —judío alemana— me confesó que uno de mis libros la reconcilió con los fascistas, que ya no sentía odio, que la música de mi pianista que llegó de Hamburgo, la armonizó con la vida, a ella y su familia que vivieron los incendios de su ciudad portuaria.
- ¿Y cómo se entiende que le fascine corregir, un trabajo que resulta fastidioso para la mayor parte de escritores? 
- Desde el comienzo de mi devenir como narrador he estado al lado de mi hermano escritor Carlos Orlando y este es un tema que siempre nos ha fascinado como acto no buscado: él goza escribiendo, yo sufro haciéndolo. Pero corregir es mi premio. Nada más satisfactorio que alejarnos de los argumentos para meternos en la iluminación del lenguaje. Corregir es leer otro libro que no hemos escrito conscientemente. Me maravilla la palabra que sale del lugar recóndito de mi sensibilidad y que descubro en la poética de mi narrativa en el momento de la revisión. En este acto sagrado el texto resplandece o se apaga ante nuestros ojos. Cuando la respiración de la historia no fluye (como la sangre de la que hemos hablado) hay que detenerse e intervenir para que vuelva a la vida. Así que un libro se reescribe así mismo. No soy de los autores que una vez se publica el libro jamás vuelven a él, no. Siempre regreso. Y volveré a ellos en el instante y lugar donde mis personajes me lleven.

- Rulfo dice que la literatura es una gran mentira, pero no una falsedad. ¿Usted lo suscribe? 
Lo suscribo como la música que se esparce en el aire, que no podemos palpar, pero ahí está llenando los espacios. Creo que la literatura no son sólo los libros, la literatura es una manera de vivir donde la ética y la estética se juntan para la armonía que no siempre se logra. Cualquiera pensaría que soy un hombre desolado, triste. No. Soy alegre, bailador y sibarita. El dolor no logra siempre destruir a los poetas, o el mundo estuviera sin su compañía. 

- Permítame una cita de “El oficio literario”: “Me ha dicho mi madre que mientras se escuchaban llantos y súplicas de los que morirían arrojados al río, ella me cantaba, les cantaba a sus dos hijos mientras mi padre se refugiaba para evitar el fusilamiento. En el regazo de la amorosa Gloria Inés, me hice escritor.” Se han lanzado demasiados cuerpos a los ríos de Colombia en los últimos setenta años. ¿Hay esperanza, o la guerra no ha terminado todavía?  
- Vivíamos en un pequeño pueblo, en la Cordillera de los Andes que se divide en Colombia en tres cadenas de montañas. La guerra civil no declarada se ensañaba contra los liberales gaitanistas y los fusilamientos se convirtieron en la manera como el Estado, con su policía política, derrotaba a los analfabetos e inocentes pobladores. Una contienda entre liberales (rojos) y conservadores (azules) que dejó, en mi niñez, trescientos mil asesinados de manera atroz. Llegaron a matarse por esos colores lucidos en un pañuelo al cuello o una cinta en el sombrero. El pueblo se llama El Líbano, en la región del Tolima, al centro de Colombia. Mientras los llantos de los vecinos se oían, mi madre nos cantaba abrazándonos para evitar que oyéramos las súplicas. Las voces se apagaban y ella admitía que siguiéramos un rato en su regazo, luego nos contaba historias de hadas y lunas luminosas. En la guerra circulaban listas de quienes debían abandonar el pueblo o serían ejecutados. Mi padre estaba una de ellas, así que debimos abandonar la casa, la escuela, el río, los amigos. Mi madre salió disfrazada como esposa de un policía llevando lo poco que cupo en un pequeño camión y mi padre corrió por las montañas para encontrarnos treinta kilómetros adelante. A este fenómeno social se le conoce como desplazamiento forzado y aún, en 2022, circulan listas y se ven familias huyendo de sus lugares de origen. Existe el río Grande de la Magdalena que atraviesa el país, que los indígenas llamaban Yuma, que cambió su nombre en la guerra bipartidista por el de “el río de las Tumbas”. Así los ríos de Colombia albergan a millones de fantasmas blancos, a los que he tratado de dar voz en mis libros. Cientos siguen navegando sin justicia.
- ¿Qué le puede ofrecer la literatura a las víctimas, a todas las víctimas? 
La literatura y el arte en general contribuye a reparar simbólicamente a las víctimas. Escribí un cuento, “Sin nombre, sin rostro ni rastro”, premio nacional, donde las mujeres rescatan pedazos de cuerpos de los ríos, los remiendan con agujas capoteras y cáñamo, y hacen el duelo en sus comunidades para recuperar a su desaparecido. El cadáver —o sus fragmentos— se convierten en sus familiares, esposo, hijo, hija, hermano. Así, la literatura remienda, zurce la memoria con la compasión (no religiosa sino filosófica) que merece el sacrificado y sus dolientes. En el arte quedan las voces y las historias, las lágrimas evaporadas por el tiempo, pero no por el olvido. El arte puede contribuir al perdón sin olvido y las historias, por elementales que parezcan, quedarán consignadas en la piel de la historia, en los versos de los rapsodas de la falsa contemporaneidad, de los cantautores y escritores que dan la palabra al río, al viento, al paisaje, a las flores, a los animales. Continuaremos haciendo la expedición al olvido para resignificar la historia del tiempo nefasto que nos ha tocado vivir.

- Dice que sus libros siempre han hablado de lo mismo y con los mismos recursos narrativos. “Pequeños capítulos, redondos y autónomos, lenguaje subyacente, simbólico, discursos no explícitos.” Cuando el dolor se narra, como lo hace usted, a través de un lenguaje de aplastante belleza, ¿es a la vez veneno y medicina? 
- El traductor de mis cuentos Los velos de la memoria al francés, Jacques Dezire, escribió que mi literatura era un cementerio de poesía y, una periodista de Radio Francia Internacional, Angélica Pérez, planteó que en mis libros subyacía una estética del horror. Considero que literatura que carezca de poesía, fracasa. Mis relatos iniciales (“Las primeras palabras”, escritos junto con mi hermano Carlos Orlando, y editados en Pijao, 1972) son las voces de esos amigos y vecinos que se acallaban en las madrugadas cuando mamá dejaba de cantar y nos arropaba la cabeza. El territorio de mi infancia no estaba en las montañas de El Líbano sino bajo la manta que mamá ponía sobre nuestras cabezas, el territorio era ella y siempre lo ha sido. Mientras lucho con los recuerdos y el tono sincero de esta conversación, reafirmo cómo nació y creció mi vocación por la literatura, protegido por el territorio de mi madre. Ahora que hemos celebrado sus noventa años, (diciembre de 2021) aún pongo mi cabeza canosa en su regazo y percibo el lejano rumor de los vecinos y la seguridad de estar protegido. Así que mis libros han sido para mí, para ella, para mi familia, para mi país, un cáliz que contiene la ilusión pero que nos la cambian por veneno. Somos una sociedad inviable, que se traga al planeta sin interesar la hecatombe que muchos anunciaron y que ahora está instalada entre nosotros. He sido testigo que el arte en general y la literatura en particular ayuda a tramitar el dolor, la rabia, el odio, a lo mejor es la medicina de la que hablas. Intento que el dolor no entre por la fisura que le queda a la memoria, pero sigue ahí, en todos, a pesar de que hay sectores a los que les es ajeno. Soy un poeta del viejo romanticismo que le tocó narrar los horrores de mi tiempo. Hubiera querido escribir canciones como los antiguos trovadores. En el trasfondo de mis siete décadas vuelvo al existencialismo de Sartre y Camus respecto al trabajo del escritor, retorno al surrealismo con sus monstruosas caras, las de Bacon y a la decepción de la política en todas las ideologías. Seguimos cumpliendo el mito de Sísifo.

Sumarios: 
“Quizá mi aporte significativo consiste en mi interés y compromiso durante toda mi vida con el dolor de las víctimas”
“No es el devenir cronológico de los sucesos los que importa en una novela de la guerra, sino las voces y los silencios”
“Los trabajadores del arte que se interesan por no dejar morir una y muchas veces a nuestros muertos, han sido perseguidos, rechazados por una sociedad indolente que ha ostentado el poder político y económico” 

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