La mano[1]
Soy
una mano derecha amputada. El dueño de mi cuerpo está muerto como yo. A pesar
de que entré con vida a la nevera de icopor, mi verdugo no quiere que llegue a
mi último destino, descompuesta. En cubos de hielo mis huellas permanecen
intactas, ranuras estampadas en cuadros del papel, cuando me reseñaron, antes
de ser guerrillero.
No
alcancé a defenderme del traidor que disparó a quemarropa y mansalva en la
frente de mi dueño. Viajé muchas horas con mi cercenador asustado y con dudas.
Hacía meses que el gobierno anunciaba grandes sumas por mi cuerpo completo o
por mis partes o por información que condujera a matar el cuerpo, mutilar sus
partes. Con la nevera colgada a su equipo de campaña, mi cazador acariciaba,
con su mano viva la de su novia que lo acompañó a fusilar también a Andrea, mi enamorada.
En
pocas horas me necrosaré. Sabios forenses y dactiloscopistas encontrarán en la
registraduría el nombre del ciudadano al que pertenece el miembro solitario. Anotarán:
mano derecha de Manuel de Jesús Ortiz, conocido como Iván Ríos. También se dice
llamar José Juvenal Velandia.
Mi
índice, que apretó tantas veces el gatillo de la r15 y la ak 47,
en el nerviosismo del combate, se despelleja en el agua que se entibia dentro
de la nevera.
Como
en la guerra hay compradores y vendedores, triunfadores y vencidos, seré una
mano famosa cuando me exhiban en la televisión y busquen el resto de mi
humanidad. Al vendedor lo mostrarán como colaborador de paz y a los
compradores, como héroes.
Mi justiciero
no podrá hacer el trueque de mis dedos por los millones de dólares con los que
soñó en largas caminatas por las montañas, tendrá que llenar formas y papeles
y, mientras tanto, estará en prisión con chaleco blindado; sospecha que lo
buscarán para matarlo. Tiene el presentimiento de que el gobierno lo timará.
Soy
una mano derecha desmembrada, quizá la más costosa de las que figuran en listas
de recompensas. Los sepultureros no me devolverán a la tierra y los
coleccionistas, taxidermistas y embalsamadores, ofrecerán gratis sus servicios
para no pudrirme. Sacarán moldes, réplicas en arcilla y polietileno.
Posiblemente a un artesano se le ocurra tallar una mano en cacho de toro o
carey de morrocoy con mis iniciales para venderla como llavero en pueblos de cordillera,
llanuras o en las selvas de Colombia.
Como
saben que una mano cercenada vale menos que una cabeza cercenada, condicionan a
mi verdugo para que entregue el cráneo impactado. Él da las coordenadas, pide cumplimiento de
los acuerdos, que matar un jefe no es tan fácil como bombardear desde el avión
fantasma. Un hombre puede vivir y seguir en la guerra sin una mano pero no con
un disparo en medio de las cejas.
Cuando
traen a mi comandante semiputrefacto en la bolsa blanca, paso a un segundo
lugar y me doy cuenta de que estoy destinada a la desmemoria entre un frasco
con formol. Soy una mano olvidada en los archivos de nuestras guerras.
[1] Refiere hechos ocurridos en Sonsón, Antioquia, Colombia
el 3 de marzo de 2008.
Pertenece al libro Los velos de la memoria, 2014.
Pertenece al libro Los velos de la memoria, 2014.
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