5 de agosto de 2019

CUENTOS de Jorge Eliécer Pardo: LA MANO


La mano[1]


Soy una mano derecha amputada. El dueño de mi cuerpo está muerto como yo. A pesar de que entré con vida a la nevera de icopor, mi verdugo no quiere que llegue a mi último destino, descompuesta. En cubos de hielo mis huellas permanecen intactas, ranuras estampadas en cuadros del papel, cuando me reseñaron, antes de ser guerrillero.

No alcancé a defenderme del traidor que disparó a quemarropa y mansalva en la frente de mi dueño. Viajé muchas horas con mi cercenador asustado y con dudas. Hacía meses que el gobierno anunciaba grandes sumas por mi cuerpo completo o por mis partes o por información que condujera a matar el cuerpo, mutilar sus partes. Con la nevera colgada a su equipo de campaña, mi cazador acariciaba, con su mano viva la de su novia que lo acompañó a fusilar también a Andrea, mi enamorada.

En pocas horas me necrosaré. Sabios forenses y dactiloscopistas encontrarán en la registraduría el nombre del ciudadano al que pertenece el miembro solitario. Anotarán: mano derecha de Manuel de Jesús Ortiz, conocido como Iván Ríos. También se dice llamar José Juvenal Velandia.

Mi índice, que apretó tantas veces el gatillo de la r15 y la ak 47, en el nerviosismo del combate, se despelleja en el agua que se entibia dentro de la nevera.

Como en la guerra hay compradores y vendedores, triunfadores y vencidos, seré una mano famosa cuando me exhiban en la televisión y busquen el resto de mi humanidad. Al vendedor lo mostrarán como colaborador de paz y a los compradores, como héroes.

Mi justiciero no podrá hacer el trueque de mis dedos por los millones de dólares con los que soñó en largas caminatas por las montañas, tendrá que llenar formas y papeles y, mientras tanto, estará en prisión con chaleco blindado; sospecha que lo buscarán para matarlo. Tiene el presentimiento de que el gobierno lo timará.

Soy una mano derecha desmembrada, quizá la más costosa de las que figuran en listas de recompensas. Los sepultureros no me devolverán a la tierra y los coleccionistas, taxidermistas y embalsamadores, ofrecerán gratis sus servicios para no pudrirme. Sacarán moldes, réplicas en arcilla y polietileno. Posiblemente a un artesano se le ocurra tallar una mano en cacho de toro o carey de morrocoy con mis iniciales para venderla como llavero en pueblos de cordillera, llanuras o en las selvas de Colombia.

Como saben que una mano cercenada vale menos que una cabeza cercenada, condicionan a mi verdugo para que entregue el cráneo impactado.  Él da las coordenadas, pide cumplimiento de los acuerdos, que matar un jefe no es tan fácil como bombardear desde el avión fantasma. Un hombre puede vivir y seguir en la guerra sin una mano pero no con un disparo en medio de las cejas.

Cuando traen a mi comandante semiputrefacto en la bolsa blanca, paso a un segundo lugar y me doy cuenta de que estoy destinada a la desmemoria entre un frasco con formol. Soy una mano olvidada en los archivos de nuestras guerras.




[1] Refiere hechos ocurridos en Sonsón, Antioquia, Colombia el 3 de marzo de 2008.
Pertenece al libro Los velos de la memoria, 2014.

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