15 de julio de 2019

ENSAYO: Cuentística de Jorge Eliécer Pardo. Por tres investigadores de la Universidad del Tolima


en la cuentística de Jorge Eliécer Pardo Rodríguez[1]

 Por

Jorge Ladino Gaitán Bayona


Leonardo Monroy Zuluaga


Nelson Romero Guzmán



Preámbulo: el autor y su obra

Peligroso a nivel narrativo incorporar el lenguaje poético sin afectar la atmósfera del relato y sin caer en expresiones ornamentales que afecten el pacto ficcional. Frases posibles y bellas en el contexto de un poema a veces resultan pomposas, dulzonas y disonantes al ser llevadas a cuentos y novelas. Piénsese, por ejemplo, en la escritora nicaragüense Gioconda Belli —referente obligado en la lírica erótica latinoamericana— en una novela como El país de las mujeres (2010); el ritmo del relato y la verosimilitud se afectan cuando la autora pone en boca de sus personajes versos de sus poemarios. Los recursos poéticos en un texto narrativo operan de otra forma, lucen como exigencias de la propia ficción es determinadas escenas o diálogos. Un buen escritor de ficciones aprende de su oficio literario cuándo su historia gana en intensidad y tensión con determinado recurso poético. Este último es el caso de Jorge Eliécer Pardo en sus libros de cuentos La octava puerta (1985), Las pequeñas batallas (1997), Amores digitales (2004) y Los velos de la memoria (2014).
Jorge Eliécer Pardo, exposición de Los velos de la memoria, Museo de arte moderno del Tolima. Ibagué, 2014

Jorge Eliécer Pardo (Líbano, Tolima, 1950) publica en 1973 Las primeras palabras, en coautoría con su hermano Carlos Orlando Pardo. En el libro figuran ocho relatos (cuatro por cada escritor). En ellos hay atisbos valiosos de la propuesta estética que madurará posteriormente Jorge Eliécer Pardo: abordar el amor, la sexualidad y las vidas privadas en conexión con el devenir histórico de Colombia. Sus cuentos -incluidos en diferentes antologías y algunos ganadores de premios departamentales y nacionales- son recogidos en Transeúntes del siglo XX (2007) y Cuentos, antología personal (2014). De su trayectoria como escritor —con varios textos traducidos al inglés, francés, alemán, entre otros— se encuentran siete novelas: El jardín de las Weismann (1979); Irene (1986); Seis hombres, una mujer (1992); El pianista que llegó de Hamburgo (2012); La baronesa del circo Atayde (2015); Trashumantes de la guerra perdida (2017); y La última tarde del caudillo (2018). Uno de los cuentos de La octava puerta es llevado a libro ilustrado: Una vez el mar (1996), con ilustraciones de Carlos Penagos Valencia. A nivel de poesía aparece en 1985 el libro Entre calles y aromas. En crónicas y perfiles figura Protagonistas de la Orinoquia, siglo XX; libro en el cual es director de un equipo de redacción. En investigación literaria tiene dos libros: Siglo de Oro de la literatura española (1985, acompañado de Antología del Siglo de Oro de la literatura española); y Vida y obra de Héctor Sánchez (1987).
Su labor como crítico literario —los dos libros mencionados, múltiples ensayos, reseñas y artículos— es posible gracias al conocimiento de la tradición literaria que demanda el oficio artístico y a su formación académica: licenciatura en español e inglés de la Universidad del Tolima; doctorado en literatura de la Universidad Javeriana. Ha sido periodista cultural (en prensa y televisión), docente y director de talleres de creación literaria en las universidades La Sabana, Pedagógica y Javeriana. Como narrador y crítico literario tiene la convicción de que los textos narrativos pueden dar cuenta de los contextos históricos sin descuidar los valores artísticos. Al respecto, señala en “Mi oficio de cuentista” (perteneciente a Cuentos, antología personal): “La conflagración interna ha dejado en el país más de medio millón de cadáveres desde la segunda mitad del siglo XX a nuestros días. No son testimonios, ni denuncias, tampoco crónicas de confrontaciones bélicas. Son narraciones de la memoria” (2014, p. 8). Justamente como “zurcidor de la memoria” (p. 8) se declara Jorge Eliécer Pardo al repensar su periplo estético, “convencido de que la literatura alivia los grandes dolores que ocasiona la guerra: que el arte ayuda a cicatrizar, sin olvidar” (p. 8).

Poesía y memoria son los ejes elegidos para aproximarse estética e ideológicamente a algunos cuentos destacados del escritor tolimense Jorge Eliécer Pardo Rodríguez. El corpus de estudio son cuatro cuentos publicados entre 1985 y 2008: “Otra vez el chasquido de las botas”, “Rockola”, “El abrigo” y “Sin nombres, ni rostros, ni rastros”. El primero figura en La octava puerta (1985). El segundo en Las pequeñas batallas (1997). El tercero en Amores digitales (2004). El cuarto, si bien hace parte de Los velos de la memoria (2014), fue publicado en varias revistas desde 2008. Aparece también en Cuentos para no olvidar (2009), libro donde se recogen los cuentos ganadores y finalistas del Premio Nacional de Cuento sobre Desaparición Forzada en 2008. “Sin nombres, ni rostros, ni rastros” fue incluido también en Cuentos del Tolima, antología crítica (2011), libro del Grupo de Investigación en Literatura del Tolima, donde se recopilan y estudian dieciséis cuentos ganadores de primeros puestos en premios nacionales e internacionales.
Zurcir la memoria con hilos de la poesía
En su libro En busca del futuro perdido, cultura y memoria en tiempos de globalización (2001), el pensador alemán Andreas Huyssen afirma que actualmente la memoria “es una obsesión cultural de monumentales proporciones” (p. 20). Ella capta la atención de filósofos, escritores, cineastas, neurobiólogos, psicólogos sociales, entre otros. Ese ámbito de obsesión no es asunto exclusivo de Europa. En diversas latitudes, los países confrontan su historia y revisitan traumas del pasado: los países latinoamericanos tornan sus ojos hacia sus Independencias, guerras y dictaduras militares; Sudáfrica indaga los crímenes durante el Apartheid; el pueblo Judío, la propia Alemania y Occidente cuestionan el Holocausto. Adicionalmente se encuentra la tendencia a la musealización y un mercadeo masivo de la memoria. Los medios de comunicación saben que “el pasado vende mejor que el futuro” (p. 27). De ahí, por ejemplo, el éxito de series y películas que recrean biografías de asesinos, narcotraficantes e, incluso, personajes de la música y la farándula. Ante el peligro de escamotear la memoria cuando esta se reduce al entretenimiento, queda siempre la posibilidad de que la literatura asuma el pasado y la historia con rigor ético y estético. Es ahí cuando toman relevancia la Nueva Novela Histórica, los relatos donde se presenta la metaficción historiográfica, las autoficciones, entre otras posibilidades.
Quizás, en un buen cuento o una aguda novela, los muertos y las heridas de un país se sientan más allá de la sangre y las lágrimas. Importen por la forma como el narrador explore los estragos, melancolías y dramas heredados a los sobrevivientes. Inevitable es pensar en la vigencia del planteamiento de Gabriel García Márquez en “Dos o tres cosas sobre la novela de la Violencia”, publicado originalmente el 9 de octubre de 1959: no reducir la ficción al “inventario de muertos” (1992, p. 647), entender que la historia no está “en los muertos de tripas sacadas, sino en los vivos que debieron sudar hielo en su escondite” (p. 647). Desde esta vía toman sentido y altura estética varios relatos de Jorge Eliécer Pardo Rodríguez. El narrador entiende que su palabra, a semejanza de la aguja de una experimentada costurera, debe zurcir con cuidado, tranquilidad y talento la memoria y la ficción, ambas derivan en un solo tejido, cuyos hilos pueden admitir la poesía.
“Otra vez el chasquido de las botas”
En 1985 la Biblioteca de Autores Colombianos de la Editorial Oveja Negra lanza el volumen número 61, correspondiente al libro La octava puerta, de Jorge Eliécer Pardo Rodríguez, conformado por veinte textos narrativos entre cuentos y minicuentos. Para la segunda edición, publicada por Pijao Editores en 1986, el autor agrega cinco relatos inéditos. En los cuentos de La octava puerta se evidencia oficio literario, la capacidad del escritor de construir historias altamente evocadoras, de refigurar la violencia en Colombia, pero también de experimentar con elementos fantásticos que otorgan un carácter de misterio a lo narrado, como se evidencia, por ejemplo, en “Una vez el mar”, “Pasajero de sueños” y “La octava puerta”. Este último relato, cuyo nombre da título al libro, reescribe con acierto varias de las obsesiones temáticas de Jorge Luis Borges e imagina cómo, mientras los familiares acompañan al escritor argentino en sus últimos momentos, él violenta lógicas y realidades, a semejanza de los habitantes de Tlön, Uqbar, Orbis Tertius. Borges observa de lejos su cuerpo moribundo y disfruta el amor carnal con una mujer misteriosa (Lilit), quien lo acompaña a disfrutar de mundos insospechados a través de ocho puertas, la última de ellas la eternidad. El juego de ficcionalizar la muerte de un escritor con un lenguaje poético también está presente en “Gotas amargas”, cuyo protagonista es José Asunción Silva. Ambos relatos, junto a los cuentos de Hijos del fuego, del tolimense César Pérez Pinzón (2003), son parte de un canon primordial en la cuentística colombiana a la hora de pensar en cuentos bien logrados sobre las muertes de autores canónicos. “La octava puerta” y “Gotas amargas” son antecedentes valiosos de lo configurado a nivel de propuesta estética por César Pérez en el libro mencionado, ganador del Premio Nacional de Cuento Ciudad de Bogotá 2003: ir más allá de lo biográfico y nutrirse de los universos de los artistas elegidos para ficcionalizar los últimos momentos de vida de Joseph Conrad, François Villon, Thomas de Quincey, Gayo Plinio Segundo (Plinio, el viejo), Gérard de Nerval, Christopher Marlowe, Friedrich Hölderlin,  Dante Alighieri, Li Po y Charles Baudelaire.

“Otra vez el chasquido de las botas” es uno de los cuentos de La octava puerta. En solo tres páginas instaura la zozobra de una familia en una zona roja de Colombia. El protagonista es un sepulturero, a quien acompañan su esposa e hijos. Tiene un revólver pero no lo usa. Aunque en el pueblo hayan ocurrido hechos atroces que justificarían el uso de la violencia para protegerse o tomar venganza, en él prima una ética particular y una visión sagrada de su oficio: devolver los muertos a la tierra, ofrendarles ese mínimo rito así sean los asesinados. No abandona su casa, su labor, por más que la esposa intente convencerlo de huir con los hijos a otro sitio:
él sí había pensado marchar, abandonarlo todo, la casa, la misma de sus padres, el cementerio con gladiolos y azucenas donde lloró a sus familiares, pero se arrepentía casi gritando, ¡aquí nací, aquí me quedo! Había heredado el oficio de sepulturero pero no el de asesino, decía a su mujer cuando lo obligaban entradas las noches a enterrar desconocidos antes de que inventaran lo del río, antes de que la espuma de la cañada y la desnudez de los cuerpos salpicaran en medio de la voz de Peñaranda: “¡Estos hijueputas ni tierra merecen!” (Pardo Rodríguez, 1986, p. 97).
Desplazarse forzosamente es otra forma de muerte: “partir es morir un poco”, indica la sabiduría popular. Cualquier exilio, interno o externo, es “la grieta imposible de cicatrizar impuesta entre un ser humano y su lugar natal, entre el yo y su verdadero hogar: nunca se puede superar su esencial tristeza” (Said, 2005, p. 179). Frente a la tristeza esencial quizás resulte preferible convivir con el miedo y esperar que los bandos en conflicto, más allá de amenazas, no hagan daño a los suyos porque su familia es inocente. El protagonista entiende que una persona es parte de la tierra donde están sus muertos, su pasado, su historia, máxime si su oficio es sepulturero y está enseñado a velar por el descanso eterno de las almas. El pasaje menciona también la desaparición forzada: cuerpos desconocidos que él debía enterrar bajo amenaza en horas sin testigos. Las víctimas tenían, al menos, el privilegio del ritual de tierra sobre sus restos, a diferencia de muchos que, años después, bajarían por los ríos para escarnio de la población civil (aspecto recreado también por Jorge Eliécer Pardo en un cuento posterior, “Sin nombres, ni rostros, ni rastros”). Peñaranda corresponde a una autoridad militar en el municipio, el sargento coordina catorce hombres, cuyas acciones, en lugar de proteger a los civiles, están del lado de la represión, el asesinato y la tortura psicológica porque en cada campesino sospechan un colaborador de los revolucionarios:
Ya estaban de espaldas cuando volvió a contarlos con el mismo temor, con el sueño ido desde hacía muchas noches; les vio el uniforme, el escudo del gobierno, las municiones en las bandoleras cruzadas, el pelo recortado y ese sonido que se metía por los oídos martirizándole el cerebro como una herida que va desangrando la existencia, ese hundir y sacar seguido de las botas negras, las botas pesadas, las botas que producían una música de mal agüero y que continuaban su camino sin que nadie las detuviera (Pardo Rodríguez, 1986, p. 96).
El relato es intenso por su economía verbal. El lenguaje se ajusta a la escena narrada para no desviar la atención del tema significativo: el miedo “el hijo bastardo de la violencia” (Roca, 2007, p. 27). Con suma precisión el narrador focaliza la angustia del protagonista. Sus sentidos están a flor de piel, siente el chasquido de las botas de los armados, cuyo sonido se repite en las noches desestabilizando el espíritu. La recreación de la angustia vital de quienes habitan una zona roja está en la analogía poética: sonidos de botas como música siniestra- y las posibilidades de la hipérbole: el chasquido de las botas se hace oír con tanta fuerza que parece arma de tortura, “martirizándole el cerebro como una herida que va desangrando la existencia” (p. 96).
Olver Gilberto de León: Antología de cuento latinoamericano. Colombia: Gabriel García Márquez, Manuel Mejía Vallejo y Jorge Eliécer Pardo. 1993. Cuento: Encore le bruit des bottes, Traduit par Collette Yvergniaux.

La violencia está todo el tiempo en la atmósfera del relato, en “el ambiente de terror” (García Márquez, 1992, p. 648) y “los vivos que debieron sudar hielo en su escondite” (, p. 647). Si bien se narra el recuerdo del protagonista de su obligación de enterrar gente desconocida que -se insinúa- ha sido torturada y asesinada, en el presente del relato no ocurre ninguna acción macabra. Los muertos se deslizan en los recuerdos. La sola presencia de los uniformados del gobierno y la zozobra provocada por el sonido de sus botas son suficientes para generar el “secuestro momentáneo del lector” (Cortázar, 1971, p. 411). Se explora ficcionalmente cómo quedan los sobrevivientes y no se cae en el lugar común de describir mutilaciones o masacres. Ahí reside la fuerza del cuento de Jorge Eliécer Pardo: su pulso narrativo y poético ahonda en la psiquis de un vivo que entierra muertos; ama su familia, pero también la tierra donde nació y están los restos de sus antepasados; un ser humano que se niega a ser violento y sobre quien recaen la intimidación, la coerción, el miedo. El personaje dispone de un arma pero no la usa, sabe que su relación con la muerte es desde la condición de sepulturero, no de asesino. De ahí el esmero en su trabajo y su resistencia moral contra toda posibilidad de venganza. En este aspecto ético, el cuento se hermana con otros relatos destacados de la literatura colombiana: “Espuma y nada más” (perteneciente a Cenizas para el viento y otras historias, 1950), de Hernando Téllez; y “Un día de estos” (Los funerales de la Mamá Grande, 1962), de Gabriel García Márquez.
“Rockola”
“Rockola” es uno de los veinte relatos de Las pequeñas batallas (1997). El amor, el erotismo, la vida en pareja, las tensiones de la vida familiar y la evocación de tiempos de la Violencia son los temas recurrentes. Cada relato tiene su respectiva configuración del suspenso y un final verosímil. Pero entre uno y otro hay puntos de encuentro: un apartamento como escenario recurrente de las acciones contadas; personajes que se evocan al inicio y en otra historia aparecen; unos esposos como protagonistas principales. Se desafían las convenciones que sitúan la ficción en géneros o modalidades específicas. El escritor -deudor únicamente de su vocación, su ética y estética con la literatura- construye su(s) universo(s) narrativo(s) sin pensar en las etiquetas con las que bauticen sus creaciones. Al respecto, Luis Javier Morales advierte en la contracarátula: “Las pequeñas batallas pueden leerse como un texto de relatos o como una novela tejida por capítulos-cuentos” (1997). Atendiendo a esta viabilidad y sin negar que el texto narrativo pueda leerse como una novela, se elige en este texto crítico la opción de valorarlo como libro de cuentos.
Volumen de cuentos completos en la colección Maestros Contemporáneos. Pijao Editores, 2014.

En apariencia, el asunto argumental de “Rockola” es cotidiano: la llegada de una rockola a un apartamento; los nuevos dueños, unos esposos, anhelaban el viejo artefacto musical más allá de reproches de la suegra del protagonista y quejas de los residentes del edificio por el alto sonido en la noche. No obstante, el tema se vuelve excepcional por el tratamiento artístico y la manera de ligar la memoria musical y afectiva del protagonista masculino con la memoria colectiva: el miedo y los enfrentamientos de conservadores y liberales durante el periodo conocido como la Violencia. El relato se torna significativo al desbordar la anécdota inicial. Lo que parecía un “vulgar episodio doméstico” (Cortázar, 1971, p. 407) se convierte en “el resumen implacable de una cierta condición humana o en el símbolo quemante de un orden social o histórico” (p. 407). Justamente en el plano simbólico toma protagonismo la rockola. Deja de ser un útil solo para reproducir canciones y se convierte en piedra angular de la memoria. En ella están inscritas múltiples historias de amor, pero también de crímenes y devastaciones. No es gratuita la indicación al inicio del texto narrativo: “la rockola genuina del cuarenta y ocho” (Pardo Rodríguez, 1997, p. 24).
La rockola en el cuento data de un año donde se quiebra en dos la historia de Colombia del siglo XX. El magnicidio de Jorge Eliécer Gaitán el 9 de abril de 1948. Una fecha fatídica porque con el asesinato de Gaitán se mantuvo el “orden social” imperante desde el siglo XIX, ese que no permite tocar los privilegios de la élite y la estructura exclusiva y excluyente del Estado:
El 9 de abril fue la fecha más aciaga del siglo para Colombia. No porque en ella, como lo pretenden los viejos poderes, se haya roto la continuidad de nuestro orden social, sino porque ese día se confirmó de un modo dramático. La estructura del movimiento gaitanista, con su sujeción a la figura y el pensamiento del caudillo, permitió la desmembración y la disolución de aquella aventura en la que se cifraba el porvenir del país. Gaitán tenía clara la necesidad de un proyecto nacional donde cupiera el país entero (…) Pero esa claridad lo llevó a enfrentarse ingenuamente, es decir, de un modo valeroso, sincero y desarmado, a esa clase dirigente que se lucraba de la miseria nacional y que despreciaba profundamente todo lo que no cupiera en su mezquina órbita de privilegios. Una casta de mestizos con fortuna que nunca había intentado ser colombiana, ni identificarse con nuestra geografía, con nuestra naturaleza, con nuestra población; que continuamente se avergonzaba, como sigue haciéndolo hoy, de este mundo tan poco parecido al idolatrado mundo europeo (Ospina, 1997, p.p. 65-66).
Tras el asesinato de Gaitán, la capital colombiana fue escenario de protestas, robos, destrucciones de locales y las muertes de 3000 personas. Es El Bogotazo. El nueve de abril de 1948 opera como acta de nacimiento de una violencia extendida por todo el territorio nacional dejando más de 300.000 muertos entre 1948 y 1964. Lo peor del caso es que, tras el asesinato de Gaitán, los jerarcas de los partidos tradicionales, temerosos de una revolución, astuta y maquiavélicamente atizaron odios políticos para dividir a la población y ponerla en guerra:
Advertidos del peligro de un movimiento popular, los partidos políticos tradicionales se lanzaron a la reconquista de sus huestes y se esforzaron por contrarrestar los efectos del discurso de Gaitán. Para ello radicalizaron su lenguaje partidista, magnificaron una maraña de diferencias retóricas entre los dos partidos, y utilizando todos los recursos y todos los medios de influencia, fanatizaron a la ingenua población campesina (…) Gentes humildes que se habían conocido toda la vida, que se habían criado juntas, se vieron de pronto conminadas a responder a viejos odios insepultos, y sin saber cómo, sin saber por qué, sin el menor beneficio, se dejaron arrastrar por el increíble poder de la retórica facciosa que los bombardeaba desde las tribunas, desde los púlpitos y desde los grandes medios de comunicación, y la carnicería comenzó (Ospina, 1997, p. 69).
De esta guerra civil a la que la historia procura restar su dimensión bajo el eufemismo de La Violencia (1948-1964) quedaron múltiples conflictos que cambiaron la configuración de campos y ciudades. Mientras los dirigentes políticos que promovieron el enfrentamiento no vieron afectados con el tiempo sus curules, puestos y privilegios, miles de campesinos perdieron tierras y en las grandes urbes se crearon cinturones de miseria con los desterrados provenientes del campo. Adicional al despojo, la muerte y el hambre generalizada, pervivirían en los sobrevivientes recuerdos angustiosos de la sevicia a la que llegó un país cuando enfrentó por el rojo y el azul a sus propios nacionales.
Los fragores de la guerra, las implicaciones del asesinato del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán, la Violencia y la impotencia de ciudadanos ajenos a las armas y los odios políticos están grabados en la rockola del cuento de Jorge Eliécer Pardo. Ella es portadora de canciones y recuerdos. Cuando el protagonista la roza con sus dedos, lo asaltan imágenes del presente y rememoraciones diversas: su fijación por una mujer, Jacqueline, tras sus visitas a burdeles; los violentos irrumpiendo a cualquier hora sin distinción de sitio. La rockola es, en cierta forma, una suerte de aleph borgesiano que le permite ver y sentir cosas del presente y del pasado: “Toco el corazón de Rockola… percibo vibraciones en mi mano, la respiración de Mi Mujer en mi cuello, el murmullo de los amigos… los ojos de Jacqueline, marchitos, tras el maquillaje de la muerte… los hombres armados, sombrero de fieltro, zapatos combinados, entran por la ventana y nos disparan” (Pardo Rodríguez, 1997, p. 32).
“La rockola” también urde su intertextualidad con la música latinoamericana y la historia de Colombia. El amor y las primeras manifestaciones del deseo se evocan al son de Celia Cruz, La Sonora Matancera, Los Panchos, entre otros. Quien canta -un narrador protagonista- cuenta a la vez su historia personal en medio de las tensiones y enfrentamientos entre liberales y conservadores: la frustración de recordar su primera visita a un prostíbulo y la partida de la chica que le gustaba con un “hombre armado, sombrero de fieltro, zapatos combinados, que la esperaba en la puerta del bar. No supe más de ella. ¿Cómo no rescatarla en el vidrio curvo de Rockola?” (p. 29).
Llama la atención la forma como el protagonista denomina a su aparato musical: Rockola, sin artículo previo al sustantivo. Es decir, no la vislumbra en la condición de objeto, sino de mujer. Por eso habla del corazón de la rockola y cuando esta deja de funcionar correctamente la compadece y piensa en condición de enfermedad: “Son las tres de la mañana. Rockola empieza a toser como si padeciera bronquitis rockolar…echa humo por el vientre…todos se alarman…ha dejado de sonar… está muriendo. Le digo a mi mujer que llame con urgencia al médico de rockolas” (p. 32). En dichos pasajes se evidencia que el escritor, en aras de plantear cuestiones incómodas frente al pasado nacional, nunca olvida la configuración de la propuesta estética. Esta se sustenta en el manejo acertado de la prosopopeya o personificación, un recurso poético astutamente incorporado a la ficción para animar lo inanimado, darle atributos humanos a un objeto.
“El abrigo”
“El abrigo” es uno de cuatro cuentos de Jorge Eliécer Pardo en el libro Amores digitales (2004). Los viajes, deseos reprimidos de hombres solitarios y vacíos de seres que únicamente hacen el amor a nivel virtual son temas de este libro corto. “El abrigo” es la historia de un periodista cultural a quien roban en una fría noche bogotana. Sobre su origen, el escritor confiesa en “Mi oficio de cuentista”: “narro cómo sufrí un atraco, conocido como paseo millonario” (2014, p. 17). Con relación a las ficciones surgidas de hechos vivenciados por un autor, Mario Vargas Llosa resalta en Cartas a un joven novelista que, en dichos casos, el escritor es como “el catoblepas, ese mítico animal que se le aparece a San Antonio en la novela de Flaubert (La tentación de San Antonio). El catoblepas es una imposible criatura que se devora a sí misma, empezando por sus pies” (1998, p. 23). No obstante, lo fundamental es que entre la causa o embrión de la historia y el texto publicado haya un riguroso proceso creativo para generar un relato de carácter universal, no meramente biográfico.
Narrar es efectuar un “striptease invertido” (Vargas Llosa, 1998, p. 22). El escritor “iría vistiendo, disimulando bajo espesas y multicolores prendas forjadas por su imaginación aquella desnudez inicial, punto de partida del espectáculo” (p. 22). Al final del proceso, “ni el propio autor es capaz de identificar en el producto terminado esa exuberante demostración de su capacidad para inventar personas y mundos imaginarios, aquellas imágenes agazapadas en su memoria –impuestas por la vida- que activaron su fantasía, alentaron su voluntad y lo indujeron a pergeñar aquella historia (p. 22). Entre la “desnudez inicial” (p. 23) -el robo sufrido por Jorge Eliécer Pardo- y el cuento “El abrigo” están las experimentaciones formales y transformaciones hechas por la imaginación del autor: no contar la historia en primera persona, sino en tercera; omitir el nombre del protagonista para que la acción recreada pueda funcionar como un espejo en el cual se vean reflejados muchos colombianos; complejizar el tejido narrativo y proyectar varios finales para que el lector escoja uno.
El pacto ficcional entre el lector y “El abrigo” no se quiebra por el alto nivel de apertura al final del relato. El carácter abierto lo da la narración de pesadillas en la víctima tras sufrir el atraco: “De las cinco pesadillas una se cumpliría” (Pardo Rodríguez, 2004, p. 19). El abrigo tenía un valor emotivo y simbólico para el protagonista, por encima de otras pertenencias robadas por dos hombres que abruptamente subieron al taxi y perpetraron el delito. Con el abrigo y la posibilidad de recuperarlo sueña y delira durante varias noches el protagonista. Lo extraño, pesadillesco y casi kafkiano cobra sentido por tratarse de un cuento que se alimenta de la historia de Colombia, su inseguridad, la falta de justicia y el cinismo de los criminales. Uno de los ladrones en el cuento confiesa al periodista cultural que él estudió danzas en la Escuela del Distrito, le refiere los ritmos bailados, justifica su accionar por la falta de empleo y al final del atraco le dice con absurda gentileza: “Déjeme el gavancito como un regalo especial” (p. 16).
Antología de cuentos. Editorial Caza de Libros, Ibagué, 2017.

El narrador incrementa la tensión durante el cuento. Los nervios y expectativa del lector están atentos al desespero del periodista cultural mientras es robado y paseado por la ciudad en busca de un cajero automático para apropiarse de su dinero. Se siente la angustia vital de la víctima, el miedo, la humillación y el dolor de su cuerpo ante la incómoda posición ordenada por los atracadores para que no observe sus rostros. Los diálogos son verosímiles y dan dinamismo al relato. Son altamente visibles las acciones narradas y los pensamientos en la mente del protagonista: “Por única vez reflexionó la muerte. Había escuchado y leído en los periódicos historias de NNs encontrados en potreros, desnudos, violentados. Otros deambulaban por la ciudad perdidos en las nebulosas de la escopolamina” (Pardo Rodríguez, 2004, p. 13).
“País del papayo y la trampa” (Pardo Rodríguez, 2004, p. 8) argumentaban una y otra vez los colegas del periodista cultural cuando él cuestionaba la falta de ética y estética en el periodismo colombiano. El cuento se nutre, justamente, del malestar moral por la existencia de una cultura del delito en Colombia donde muchos -estén el margen de la ley o no- justifican la deshonestidad de su accionar con eufemismos y argumentos rebuscados, a tal punto que los culpables no son quienes violentan las normas, sino las víctimas que pecan de inocencia y “dan papaya”. “El impacto y el dolor de una pesadilla puede ser mucho mayor que el de un puñetazo” (2004, p. 86) señala el escritor norteamericano John Katzenbach en El psicoanalista. He ahí el sentido de narrar pesadillas en “El abrigo”, como insinuando que en Colombia lo anómalo se acepta como normal, lo absurdo se torna posible. El cierre del relato, en su complejidad y variables, son parte de una estética del sacudimiento donde el escritor sugiere al lector su dolor de patria y su visión crítica frente al contexto histórico.
“Sin nombres, ni rostros, ni rastros”
“Sin nombres, ni rostros, ni rastros” ganó Premio Nacional de Cuento sobre Desaparición Forzada en 2008. Fue organizado por la Comisión Nacional de Búsqueda de Personas Desaparecidas, la Defensoría del Pueblo, el Instituto Pensar, la Fundación Dos Mundos y la Pontificia Universidad Javeriana. El eje temático del premio, en el cual participaron 427 cuentos, es un llamado a que los escritores aborden desde la narrativa una de las prácticas criminales más espantosas en la historia de Colombia y del continente. El delito en Latinoamérica y otras latitudes tiene una antigua tradición; no obstante, el nombre exacto, la tipificación del crimen, la descripción penal y el establecimiento de medidas jurídicas a nivel internacional son de décadas recientes. Para la ONU, la desaparición forzada es un crimen de Estado; se da un ataque sistemático contra la población civil, se retienen clandestinamente opositores políticos, se asesinan y ocultan sus cuerpos. De acuerdo con el Observatorio de Derechos Humanos y Derecho Humanitario en el libro Desapariciones Forzadas en Colombia, en busca de la justicia, estos son los antecedentes validados por organismos internacionales:
Los antecedentes de la desaparición forzada se remontan a la Segunda Guerra Mundial, cuando en 1941 Hitler ordenó a través del decreto conocido como Noche y Niebla, el envío a Alemania de los oponente políticos al régimen nazi en los territorios ocupados. Los prisioneros tomados en aplicación del decreto eran deportados de manera oculta, sin que se conservase registro de la captura, a campos de concentración específicos, en donde eran ejecutados de manera secreta.
En América Latina, la desaparición forzada se extendió a mediados de los setentas durante las dictaduras del cono sur, que la utilizaron de manera sistemática para eliminar a la oposición política. Luego del golpe militar en contra de Salvador Allende en Chile, el número de denuncias sobre desapariciones forzadas aumentó exponencialmente, lo cual motivó que organismos internacionales como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y el Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, impulsaran la admisión y reconocimiento de este crimen a nivel internacional. Así, en diciembre de 1978 la Asamblea General de las Naciones Unidas adoptó la resolución 33/173 que por primera vez hizo mención al tema de los desaparecidos (2012, p. 7-8).
        
Los velos de Jorge Eliécer Pardo en la Guajira.
     
De la década del setenta es también el primer caso de desaparición forzada en Colombia durante el gobierno del liberal Alfonso López Michelsen. El 9 de septiembre de 1977 fue detenida en Barranquilla Omaira Montoya Henao, quien estaba con su compañero Mauricio Trujillo Uribe. La detención estuvo a cargo del F2, servicio secreto de la policía. En el interrogatorio fueron torturados, “luego fueron separados y desde entonces no se tiene noticia sobre el paradero de Omaira. Ese caso inauguró la práctica sistemática de las desapariciones forzadas como mecanismo para perseguir la oposición política” (p. 8). En Colombia, en todo caso, los marcos legales y jurídicos al tipificar la desaparición forzada no solo la contemplan como crimen de Estado. Amparados en la Constitución de 1991 y la sentencia C-317 de la Corte Institucional, los jueces pueden condenar por desaparición forzada a cualquiera que retenga ilegalmente a otra persona, la asesine y oculte el cuerpo. Al respecto, “según la Corte, la consagración constitucional es más garantista que los instrumentos internacionales, toda vez que un acto de desaparición puede ser cometido tanto por agentes del Estado como por particulares” (Comisión de Búsqueda de Personas Desaparecidas, 2010, p. 47).
La desaparición forzada en Colombia es un delito que puede ser cometido por el Estado, cualquier bando en conflicto o particular. Este aspecto cobra relevancia al pensarse en el cuento “Sin nombres, ni rostros, ni rastros”, de Jorge Eliécer Pardo Rodríguez. En el relato, los instrumentos de la muerte mencionados por el narrador anuncian al lector los responsables del horror: “A los aterrorizados les tenemos más amor y consideración porque uno nunca sabe cómo es ese momento de la tortura lenta y cómo enfrentaron las motosierras, las metralletas, los cilindros bomba” (2011, p. 354). Las autodefensas Unidas de Colombia, el ejército colombiano y la guerrilla son aludidas en el orden de la enumeración. La ficción, sin descuidar su andamiaje narrativo, atmósfera y cuidado por el lenguaje, tiene hilos con la historia de Colombia en las últimas décadas. La voz enunciativa corresponde a un narrador protagonista que, en este caso, es una madre. Ella y otras mujeres recogen de un río fragmentos de cuerpos mutilados para cocerlos, darles sepultura y llorarlos como si fueran sus propios muertos. Cada cuerpo salvado del olvido y la corriente es la suma de otros, como una suerte de Frankenstein. Las mujeres tejedoras de cuerpos proyectan en ellos a sus esposos, hijos y hermanos:
A muchos de los que nos regala el río y no tienen cara, nosotras les ponemos las de nuestros familiares desaparecidos o perdidos en los asfaltos de las ciudades. Pegamos las fotografías en los vidrios de los Ataúdes para despedirlos con caricias en las mejillas. Fotos de cuando eran niños, con sus caras inocentes. Las novias hacen promesas, las esposas les cuentan sus dolores y necesidades y las madres les prometen reunirse pronto donde seguramente Dios los tiene descansando de tanta sangre (Pardo Rodríguez, 2011, p. 353).
En la escena está el recurso de la prosopopeya: un río que tiene el gesto humano de regalar cuerpos a personas a quienes desaparecieron seres queridos. Sobre esos cuerpos incompletos que vuelven de las aguas, las mujeres otorgan rostros a partir de fotografías de sus familiares. En ellas se encarna la solidaridad y tenacidad de colombianas capaces de hechos insólitos cuando se trata de proteger la vida y ser coherentes con sus principios y valores. No es gratuita la dedicatoria previa al cuento: “A las amorosas mujeres colombianas” (Pardo Rodríguez, 2011, p. 351). Inevitable es recordar los versos de Juan Manuel Roca en su poema “Carta rumbo a Gales” cuando refiere a una habitante de Gales que Colombia es un país de contrastes donde, en medio de bellos paisajes, se dan insospechados casos de tortura y horror, pero también actos de persistencia, amor y lucha por la existencia: “La entero a usted: /aquí hay palmeras cantoras /pero también hay hombres torturados. /Aquí hay cielos absolutamente desnudos /y mujeres encorvadas al pedal de la Singer /que hubieran podido llegar en su loco pedaleo /hasta Java y Burdeos” (p. 2000, p. 53). También las mujeres en el cuento de Pardo se encorvan, una y otra vez, como Antígonas que desafían miedos y prohibiciones, porque los cuerpos insepultos deben tener un rito y los muertos merecen una sepultura: “Es como un nacimiento al revés: parido entre el agua del río y lavado después en la arena. Les llevamos flores, les encendemos veladoras y les regalamos rosarios completos y unos cuantos responsos” (Pardo Rodríguez, 2011, p. 354). Antígonas y Penélopes a la vez, mujeres en las que se actualizan las heroínas de viejos mitos, epopeyas y tragedias. A través de ellas, el escritor proyecta el deseo de un país que, sin olvidar a sus muertos, alcance por fin el duelo:
Lo novedoso del cuento de Jorge Eliécer Pardo es la forma como, en vez de narrar desde la melancolía, lo hace desde el duelo, como si ante una guerra que no es de uno sino de todos, cada muerto debiera vivirse como propio y con él desahogar la furia y el dolor contenido […] “Sin nombres, ni rostros, ni rastros”, por más que desarrolle una visión crítica sobre el estado permanente de conflicto en la sociedad colombiana y la tragedia de los desaparecidos y sus familiares, no se queda en el lamento o la exacerbación de culpas y depresiones, sino que, al afirmar otros sentidos de la esperanza y la solidaridad, labra en sus intersticios textuales una oda a las mujeres colombianas. Ellas se asumen como actores sociales para promover nuevas formas de convivencia y de resistencia contra el olvido (Gaitán Bayona, 2011, p. 366).
El homenaje a las mujeres colombianas y el balance crítico sobre la historia de Colombia no están expuestos ante el lector de forma simple. Los valores afectivos e ideológicos del texto literario van de la mano con los valores poéticos y narrativos. En el relato hay tensión, intensidad y un final inesperado, donde el escritor “gana por knockout” (Cortázar, 1971, 406). Al final, la madre que cuenta la historia revela: “Después de tantas noches de cielo hechizado, de tanto llanto contenido, mi hija ha quedado viuda. Por eso está conmigo esta noche en la orilla, rezando para que baje un hombre por quien llorar junto a nosotras” (Pardo Rodríguez, 2011, p. 357). Todas ellas meditan lo no visto por otros (por temor, conveniencia o indiferencia). Leen la historia de Colombia en los cadáveres. Refieren realidades insólitas desde finos recursos hiperbólicos:
Cuando traen ojos se los cerramos porque es triste verles esa mirada de terror, como si en sus pupilas vidriosas estuvieran reflejados los asesinos. Nos dan miedo esos hombres armados que quedan en el fondo de los ojos de los muertos, parecen dispuestos a matarnos también. Muchos párpados ya no se dejan cerrar y, dicen en el puerto, que es para que no olvidemos a los sanguinarios. Los enterramos así, con el sello del dolor y la impunidad mirando ahora las oscuras bóvedas (Pardo Rodríguez, 2011, p. 353).
 
9a edición Universidad del Valle.
La hipérbole no es un alarde retórico en aras de una frase bella. Configura con intensidad una escena. Los asesinos en los ojos de las víctimas que atemorizan a las mujeres del relato permiten al lector pensar la lógica de la violencia en Colombia: el suplicio que se prolonga de los torturados a los sobrevivientes; cuerpos-signos donde los actantes armados amenazan a la población civil y advierten de su poderío. Viejas prácticas y rituales del terror en un país que ha visto malgastada su creatividad en espantosos homicidios y denominaciones. Acciones heredadas del periodo conocido como La Violencia (1948-1966), donde los criminales pensaron en cómo matar para que los cadáveres fueran portadores de mensajes a quienes quedaran vivos: corte corbata, corte florero, corte del mico, corte franela, entre otros. Dichas profanaciones de cuerpos como mecanismos de transmisión de mensajes a opositores políticos y población civil reflejan la existencia de una estructura ritual en las masacres, en tanto se da “la intervención del sistema de clasificación corporal. La omnipotencia con que actuaban los victimarios, quienes desorganizaban lo que la naturaleza había ordenado de cierta manera, crecía en proporción con el temor infundido entre los campesinos” (Uribe, 1978, p. 191).
 A modo de conclusión
En “Algunos aspectos del cuento” (1971) Julio Cortázar advierte la existencia de relatos que “no son más que tinta sobre el papel, alimento para el olvido” (p. 408), historias que no trascienden de la anécdota; mientras otros se mantienen vivos a pesar del tiempo, sus personajes nos representan con nitidez, hay belleza en la propuesta estética, y “son aglutinantes de una realidad infinitamente más vasta que la de su mera anécdota” (p. 409). Entre los “cuentos inolvidables” en la literatura del Tolima están los relatos de Jorge Eliécer Pardo, cuatro de ellos estudiados en este ensayo. Sus cuentos son verosímiles, cuidadosamente elaborados en su lenguaje y en su incorporación de recursos poéticos. En ellos, el ser y la memoria son instaurados con acierto. El escritor, sin caer en panfletos ni tonos patéticos, es “hijo de los días” (Galeano, 2016, p. 5) y no es indiferente a lo ocurrido en su país de origen. Relatos como “Sin nombres, ni rostros, ni rastros” y “Otra vez el chasquido de las botas” son aportes indiscutibles a una literatura colombiana y Latinoamericana que, a través de textos narrativos y obras de teatro, ha explorado la desaparición forzada, el miedo de los sobrevivientes y el deseo del ritual de la tierra para los cuerpos de las víctimas. Piénsese, por ejemplo, en La siempreviva (1993), de bogotano Miguel Torres, Las horas secretas (1990), de la pereirana Ana María Jaramillo y Purgatorio, del argentino Tomas Eloy Martínez, entre otras obras.
Maurice Halbwachs, uno de los referentes obligatorios de la sociología francesa en los estudios sobre la memoria colectiva, plantea: “cada memoria individual es un punto de vista sobre la memoria colectiva” (2014, p. 256). Esta consideración cobra validez para la narrativa y, por supuesto, la crítica literaria: lograr desde pequeñas historias de seres humanos -quizás anónimos- miradas críticas y conexiones profundas con lugares y hechos históricos, cuyas huellas afectan a todo un colectivo, su memoria, sus relaciones con el pasado y el presente. Esa es la constante en los cuentos analizados de Jorge Eliécer Pardo. Sus relatos van de lo íntimo a lo público, de lo individual a lo colectivo, del ámbito familiar a escenarios mayores donde los muertos dejan secuelas en la psiquis de los vivos: cementerios o ríos donde bajan los mutilados. A través de variados recursos narrativos y poéticos, el escritor bucea en las conciencias de sus personajes para sugerir al lector cómo sus historias no son ajenas a las tragedias, vergüenzas y efectos de la historia de Colombia: la desaparición forzada y el miedo las zonas rojas (“Sin nombres, ni rostros, ni rastros” y “Otra vez el chasquido de las botas”), la Violencia tras el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán y sus huellas en las conciencias de los sobrevivientes (“Rockola”), los “paseos millonarios” (“El abrigo”) como modalidades de robo frecuentes en las últimas décadas.

Referencias

Comisión de Búsqueda de Personas Desaparecidas (2010). Instrumentos de lucha contra la desaparición forzada. Informe: Bogotá: Comisión de Búsqueda de Personas Desaparecidas.
Cortázar, J. (1971). Algunos aspectos del cuento. Cuadernos hispanoamericanos, revista mensual de cultura hispánica, No. 255, Marzo de 1971, Madrid, p.p. 403-416.
Gaitán Bayona, J. L. (2011). La desaparición forzada en “Sin nombres, ni rostros, ni rastros”. Cuentos del Tolima, antología crítica. Jorge Ladino Gaitán Bayona, Leonardo Monroy Zuluaga y Libardo Vargas Celemín (ant.). Bogotá: Sello Editorial Red Alma Mater, p.p. 358-368.
García Márquez, G. (1992). Dos o tres cosas sobre “la novela de la Violencia”. Obra periodística 3, de Europa y de América. Barcelona: Editorial Mondadori, p.p. 646-650.
Halbwachs, M. (2014). La topografía legendaria de los evangelios en Tierra Santa, estudio de memoria colectiva. Madrid: Centro de Investigaciones Sociológicas.
Katzenbach, J. (2004). El psicoanalista. Barcelona: Ediciones B.
Observatorio de Derechos Humanos y Derecho Humanitario (2012). Desapariciones Forzadas en Colombia. En búsqueda de la justicia. Documentos Temáticos No. 6. Bogotá: Coordinación Colombia-Europa-Estados Unidos.
Pardo, J. E. (2014). Cuentos, antología personal. Ibagué: Pijao Editores.
Pardo, J. E. (2004). Amores digitales. Ibagué: Pijao Editores.
Pardo, J. E. y Pardo, C. O. (1973). Las primeras palabras. Ibagué: Ediciones Pijao.
Pardo, J. E. (1986). La octava puerta. Ibagué: Pijao Editores, segunda edición.
Pardo, J. E. (1986). Las pequeñas batallas. Bogotá: Sigma de editores.
Pardo, J. E. (2011). Sin nombres, ni rostros, ni rastros. Cuentos del Tolima, antología crítica. Jorge Ladino Gaitán Bayona, Leonardo Monroy Zuluaga y Libardo Vargas Celemín (ant.). Bogotá: Sello Editorial Red Alma Mater, p.p. 351-358.
Roca, J. M. (2000). Lugar de apariciones. Antología personal, 1973-2000. Bogotá: Ediciones Aurora.  
Said, E. (2005). Reflexiones sobre el exilio, ensayos literarios y culturales. Barcelona: Editorial Debate.
Uribe, M. V. (1978). Matar, rematar y contramatar. Bogotá: Centro de Investigación y Educación Popular, CINEP.
Vargas Llosa, M. (1998). Cartas a un joven novelista. Bogotá: Editorial Ariel.




LOS AUTORES DE LA INVESTIGACIÓN

Jorge Ladino Gaitán Bayona

Profesor asociado de la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad del Tolima y actual coordinador del Grupo de Investigación en Literatura del Tolima. Grado de Honor como Licenciado en Lenguas Modernas de la Universidad del Tolima. Doctor en Literatura de la Pontificia Universidad Católica de Chile con Grado de Distinción Máxima. 
Corresponsal para Colombia de Sieteculebras, Revista Andina de Cultura, editada en Cusco-Perú. Miembro del Consejo Editorial de la revista Cuadernos Judaicos, de la Universidad de Chile. 
Premio Nacional de Crónica Germán Santamaría, en la categoría docentes y universitarios en 2005. Mención de Honor en el XVI Premio Nacional de Poesía Ciro Mendía 2012. Premio de Poesía Juan Lozano y Lozano en 2012 y 2015. 
Premio Municipal para la Investigación en Patrimonio, otorgado por la Alcaldía de Ibagué en 2016 (por el libro Aproximación crítica al cuento de Ibagué y del Tolima, en coautoría con Leonardo Monroy Zuluaga).
Ponente de literatura en congresos internacionales celebrados en Chile, Perú, Brasil, Argentina, Costa Rica y Colombia. Varios de sus artículos sobre literatura colombiana han sido publicados en Argentina, España y Colombia.
Coautor con el grupo de investigación en literatura del Tolima de los libros: La novela del Tolima 1905-2005, bibliografía y reseñas (2008); Cien años de novela en el Tolima 1905-2005 (2011); Aproximación crítica al cuento de Ibagué y del Tolima (2016); y Cuentos del Tolima, antología crítica (2011). Este último fue mención de honor a mejor libro de cuentos de más de un autor en el Premio Internacional de Cuento Édito “Juan José Manauta” (Argentina, 2011).
Autor de los libros de poemas Manicomio Rock (2009), Buzón de naufragios (2012), Baladas para el ausente (2013), Cenizas del bufón (2014), Estado de coma (2015)y Claroscuro (2015).

Leonardo Monroy Zuluaga

Profesor asociado de la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad del Tolima, integrante del Grupo de Investigación en Literatura del Tolima y director de la Licenciatura en Literatura y Lengua Castellana, de la Universidad del Tolima. Licenciado en Lenguas Modernas de la Universidad del Tolima. Magister en Literatura Hispanoamericana del Instituto Caro y Cuervo. Doctor en Literatura de la Universidad de Antioquia.
Premio Municipal para la Investigación en Patrimonio, otorgado por la Alcaldía de Ibagué en 2016 (por el libro Aproximación crítica al cuento de Ibagué y del Tolima, en coautoría con Jorge Ladino Gaitán Bayona).
Autor del libro La literatura del Tolima. Cuatro ensayos (2008).
Coautor con el grupo de investigación en literatura del Tolima de los libros: La novela del Tolima 1905-2005, bibliografía y reseñas (2008); Cien años de novela en el Tolima 1905-2005 (2011); Aproximación crítica al cuento de Ibagué y del Tolima (2016); y Cuentos del Tolima, antología crítica (2011). Este último fue mención de honor a mejor libro de cuentos de más de un autor en el Premio Internacional de Cuento Édito “Juan José Manauta” (Argentina, 2011).
En el desarrollo de su trabajo investigativo ha presentado ponencias en certámenes nacionales, ha colaborado como articulista en la sección cultural del Diario El Nuevo día de Ibagué. Algunos de sus artículos han aparecido en revistas especializadas en el estudio de la Literatura, entre ellas La palabra, de la Universidad pedagógica Litérate de la Universidad del Tolima; Rara Avis de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia; Itaca de la Universidad Popular del Cesar; y Espéculo, Revista Digital de la Universidad Complutense de Madrid. 
Ha sido ponente en varios eventos de carácter nacional e internacional.

Profesor de planta en el IDEAD de la Universidad del Tolima, integrante del Grupo de Investigación en Literatura del Tolima y director de las revistas Aquelarre, Ergoletrías y Entrelíneas. Licenciado en Filosofía y Letras de la Universidad Santo Tomás y magíster en Literatura de la Universidad Tecnológica de Pereira.
Como investigador y ensayista figuran sus libros El espacio imaginario en la poesía de Carlos Obregón (2012) y El porvenir incompleto, tres novelas históricas colombianas (2012). En la Feria Internacional del Libro de Bogotá 2015, lanzó el libro La locura de los girasoles (Sello Editorial de la Universidad del Tolima). Este último recoge sus poemarios La quinta del sordo y Surgidos de la luz (tanto en castellano como en inglés, bajo la traducción del poeta Andrés Berger Kiss); igualmente incluye ensayos, ponencias y artículos en torno a la obra del autor tolimense.
En Colombia obtuvo los siguientes galardones: Premio Nacional de Poesía Fernando Mejía Mejía (1992); Concurso Nacional Universitario de Poesía Euclides Jaramillo (1998); Beca de Creación del Fondo Mixto de Cultura del Tolima (1999); Premio Nacional de Poesía Universidad de Antioquia (1999); Premio Nacional de Literatura –modalidad poesía- del Instituto Distrital de Cultura y Turismo de la Alcaldía de Bogotá (2007); Premio Nacional de Poesía del Ministerio de Cultura (2015). A nivel internacional su poemario Bajo el brillo de la luna ganó, mediante fallo unánime, el Premio Casa de las Américas 2015.
Ha publicado los libros de poemas Días sonámbulos (1988), Rumbos (1993), Surgidos de la luz (2000), Grafías del insecto (2005), La quinta del sordo (2006), Obras de mampostería (2007),Apuntes para un cuaderno secreto (2011, incluido en la colección Doble Fondo IV, junto a la mexicana Kenia Cano), Música Lenta (2014) y Bajo el brillo de la luna (2015).  


[1] Capítulo del libro Aproximación crítica al cuento de Ibagué y de Tolima, tomo II. Los autores son: Jorge Ladino Gaitán Bayona, Nelson Romero Guzmán y Leonardo Monroy Zuluaga. Ibagué: Sello Editorial Universidad del Tolima.

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