Octavio Sarria:
Entre el abandono femenino
y el deseo de la realización
personal[1]
Eugenia Muñoz
Primera edición, Plaza & Janés |
Octavio Sarria, personaje de la novela
Irene[2]
(1986), de Jorge Eliécer Pardo, vive devorado una y otra vez por el miedo y la
ansiedad generados por experiencias traumáticas en sus interrelaciones con el
mundo femenino. Pero también, la identificación con el mundo masculino
contribuye al distanciamiento de Octavio con el entorno de las mujeres. La
ansiedad de la frustración, el abismo y la muerte, las pesadillas y las
fantasías, son el resultado de la tensión existencial que coexiste Octavio
Sarria quien, a pesar de esas vicisitudes, es capaz de vivir sueños
transitorios de realización personal en burbujas de encuentros plenos con
Nereida e Irene.
La novela
de Pardo se caracteriza por ser una obra abierta. El narrador, que asume la voz
de Octavio, abre de par en par la puerta de su intimidad sentimental, psíquica
y emocional. La experiencia de la lectura se convierte en un medio de reflexión
sobre la angustia inmerecida, los sentimientos mutilados, las esperanzas
frustradas, las huidas sin razón y los sueños de amor que Octavio puede
experimentar en la soledad de su “fortaleza masculina” donde la voz sensible
habla desesperadamente sin que sus palabras lleguen a las oídos de la mujer que
él necesita[3].
Maryline
Lukacher, en su libro Maternal Fictions, desarrolla estudios sobre Stendhal,
Sand, Rachilde y Bataille, donde destaca la forma casi inevitable como la
figura materna aparece directamente o proyectada en otras mujeres. Jorge
Eliécer Pardo, en Irene ha escrito una ficción cuyo origen es la figura materna[4].
En torno a la relación de la madre y abuela de Sarria (esta última como
sustituta) se marcan las interrelaciones posteriores del protagonista con otras
mujeres. La madre lo abandona física y emocionalmente. Ella huye con otro
hombre. Esta primera impresión del mundo femenino marca huellas profundas en
Octavio niño, quien crece sin entender las razones por las cuales su madre los
dejó, a él y a su padre. Estigma que ha de cargar en su vida adulta.
“Te marchas sin mirar hacia atrás, madre. (…) ¿Por qué se fue mamá,
abuela?” (Pardo, 42)[5].
Por estas
preguntas sin respuestas, el destino de Octavio Sarria se trazó sin que lo
supiera ni tuviera conciencia para luchar contra su condena. Está atrapado en
el recuerdo y en las sensaciones inconscientes que aparecerán en sus
convivencias con otras mujeres. Su pasado doloroso se vuelve presente con ellas
a las que ama y espera que le correspondan[6].
Como
substituta de su madre, la abuela también marca una huella indeleble en su
psiquis y, al mismo tiempo, su influencia en el proceso de socialización en el
rol de hombre, le deja al nieto la carga de la culpa y la necesidad de ser
aprobado[7].
“Me
arrullo en tu regazo y repites que el triunfo es de los valientes” (Pardo, 28).
Octavio
también está atormentado por la importancia de ser hombre valiente como su
abuela le ha enseñado:
“—Empiezas a ser hombre y el miedo no existe sino para los cobardes—.
Esas palabras lo persiguieron y como un click retumbaban en su cabeza” (Pardo,
96).
Su miedo
de ser un cobarde y la incapacidad para enfrentar con éxito cualquier situación
difícil se agrega a su angustia por el abandono femenino:
“ ... no puedo ser un valiente... moriré fusilado como me lo
sentencian a diario. ¿Dónde te escondes, sal de tu refugio, te necesito... lo
harás abuela? (…) Cobarde, mil veces cobarde, hacedor de sueños de espuma...
cobarde como otros que cierran las ventanas y los ojos” (Pardo, 97).
Sin
embargo, la relación con la abuela le proporciona a Octavio la habilidad de
sentir amor por una mujer:
“En una de las tantas borracheras apareció una mujer que tenía la
mirada de la abuela pero cincuenta años menos (...) Ella, que dijo llamarse
Nereida, tendió a cada uno la mano con simpatía” (Pardo, 19).
Nereida, primer
amor de Octavio, la que recordará después en medio de sus quemantes y dolorosas
memorias:
“En las noches, en cada una de las estrellas que aparecían en el
firmamento opaco de la ciudad, evocaba la voz lejana de Nereida, tierna al oído
en sus actos de amor, gimiente y dolida en el momento en que su cuerpo se
despedazó” (Pardo, 17).
La muerte
violenta de Nereida a causa de su activismo revolucionario, constituye un
impacto que Octavio no puede superar, máxime cuando desapareció de su vida
cuando más feliz se sentía junto a ella. La ausencia de Nereida establece una
doble pérdida puesto que él veía en ella a su abuela y, cuando había concebido
la esperanza de realización amorosa contra su miedo implacable, una vez más
desaparece la pareja que necesita como fuente de vida. Primero su madre, luego
su abuela. Añora y rebusca en todas las mujeres reconciliarse con sus pérdidas
fundamentales. No asume la muerte de su enamorada como algo inevitable y
natural sino como abandono[8].
No obstante el dolor del abandono por la muerte, el personaje no se vuelve
contra la imagen de sus dos grandes ausentes. Octavio lo sufre como una
nostalgia, un vacío y un desamparo,
“… su muerte le dejó un vacío mayor al de la abuela. En Nereida,
esbelta y graciosa, cariñosa y tierna. Apasionada y desinhibida, encontró el
regazo de la madre indiferente, de la abuela mimosa, de la mujer que seguía
esperando” (Pardo, 27).
Por el
contrario, el dolor del abandono del que su madre lo hizo objeto, Octavio lo
sufre con resentimiento, inculpación y maldición por la condena del horror de
las pesadillas y alucinaciones que lo devoran a instancias de la crueldad de la
figura femenina indiferente, simbolizada en la migala, una araña gigantesca,
que también muestra connotaciones sexuales.
“La suerte estaba contra él: le quitaron todo. La felicidad día a día
era más distante y el terror lo cubría como una tela de araña tan fuerte que
inmovilizado aguardaba el zarpazo por la espalda” (Pardo, 27).
En
efecto, Octavio se siente condenado a la impotencia, sin poder escapar al
destino trágico de la cadena de abandonos con la que su suerte lo ató para que
viera en sus angustias sin fin, a “Nereida, recién apeada, sudorosa y lasciva,
llamándolo desde la trasparencia de su rostro, a la abuela, pasando sus manos
grandes sobre sus cabellos, y a su madre, ¡ah, maldita!, alejándose con el
hombre, sombrero de fieltro, zapatos combinados”. (Pardo, 27).
Joseph
Novinski expresa que “la íntima conexión personal es fundamental en el
trascurso de la vida”, pero tal cercanía íntima, muchas veces se obstaculiza, debido
a “las cicatrices de rechazos tempranos” (Hungry Hearts, 199), principalmente
en la edad infantil. Así mismo Michael Rutter apunta que la relación edípica no
se resuelve favorablemente cuando “el niño sufre repetidos rechazos o abandonos
de las figuras maternales, creando en aquél sentimientos de ansiedad por la
separación abrupta. (The qualities of Mothering, 21).
En torno
a lo anterior y a la socialización de los valores masculinos, vale preguntar:
¿Por qué se autoacusa Octavio adulto por no ser “valiente y macho” para vencer
el miedo si éste, gratuitamente, se apoderó de él cuando era un niño
vulnerable? ¿Por qué este hombre tiene que vivir ocultando su miedo en las
relaciones con las mujeres que vienen a su vida después de su madre, su abuela
y Nereida? ¿Por qué escoge siempre el licor, la huida, el silencio y la
distancia, en vez de la comunicación con Irene, la mujer que después llegó a su
vida? Es precisamente por el hecho de enfrentar el temor a la mujer que produjo
el abandono de su madre cuya importancia psicológica aparece y desaparece en la
vida de Octavio Sarria. Son inevitables las coincidencias de las muertes de la
abuela y Nereida, las actitudes erradas que Sarria asume frente a Irene y las
circunstancias inciertas que, inconscientemente, él atrae en su relación y que
confirman el flagelo que lo lanza al abismo de la desesperación y el deseo de
la muerte.
Irene
aparece en la vida de Octavio como promesa de redención de sus frustraciones
anteriores. Ella se constituye por un lado en la síntesis de Nereida y la
abuela o, más bien, el ideal de mujer que Octavio cree que es el que ha estado
buscando para alcanzar “la ilusión de encontrar a alguien con quien envejecer”
y poder hallar “el goce de que las mujeres existían más allá de la imagen de la
abuela y de la madre adúltera” (Pardo, 26). Por otro lado, pese a las
esperanzas de escapar a la imagen negativa de la madre devoradora de su
felicidad, Octavio Sarria no puede disociar a Irene de esa madre-migala,
abandónica y devoradora[9].
“… al final, quedaría una, la voraz vencedora que lo acogería, lo
miraría con sus infinitos ojos y lo llevaría a una madriguera tibia para
siempre” (Pardo, 61).
La
llegada de Irene a la vida de Octavio representa para él la ilusión y la
ansiedad, la certeza y la duda, la plenitud y la muerte:
“… la esperó, como si detrás de Irene avanzara, sigilosa y
traicionera, la muerte. Dio un concierto para ella; las notas musicales
envolvieron el contorno de hálitos tristes. Irene, sentada por primera vez en
el tapete beige de la sala, detenida como una luminosa ilusión, cantó con una
ternura para él desconocida” (Pardo, 54).
El ser
romántico que existe en Octavio realiza sus sueños de amor en los encuentros
íntimos con Irene:
“Esa tarde se lanzaron al agua como conquistando el universo,
abrazados, sabiendo, sin equivocaciones, que se amaban. (…) Jugaron con las mil
lenguas del mar, y extenuados se tiraron en la playa a mirar las figuras de los
alcatraces; él escribía versos cortos con el índice hundido en la arena y ella
los atrapaba antes de que la espuma se los llevara a las profundidades” (Pardo,
55-56).
Sin
embargo, la idea de la muerte de su felicidad no abandona la mente de Octavio y
por ello, “pretendía hacer con su cuerpo una burbuja de oxígeno y sumergirse
hasta el fondo de un lago tranquilo a desarrollar su propio futuro lejos del
mundo” (Pardo, 56). Irónicamente, es el mismo Octavio el instrumento de la
desaparición de su felicidad junto a Irene. Inexplicablemente, para la realidad
amatoria que Irene vive frente a Octavio, él huye dejándola sola después de
horas compartidas; desaparece sin motivo alguno ocasionado por su amante. Irene
ve que Octavio “se esfuma” como un “hombre de mundo” que se aleja llevándose
sus ilusiones como mujer, de “tener su compañía y amistad, su deseo de amarlo
para siempre y de disfrutar de sus versos y sus canciones” (Pardo, 58). A las
huidas de Octavio se agrega la inseguridad de que Irene sea capaz de amarlo
verdaderamente. Tal duda puede ser razonable por la diferencia de veinte años
de edad entre ellos, lo cual hace que Octavio dude de su virilidad con relación
a su joven compañera. De la misma manera dada su necesidad masculina de
posesión, su incertidumbre acerca de la existencia de otro hombre en la vida de
Irene, obstaculiza su confianza de que ella lo ame sólo a él:
“Consultó a su abuela y la respuesta fue positiva: era la figura de
otro hombre soñado por Irene desde la adolescencia, al que no había podido borrar
de su memoria” (Pardo, 63).
Más
adelante el miedo de Octavio de ser abandonado por una mujer más, se torna casi
inaguantable. Él decide que su destino no es diferente al de su padre, el cual,
como se mencionó, fue abandonado por la madre para irse con otro hombre:
“Sí, conocería a otros hombres; sí, en especial la invitarían a uno de
los múltiples balnearios de México, y ocultando su pasado, se entregaría sin
sobresaltos, sin que le auscultaran los ojos ni la vida” (Pardo, 66).
Octavio
sentiría alivio si esos hombres se dieran cuenta de que él existía en la vida
de Irene. Pero la distancia que lo separa de ella es la misma que él ha creado
con sus desapariciones sin explicación y su falta de cuidados y atención para con
ella.
Por
tanto, la partida de Irene para México es para Octavio otro abandono:
“… lo irremediable volvía a cubrirlo: Irene se marchó dejándolo en la
zozobra de la desgracia” (Pardo, 64).
Sobre las
palabras anteriores es pertinente anotar que Irene no se habría distanciado
emocionalmente de Octavio de la manera en que al final lo hizo, si él no
hubiera mantenido su orgulloso y hermético silencio al no responder las cartas
semanales de amor que ella le escribió desde ese otro lado donde se encontraba
y añoraba, esperando que el regresara:
“Introduciré este papel al sobre sabiendo que no llegará a su destino
¿pero qué importa una carta más? … si casualmente logras enfrentarte a ella,
recuerda que espero una mínima señal de que sigues con vida. Nada más. Irene”
(Pardo, 78).
La
incomunicación voluntaria y sin razón de Octavio para con Irene provocan su
efecto normal: alejarla definitivamente y hacer que ella continúe desarrollando
su vida sin él. Irene no recibe explicaciones, ni respuestas, ni propuestas, ni
mucho menos una sola palabra de amor de Octavio. La realidad que él le presenta
es la del olvido o quizás su murete, como ella trata de averiguarlo.
De forma
contradictoria con el silencio y la distancia que Octavio le impuso a Irene en
su estadía en México, no ha dejado de pensar en ella, de contestarle
secretamente sus cartas y, lo que es más contraproducente para su destino de
hombre angustiado por las frustraciones, Octavio sigue soñando con Irene,
manteniendo vivos los recuerdos de los momentos felices del pasado e imaginando
un futuro juntos. Especialmente cuando tiene noticias del regreso de ella,
Octavio empieza a contar los días, a ejecutar preparativos, planes y decisiones
con la excitación del náufrago que al fin ve la esperanzada tierra firme, para
salvarse de las angustias, los miedos y los terrores de la vida de abandono que
lleva en el entorno humano, de las gentes que lo rodean, tan solitarias y
tristes como él. Los habitantes del edificio, ven la trasformación y las ansias
de vivir que nacen el Octavio con la perspectiva del regreso de Irene y las
invita a celebrar su acontecimiento feliz:
“Irene llegaría por él. Sentado en la cama, ojeando el diario,
analizaba, como si estuviera engañándose, lo que significaría recomenzar.
Presentía la tibieza de las otras veces, los dos desnudos, juntando la piel y
descubriendo la medida de sus siluetas” (Pardo, 99).
Bien se
expresa el narrador cuando dice, “como si estuviera engañándose”, porque
precisamente Octavio se autoengaña cuando de manera unilateral cree la realidad
de Irene junto a él, sin contar con lo que ella piense y sienta después de todo
lo sucedido entre ellos. Es más, dado que Irene le escribía a Octavio cartas
cariñosas e interesadas por saber su suerte, a pesar del silencio al que la
condenó, él asume que ella lo “ha perdonado desde siempre” y por ello, no lo ha
dejado de querer y “llegaría dispuesta a envejecer a su lado convencida de que
no siempre la convivencia mata los afectos” (Pardo, 107). Tampoco Octavio se da
cuenta de que Irene no piensa que la convivencia mata el afecto sino que,
precisamente, lo que ella le hace saber es que “siente el frío del regreso y el
deterioro que han dejado sus silencios y la distancia” (Pardo, 78).
El ser
romántico de Octavio lleno de emociones ante la posible realización de sus
sueños de intimidad y compañía amorosa, se desborda en poesía y pasión y, por
sobre todo, sucede lo inesperado: sus sentimientos por Irene le hacen
comprender que sólo el amor es el que lo mueve a perdonar y justificar el
abandono que su madre le proporcionó:
“Si esperaste, como yo, el momento propicio del reencuentro, de la
fuga, de la pasión, te perdono, madre. Sólo hoy puedo perdonarte” (Pardo, 120).
Ese amor
que Octavio siente por la Irene que ha forjado en su mente, se convierte en una
catarsis liberadora del dolor del abandono, de la soledad y del terror de las
arañas:
“Me sacará de este encierro y pondrá a mi vida una meta alegre,
¿podremos tener hijos? (…) Irene derrota los miedos (…) ahuyenta las arañas” (Pardo,
120).
Y de
forma patética para un lector o lectora que sigue de cerca el proceso desde la
depresión existencial de Octavio por el abandono femenino repetitivo, hasta el
estado de paroxismo ante la espera de la felicidad liberadora, cuando más
seguro se encuentra de no equivocarse, es cuando, irónicamente, más lo está.
Irene regresa, es cierto. Pero “eres otra, Irene. Tu rostro perdió el encanto.
Tus besos ya no son mis besos. No volveré ni volverás. Lo pasado no importa.
Tus cartas… ¡pobres cartas! Nereida y la abuela me solicitan, también mi padre”
(Pardo, 126), son las palabras de la realidad exterior que tiene que enfrentar
Octavio contra la realidad imaginaria que sus deseos de amor le hicieron
construir con girones de la realidad compartida con Irene, pero que ya forman
parte del pasado, ahogado por el futuro que le siguió, que no fue otro que el
del silencio de Octavio y, por añadidura, su dispersión en relaciones
fantaseadas y reales con otras mujeres como la portera y la enfermera. Por todo
eso, no es de extrañar la convicción final de Irene de que Octavio no era hombre
para una convivencia:
“—Octavio, por favor… Debemos pensarlo mejor… sabes bien cómo eres… no
estás acostumbrado a una mujer… vamos despacio ¿quieres?... además, no sabes
nada de mí… el tiempo pasa… la gente cambia” (Pardo, 125).
Irene ha
evolucionado, ha seguido adelante con su vida sin Octavio. La caída final de
Octavio sensible se precipita, arrastrando con él sus planes y sueños
compartidos con Irene en el pasado, pero no alimentados después. Ya no tiene
validez que Octavio le quisiera contar a Irene todo lo que tiene para ella en
la casa que él preparó para los dos ni sus promesas de cambiar su conducta:
“¿Te fijaste en el exprimidor de naranjas que compré? Tendremos jugo
rápido por las mañanas en la cama. También compré unas copas… para los invitados…
te prometí no volver a beber y lo cumpliré, Irene, por ti y por mí, por
nosotros” (Pardo, 127).
El uso del
nosotros puede mirarse en dos
perspectivas: la del deseo de Octavio de continuar la vida compartida con ella,
pero, mirado desde el punto de vista de quien lo dice; la realidad es que
Octavio ha hecho planes para los dos desde su yo
solamente, Él no ha contado con el tú
que es Irene para que pueda haber un verdadero nosotros,
lo que Octavio expresa aquí, es irreal, sin bases. Está sólo en su mente y en
sus deseos amorosos. Aunque sean válidos como sentimientos. Pero esa validez no
se vuelve acción real, si no se cuenta con los sentimientos, deseos y
pensamientos del otro, en este
caso Irene. De otra forma, es decir, con la individualidad que presenta Octavio
como único eje de la realidad amorosa, no puede existir el equilibrio y la
posibilidad de la mutualidad necesaria para el desarrollo del amor. Es cierto
que, a causa de las cartas de amor de Irene, Octavio siguió alimentando sus
sueños. Pero también es cierto que, a pesar de los sentimientos de Irene por
Octavio, él mismo le provocó la pérdida de la fe en él. Y para aumentar un poco
más la unilateralidad con que Octavio —infortunadamente para él— vive su
realidad amorosa con Irene se puede preguntar ¿en qué parte de la historia, el
narrador habla de las frustraciones y el dolor que Irene pudo haber
experimentado antes las huidas, las distancias, el silencio y el rechazo de
Octavio?
Ahora
bien, la distorsión de la realidad objetiva a causa de las experiencias
subjetivas tempranas y las posteriores que se repiten como proyecciones,
imposibilitan el desarrollo de la realidad romántica de Octavio Sarria. Esa
realidad en la que él se mira, está fragmentada en las imágenes que forman
parte importante de su vida: la abuela, la madre, Nereida. También la imagen de
su padre es parte importante de la realidad en que se proyecta Octavio. Él toma
a su padre como modelo masculino victimizado por el abandono familiar, luego
muerto a traición y también despojado irremediablemente de sus sueños de amor.
Y es por ello que Octavio asimila la historia de su padre y la vida también sin
haber podido saber cuál era la propia:
“Padre: Fuiste un soñador de horizontes, un conquistador de
sentimientos perdidos, un solitario de amor que pasaste la línea invisible del
abandono (…) ¿La perdonaste? (…) Tu historia sobre la casita frente al Caribe
se quedó en mi corazón como un tatuaje de gratos recuerdos… una barca navega
por mi sangre, padre… abuela, no puedo ser valiente… padre, caíste sin saber
quién te arrebataba la vida…” (Pardo, 129).
Su padre
soñó sus sueños de amor en el mar, y Octavio fue quien pudo vivirlos con Irene
en el episodio en el Mar Pacífico. Ambos hombres fueron devastados por el
abandono. Un abandono que resulta ser hereditario, posiblemente originado por
el padre de Octavio porque aunque éste último sólo menciona una vez el silencio
y distancia de su padre para con su esposa, son suficientes para destruir el
amor de ella, al dejarla a merced de sus deseos insatisfechos:
“Pero también, padre, tus ausencias prolongadas avivaron deseos
incompletos de esa mujer, de tu mujer, padre, esa, mi madre” (Pardo, 129).
Es
interesante observar, aunque fugazmente, cómo Octavio analiza la falla en la
conducta masculina paternal al mencionar el abandono de su esposa, que ocasionó
trágicas consecuencias para el padre, lo mismo que para el hijo. Ese hijo que
atrapado en el laberinto de la vida de sus progenitores, ciegamente busca la
figura de su Ariadna, para que lo saque a la realidad donde su ser real pueda
existir en cooperación mutua con la mujer que cree está destinada para él.
Al final de esta historia novelesca no
resuelta, el narrador crea una salida a la angustia suicida de Octavio por el
abandono, narrando un último encuentro suyo con Irene/mígala, pero está
alucinando:
“... Irene seguía besándolo, como si en esa succión, como si en ese
sentimiento que los dos aprehendieron estuviera unida la existencia. (…)
(Octavio) Cerró los ojos para volver a encontrar al ratón gris asustado que
veía cómo la migala maldita se aproximaba para siempre” (Pardo, 139).
Finalmente,
queda la incertidumbre de si Octavio Sarria será capaz de liberarse del miedo a
la mujer devoradora que es la causa del trastorno de su mente para poder
encontrar a la mujer ideal con la cual tendrá el amor real.
Notas
1. Joseph Nowinski en su libro Hungry
Hearths (Corazones hambrientos), discute ampliamente el tema del aislamiento y
soledad masculina, debido al estereotipo social masculino, a la falta de un
sentido de comunidad entre hombres y a la negación de los sentimientos
individuales.
2. En este estudio el énfasis no
está en el complejo de Edipo sino más bien en la relación entre madre e hijo,
la cual afecta el desarrollo psíquico y la actitud hacia el sexo femenino.
3. La importancia de las relaciones
interpersonales durante la infancia es mayor que el llamado complejo de Edipo.
Harry Stack Sullivan expresa que las experiencias tempranas infantiles tienen
un marcado efecto en el desarrollo de la personalidad y en la capacidad para
las relaciones íntimas.
4. El abandono físico y emocional
de la madre crea un malestar emocional expresado como ansiedad. Por lo tanto,
también hay una necesidad insatisfecha de sentir seguridad en torno a las
relaciones interpersonales.
5. Nancy Chodorov menciona que las
mujeres son los principales agentes de socialización, puesto que la voz de la
figura maternal es la primera que un niño escucha aprobando o desaprobando su
conducta. En el caso de la madre de Octavio, dado que abandona física y
emocionalmente a su hijo, para él esto es muestra de gran desaprobación de su
madre para con él. Después, la voz de la abuela reemplaza la de la madre
ausente y los masculinos y se convierte en su medio socialización,
trasmitiéndole, tanto valores emocionales como de valentía masculina contra
actos de cobardía.
6. Michael Rutter afirma que los
niños que han sufrido una separación súbita de su madre se vuelven sensibles y luego
cada experiencia similar de separación, la sienten de manera traumática y
dolorosa.
7. De acuerdo con Jane F.
Carpineto, un hombre abandonado por su madre, más tarde puede ver a las mujeres
como enemigas que lo atacan, creando inestabilidad en su relación interpersonal
y sexual con ellas.
Obras
citadas
Carpineto, Fane F. The Don Juan
Dilemma. New York: William Morrow and Company, 1989.
Chodorv, Nancy. Feminist and
Psychoanalytic Theory.New Have: Yale U.P, 1989.
Lukacher, Maryline. Maternal
Fictions: Sthendal, Sand, Rachilde, Bataille. Durham and London: Duke Up, 1994.
Nowinski, Joseph. Hungy Hearts: On
Men, Intimacy, Self-Stem, and Addicition. New York: Mcmillan, 1993.
Pardo, Jorge Eliécer. Irene. Bogotá.
Plaza y Janes, 1986.
Rutter, Michael. The Qualities of
Mothering: Maternal Deprivation Reassesssed. New York: Jason Aronson, 1986.
Sullivan, Harry Stack. The
interpersonal Theory of Psychiatr.Eds. Hellen Swick Perry and Mary Ladd Gawel.
Intr.Mable Blake Cohen. new York: Norton, 1953.
[1] Este
ensayo se publicó en inglés: .“The unconscious struggle in Jorge Eliecer Pardo’s Irene: Octavio Sarria between Life and
Death.” Trans. Angela McEwan. Readerly/Writerly
Texts: Essays on Literature, Literary/Textual Criticism and Pedagogy. Eastern New Mexico University, Spring/Summer (1995): 145-158.
[2] Pardo,
Jorge Eliécer. Irene. Bogotá. Plaza y
Janes, 1986, 139 pp.
[3] Joseph
Nowinski, Hungry Hearths (Corazones hambrientos), discute
ampliamente el tema del aislamiento y soledad masculina, debido al estereotipo
social masculino, a la falta de un sentido de comunidad entre hombres y a la
negación de los sentimientos individuales.
[4] En
este estudio el énfasis no está en el complejo de Edipo sin más bien en la
relación entre madre e hijo, la cual afecta el desarrollo psíquico y la actitud
hacia el sexo femenino.
[5] La
importancia de las relaciones interpersonales durante la infancia es mayor que
el llamado complejo de Edipo. Harry Stack Sullivan expresa que las experiencias
tempranas infantiles tienen un marcado efecto en el desarrollo de la
personalidad y en la capacidad para las relaciones íntimas.
[6] El
abandono físico y emocional de la madre crea un malestar emocional expresado
como ansiedad. Por lo tanto, también hay una necesidad insatisfecha de sentir
seguridad en torno a las relaciones interpersonales.
[7] Nancy
Chodorov menciona que las mujeres son los principales agentes de socialización,
puesto que la voz de la figura maternal es la primera que un niño escucha
aprobando o desaprobando su conducta. En el caso de la madre de Octavio, dado
que abandona física y emocionalmente a su hijo, para él esto es muestra de gran
desaprobación de su madre para con él. Después, la voz de la abuela reemplaza
la de la mare ausente y los masculinos y se convierte en su medio
socialización, trasmitiéndole, tanto valores emocionales como de valentía
masculina contra actos de cobardía.
[8] Michael
Rutter afirma que los niños que han sufrido una separación súbita de su madre
se vuelven sensibles y luego cada experiencia similar de separación, la sienten
de manera traumática y dolorosa.
[9] De
acuerdo con Jane F. Carpineto, un hombre abandonado por su madre, más tarde
puede ver a las mujeres como enemigas que lo atacan, creando inestabilidad en
su relación interpersonal y sexual con ellas.
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