14 de marzo de 2019

CRÍTICA: IRENE: Octavio Sarria: Entre el abandono femenino y el deseo de la realización personal. Eugenia Muñoz.


Octavio Sarria:
Entre el abandono femenino
y el deseo de la realización personal[1]

Eugenia Muñoz

Primera edición, Plaza & Janés 

 
Octavio Sarria, personaje de la novela Irene[2] (1986), de Jorge Eliécer Pardo, vive devorado una y otra vez por el miedo y la ansiedad generados por experiencias traumáticas en sus interrelaciones con el mundo femenino. Pero también, la identificación con el mundo masculino contribuye al distanciamiento de Octavio con el entorno de las mujeres. La ansiedad de la frustración, el abismo y la muerte, las pesadillas y las fantasías, son el resultado de la tensión existencial que coexiste Octavio Sarria quien, a pesar de esas vicisitudes, es capaz de vivir sueños transitorios de realización personal en burbujas de encuentros plenos con Nereida e Irene.
La novela de Pardo se caracteriza por ser una obra abierta. El narrador, que asume la voz de Octavio, abre de par en par la puerta de su intimidad sentimental, psíquica y emocional. La experiencia de la lectura se convierte en un medio de reflexión sobre la angustia inmerecida, los sentimientos mutilados, las esperanzas frustradas, las huidas sin razón y los sueños de amor que Octavio puede experimentar en la soledad de su “fortaleza masculina” donde la voz sensible habla desesperadamente sin que sus palabras lleguen a las oídos de la mujer que él necesita[3].
Maryline Lukacher, en su libro Maternal Fictions, desarrolla estudios sobre Stendhal, Sand, Rachilde y Bataille, donde destaca la forma casi inevitable como la figura materna aparece directamente o proyectada en otras mujeres. Jorge Eliécer Pardo, en Irene ha escrito una ficción cuyo origen es la figura materna[4]. En torno a la relación de la madre y abuela de Sarria (esta última como sustituta) se marcan las interrelaciones posteriores del protagonista con otras mujeres. La madre lo abandona física y emocionalmente. Ella huye con otro hombre. Esta primera impresión del mundo femenino marca huellas profundas en Octavio niño, quien crece sin entender las razones por las cuales su madre los dejó, a él y a su padre. Estigma que ha de cargar en su vida adulta.
“Te marchas sin mirar hacia atrás, madre. (…) ¿Por qué se fue mamá, abuela?” (Pardo, 42)[5].
Por estas preguntas sin respuestas, el destino de Octavio Sarria se trazó sin que lo supiera ni tuviera conciencia para luchar contra su condena. Está atrapado en el recuerdo y en las sensaciones inconscientes que aparecerán en sus convivencias con otras mujeres. Su pasado doloroso se vuelve presente con ellas a las que ama y espera que le correspondan[6].
Como substituta de su madre, la abuela también marca una huella indeleble en su psiquis y, al mismo tiempo, su influencia en el proceso de socialización en el rol de hombre, le deja al nieto la carga de la culpa y la necesidad de ser aprobado[7].
“Me arrullo en tu regazo y repites que el triunfo es de los valientes” (Pardo, 28).
Octavio también está atormentado por la importancia de ser hombre valiente como su abuela le ha enseñado:
“—Empiezas a ser hombre y el miedo no existe sino para los cobardes—. Esas palabras lo persiguieron y como un click retumbaban en su cabeza” (Pardo, 96).
Su miedo de ser un cobarde y la incapacidad para enfrentar con éxito cualquier situación difícil se agrega a su angustia por el abandono femenino:
“ ... no puedo ser un valiente... moriré fusilado como me lo sentencian a diario. ¿Dónde te escondes, sal de tu refugio, te necesito... lo harás abuela? (…) Cobarde, mil veces cobarde, hacedor de sueños de espuma... cobarde como otros que cierran las ventanas y los ojos” (Pardo, 97).  
Sin embargo, la relación con la abuela le proporciona a Octavio la habilidad de sentir amor por una mujer:
“En una de las tantas borracheras apareció una mujer que tenía la mirada de la abuela pero cincuenta años menos (...) Ella, que dijo llamarse Nereida, tendió a cada uno la mano con simpatía” (Pardo, 19).
Nereida, primer amor de Octavio, la que recordará después en medio de sus quemantes y dolorosas memorias:
“En las noches, en cada una de las estrellas que aparecían en el firmamento opaco de la ciudad, evocaba la voz lejana de Nereida, tierna al oído en sus actos de amor, gimiente y dolida en el momento en que su cuerpo se despedazó” (Pardo, 17).
La muerte violenta de Nereida a causa de su activismo revolucionario, constituye un impacto que Octavio no puede superar, máxime cuando desapareció de su vida cuando más feliz se sentía junto a ella. La ausencia de Nereida establece una doble pérdida puesto que él veía en ella a su abuela y, cuando había concebido la esperanza de realización amorosa contra su miedo implacable, una vez más desaparece la pareja que necesita como fuente de vida. Primero su madre, luego su abuela. Añora y rebusca en todas las mujeres reconciliarse con sus pérdidas fundamentales. No asume la muerte de su enamorada como algo inevitable y natural sino como abandono[8]. No obstante el dolor del abandono por la muerte, el personaje no se vuelve contra la imagen de sus dos grandes ausentes. Octavio lo sufre como una nostalgia, un vacío y un desamparo,
“… su muerte le dejó un vacío mayor al de la abuela. En Nereida, esbelta y graciosa, cariñosa y tierna. Apasionada y desinhibida, encontró el regazo de la madre indiferente, de la abuela mimosa, de la mujer que seguía esperando” (Pardo, 27).
Por el contrario, el dolor del abandono del que su madre lo hizo objeto, Octavio lo sufre con resentimiento, inculpación y maldición por la condena del horror de las pesadillas y alucinaciones que lo devoran a instancias de la crueldad de la figura femenina indiferente, simbolizada en la migala, una araña gigantesca, que también muestra connotaciones sexuales.
“La suerte estaba contra él: le quitaron todo. La felicidad día a día era más distante y el terror lo cubría como una tela de araña tan fuerte que inmovilizado aguardaba el zarpazo por la espalda” (Pardo, 27).
En efecto, Octavio se siente condenado a la impotencia, sin poder escapar al destino trágico de la cadena de abandonos con la que su suerte lo ató para que viera en sus angustias sin fin, a “Nereida, recién apeada, sudorosa y lasciva, llamándolo desde la trasparencia de su rostro, a la abuela, pasando sus manos grandes sobre sus cabellos, y a su madre, ¡ah, maldita!, alejándose con el hombre, sombrero de fieltro, zapatos combinados”. (Pardo, 27).
Joseph Novinski expresa que “la íntima conexión personal es fundamental en el trascurso de la vida”, pero tal cercanía íntima, muchas veces se obstaculiza, debido a “las cicatrices de rechazos tempranos” (Hungry Hearts, 199), principalmente en la edad infantil. Así mismo Michael Rutter apunta que la relación edípica no se resuelve favorablemente cuando “el niño sufre repetidos rechazos o abandonos de las figuras maternales, creando en aquél sentimientos de ansiedad por la separación abrupta. (The qualities of Mothering, 21).
En torno a lo anterior y a la socialización de los valores masculinos, vale preguntar: ¿Por qué se autoacusa Octavio adulto por no ser “valiente y macho” para vencer el miedo si éste, gratuitamente, se apoderó de él cuando era un niño vulnerable? ¿Por qué este hombre tiene que vivir ocultando su miedo en las relaciones con las mujeres que vienen a su vida después de su madre, su abuela y Nereida? ¿Por qué escoge siempre el licor, la huida, el silencio y la distancia, en vez de la comunicación con Irene, la mujer que después llegó a su vida? Es precisamente por el hecho de enfrentar el temor a la mujer que produjo el abandono de su madre cuya importancia psicológica aparece y desaparece en la vida de Octavio Sarria. Son inevitables las coincidencias de las muertes de la abuela y Nereida, las actitudes erradas que Sarria asume frente a Irene y las circunstancias inciertas que, inconscientemente, él atrae en su relación y que confirman el flagelo que lo lanza al abismo de la desesperación y el deseo de la muerte.
Irene aparece en la vida de Octavio como promesa de redención de sus frustraciones anteriores. Ella se constituye por un lado en la síntesis de Nereida y la abuela o, más bien, el ideal de mujer que Octavio cree que es el que ha estado buscando para alcanzar “la ilusión de encontrar a alguien con quien envejecer” y poder hallar “el goce de que las mujeres existían más allá de la imagen de la abuela y de la madre adúltera” (Pardo, 26). Por otro lado, pese a las esperanzas de escapar a la imagen negativa de la madre devoradora de su felicidad, Octavio Sarria no puede disociar a Irene de esa madre-migala, abandónica y devoradora[9].
“… al final, quedaría una, la voraz vencedora que lo acogería, lo miraría con sus infinitos ojos y lo llevaría a una madriguera tibia para siempre” (Pardo, 61).
La llegada de Irene a la vida de Octavio representa para él la ilusión y la ansiedad, la certeza y la duda, la plenitud y la muerte:
“… la esperó, como si detrás de Irene avanzara, sigilosa y traicionera, la muerte. Dio un concierto para ella; las notas musicales envolvieron el contorno de hálitos tristes. Irene, sentada por primera vez en el tapete beige de la sala, detenida como una luminosa ilusión, cantó con una ternura para él desconocida” (Pardo, 54).
El ser romántico que existe en Octavio realiza sus sueños de amor en los encuentros íntimos con Irene:
“Esa tarde se lanzaron al agua como conquistando el universo, abrazados, sabiendo, sin equivocaciones, que se amaban. (…) Jugaron con las mil lenguas del mar, y extenuados se tiraron en la playa a mirar las figuras de los alcatraces; él escribía versos cortos con el índice hundido en la arena y ella los atrapaba antes de que la espuma se los llevara a las profundidades” (Pardo, 55-56).
Sin embargo, la idea de la muerte de su felicidad no abandona la mente de Octavio y por ello, “pretendía hacer con su cuerpo una burbuja de oxígeno y sumergirse hasta el fondo de un lago tranquilo a desarrollar su propio futuro lejos del mundo” (Pardo, 56). Irónicamente, es el mismo Octavio el instrumento de la desaparición de su felicidad junto a Irene. Inexplicablemente, para la realidad amatoria que Irene vive frente a Octavio, él huye dejándola sola después de horas compartidas; desaparece sin motivo alguno ocasionado por su amante. Irene ve que Octavio “se esfuma” como un “hombre de mundo” que se aleja llevándose sus ilusiones como mujer, de “tener su compañía y amistad, su deseo de amarlo para siempre y de disfrutar de sus versos y sus canciones” (Pardo, 58). A las huidas de Octavio se agrega la inseguridad de que Irene sea capaz de amarlo verdaderamente. Tal duda puede ser razonable por la diferencia de veinte años de edad entre ellos, lo cual hace que Octavio dude de su virilidad con relación a su joven compañera. De la misma manera dada su necesidad masculina de posesión, su incertidumbre acerca de la existencia de otro hombre en la vida de Irene, obstaculiza su confianza de que ella lo ame sólo a él:
“Consultó a su abuela y la respuesta fue positiva: era la figura de otro hombre soñado por Irene desde la adolescencia, al que no había podido borrar de su memoria” (Pardo, 63).
Más adelante el miedo de Octavio de ser abandonado por una mujer más, se torna casi inaguantable. Él decide que su destino no es diferente al de su padre, el cual, como se mencionó, fue abandonado por la madre para irse con otro hombre:
“Sí, conocería a otros hombres; sí, en especial la invitarían a uno de los múltiples balnearios de México, y ocultando su pasado, se entregaría sin sobresaltos, sin que le auscultaran los ojos ni la vida” (Pardo, 66).
Octavio sentiría alivio si esos hombres se dieran cuenta de que él existía en la vida de Irene. Pero la distancia que lo separa de ella es la misma que él ha creado con sus desapariciones sin explicación y su falta de cuidados y atención para con ella.
Por tanto, la partida de Irene para México es para Octavio otro abandono:
“… lo irremediable volvía a cubrirlo: Irene se marchó dejándolo en la zozobra de la desgracia” (Pardo, 64).
Sobre las palabras anteriores es pertinente anotar que Irene no se habría distanciado emocionalmente de Octavio de la manera en que al final lo hizo, si él no hubiera mantenido su orgulloso y hermético silencio al no responder las cartas semanales de amor que ella le escribió desde ese otro lado donde se encontraba y añoraba, esperando que el regresara:
“Introduciré este papel al sobre sabiendo que no llegará a su destino ¿pero qué importa una carta más? … si casualmente logras enfrentarte a ella, recuerda que espero una mínima señal de que sigues con vida. Nada más. Irene” (Pardo, 78).
La incomunicación voluntaria y sin razón de Octavio para con Irene provocan su efecto normal: alejarla definitivamente y hacer que ella continúe desarrollando su vida sin él. Irene no recibe explicaciones, ni respuestas, ni propuestas, ni mucho menos una sola palabra de amor de Octavio. La realidad que él le presenta es la del olvido o quizás su murete, como ella trata de averiguarlo.
De forma contradictoria con el silencio y la distancia que Octavio le impuso a Irene en su estadía en México, no ha dejado de pensar en ella, de contestarle secretamente sus cartas y, lo que es más contraproducente para su destino de hombre angustiado por las frustraciones, Octavio sigue soñando con Irene, manteniendo vivos los recuerdos de los momentos felices del pasado e imaginando un futuro juntos. Especialmente cuando tiene noticias del regreso de ella, Octavio empieza a contar los días, a ejecutar preparativos, planes y decisiones con la excitación del náufrago que al fin ve la esperanzada tierra firme, para salvarse de las angustias, los miedos y los terrores de la vida de abandono que lleva en el entorno humano, de las gentes que lo rodean, tan solitarias y tristes como él. Los habitantes del edificio, ven la trasformación y las ansias de vivir que nacen el Octavio con la perspectiva del regreso de Irene y las invita a celebrar su acontecimiento feliz:
“Irene llegaría por él. Sentado en la cama, ojeando el diario, analizaba, como si estuviera engañándose, lo que significaría recomenzar. Presentía la tibieza de las otras veces, los dos desnudos, juntando la piel y descubriendo la medida de sus siluetas” (Pardo, 99).
Bien se expresa el narrador cuando dice, “como si estuviera engañándose”, porque precisamente Octavio se autoengaña cuando de manera unilateral cree la realidad de Irene junto a él, sin contar con lo que ella piense y sienta después de todo lo sucedido entre ellos. Es más, dado que Irene le escribía a Octavio cartas cariñosas e interesadas por saber su suerte, a pesar del silencio al que la condenó, él asume que ella lo “ha perdonado desde siempre” y por ello, no lo ha dejado de querer y “llegaría dispuesta a envejecer a su lado convencida de que no siempre la convivencia mata los afectos” (Pardo, 107). Tampoco Octavio se da cuenta de que Irene no piensa que la convivencia mata el afecto sino que, precisamente, lo que ella le hace saber es que “siente el frío del regreso y el deterioro que han dejado sus silencios y la distancia” (Pardo, 78).
El ser romántico de Octavio lleno de emociones ante la posible realización de sus sueños de intimidad y compañía amorosa, se desborda en poesía y pasión y, por sobre todo, sucede lo inesperado: sus sentimientos por Irene le hacen comprender que sólo el amor es el que lo mueve a perdonar y justificar el abandono que su madre le proporcionó:
“Si esperaste, como yo, el momento propicio del reencuentro, de la fuga, de la pasión, te perdono, madre. Sólo hoy puedo perdonarte” (Pardo, 120).
Ese amor que Octavio siente por la Irene que ha forjado en su mente, se convierte en una catarsis liberadora del dolor del abandono, de la soledad y del terror de las arañas:
“Me sacará de este encierro y pondrá a mi vida una meta alegre, ¿podremos tener hijos? (…) Irene derrota los miedos (…) ahuyenta las arañas” (Pardo, 120).
Y de forma patética para un lector o lectora que sigue de cerca el proceso desde la depresión existencial de Octavio por el abandono femenino repetitivo, hasta el estado de paroxismo ante la espera de la felicidad liberadora, cuando más seguro se encuentra de no equivocarse, es cuando, irónicamente, más lo está. Irene regresa, es cierto. Pero “eres otra, Irene. Tu rostro perdió el encanto. Tus besos ya no son mis besos. No volveré ni volverás. Lo pasado no importa. Tus cartas… ¡pobres cartas! Nereida y la abuela me solicitan, también mi padre” (Pardo, 126), son las palabras de la realidad exterior que tiene que enfrentar Octavio contra la realidad imaginaria que sus deseos de amor le hicieron construir con girones de la realidad compartida con Irene, pero que ya forman parte del pasado, ahogado por el futuro que le siguió, que no fue otro que el del silencio de Octavio y, por añadidura, su dispersión en relaciones fantaseadas y reales con otras mujeres como la portera y la enfermera. Por todo eso, no es de extrañar la convicción final de Irene de que Octavio no era hombre para una convivencia:
“—Octavio, por favor… Debemos pensarlo mejor… sabes bien cómo eres… no estás acostumbrado a una mujer… vamos despacio ¿quieres?... además, no sabes nada de mí… el tiempo pasa… la gente cambia” (Pardo, 125).
Irene ha evolucionado, ha seguido adelante con su vida sin Octavio. La caída final de Octavio sensible se precipita, arrastrando con él sus planes y sueños compartidos con Irene en el pasado, pero no alimentados después. Ya no tiene validez que Octavio le quisiera contar a Irene todo lo que tiene para ella en la casa que él preparó para los dos ni sus promesas de cambiar su conducta:
“¿Te fijaste en el exprimidor de naranjas que compré? Tendremos jugo rápido por las mañanas en la cama. También compré unas copas… para los invitados… te prometí no volver a beber y lo cumpliré, Irene, por ti y por mí, por nosotros” (Pardo, 127).
El uso del nosotros puede mirarse en dos perspectivas: la del deseo de Octavio de continuar la vida compartida con ella, pero, mirado desde el punto de vista de quien lo dice; la realidad es que Octavio ha hecho planes para los dos desde su yo solamente, Él no ha contado con el que es Irene para que pueda haber un verdadero nosotros, lo que Octavio expresa aquí, es irreal, sin bases. Está sólo en su mente y en sus deseos amorosos. Aunque sean válidos como sentimientos. Pero esa validez no se vuelve acción real, si no se cuenta con los sentimientos, deseos y pensamientos del otro, en este caso Irene. De otra forma, es decir, con la individualidad que presenta Octavio como único eje de la realidad amorosa, no puede existir el equilibrio y la posibilidad de la mutualidad necesaria para el desarrollo del amor. Es cierto que, a causa de las cartas de amor de Irene, Octavio siguió alimentando sus sueños. Pero también es cierto que, a pesar de los sentimientos de Irene por Octavio, él mismo le provocó la pérdida de la fe en él. Y para aumentar un poco más la unilateralidad con que Octavio —infortunadamente para él— vive su realidad amorosa con Irene se puede preguntar ¿en qué parte de la historia, el narrador habla de las frustraciones y el dolor que Irene pudo haber experimentado antes las huidas, las distancias, el silencio y el rechazo de Octavio?
Ahora bien, la distorsión de la realidad objetiva a causa de las experiencias subjetivas tempranas y las posteriores que se repiten como proyecciones, imposibilitan el desarrollo de la realidad romántica de Octavio Sarria. Esa realidad en la que él se mira, está fragmentada en las imágenes que forman parte importante de su vida: la abuela, la madre, Nereida. También la imagen de su padre es parte importante de la realidad en que se proyecta Octavio. Él toma a su padre como modelo masculino victimizado por el abandono familiar, luego muerto a traición y también despojado irremediablemente de sus sueños de amor. Y es por ello que Octavio asimila la historia de su padre y la vida también sin haber podido saber cuál era la propia:
“Padre: Fuiste un soñador de horizontes, un conquistador de sentimientos perdidos, un solitario de amor que pasaste la línea invisible del abandono (…) ¿La perdonaste? (…) Tu historia sobre la casita frente al Caribe se quedó en mi corazón como un tatuaje de gratos recuerdos… una barca navega por mi sangre, padre… abuela, no puedo ser valiente… padre, caíste sin saber quién te arrebataba la vida…” (Pardo, 129).
Su padre soñó sus sueños de amor en el mar, y Octavio fue quien pudo vivirlos con Irene en el episodio en el Mar Pacífico. Ambos hombres fueron devastados por el abandono. Un abandono que resulta ser hereditario, posiblemente originado por el padre de Octavio porque aunque éste último sólo menciona una vez el silencio y distancia de su padre para con su esposa, son suficientes para destruir el amor de ella, al dejarla a merced de sus deseos insatisfechos:
“Pero también, padre, tus ausencias prolongadas avivaron deseos incompletos de esa mujer, de tu mujer, padre, esa, mi madre” (Pardo, 129).
Es interesante observar, aunque fugazmente, cómo Octavio analiza la falla en la conducta masculina paternal al mencionar el abandono de su esposa, que ocasionó trágicas consecuencias para el padre, lo mismo que para el hijo. Ese hijo que atrapado en el laberinto de la vida de sus progenitores, ciegamente busca la figura de su Ariadna, para que lo saque a la realidad donde su ser real pueda existir en cooperación mutua con la mujer que cree está destinada para él.
 Al final de esta historia novelesca no resuelta, el narrador crea una salida a la angustia suicida de Octavio por el abandono, narrando un último encuentro suyo con Irene/mígala, pero está alucinando:
“... Irene seguía besándolo, como si en esa succión, como si en ese sentimiento que los dos aprehendieron estuviera unida la existencia. (…) (Octavio) Cerró los ojos para volver a encontrar al ratón gris asustado que veía cómo la migala maldita se aproximaba para siempre” (Pardo, 139).
Finalmente, queda la incertidumbre de si Octavio Sarria será capaz de liberarse del miedo a la mujer devoradora que es la causa del trastorno de su mente para poder encontrar a la mujer ideal con la cual tendrá el amor real.

Notas
1. Joseph Nowinski en su libro Hungry Hearths (Corazones hambrientos), discute ampliamente el tema del aislamiento y soledad masculina, debido al estereotipo social masculino, a la falta de un sentido de comunidad entre hombres y a la negación de los sentimientos individuales.
2. En este estudio el énfasis no está en el complejo de Edipo sino más bien en la relación entre madre e hijo, la cual afecta el desarrollo psíquico y la actitud hacia el sexo femenino.
3. La importancia de las relaciones interpersonales durante la infancia es mayor que el llamado complejo de Edipo. Harry Stack Sullivan expresa que las experiencias tempranas infantiles tienen un marcado efecto en el desarrollo de la personalidad y en la capacidad para las relaciones íntimas.
4. El abandono físico y emocional de la madre crea un malestar emocional expresado como ansiedad. Por lo tanto, también hay una necesidad insatisfecha de sentir seguridad en torno a las relaciones interpersonales.
5. Nancy Chodorov menciona que las mujeres son los principales agentes de socialización, puesto que la voz de la figura maternal es la primera que un niño escucha aprobando o desaprobando su conducta. En el caso de la madre de Octavio, dado que abandona física y emocionalmente a su hijo, para él esto es muestra de gran desaprobación de su madre para con él. Después, la voz de la abuela reemplaza la de la madre ausente y los masculinos y se convierte en su medio socialización, trasmitiéndole, tanto valores emocionales como de valentía masculina contra actos de cobardía.
6. Michael Rutter afirma que los niños que han sufrido una separación súbita de su madre se vuelven sensibles y luego cada experiencia similar de separación, la sienten de manera traumática y dolorosa.
7. De acuerdo con Jane F. Carpineto, un hombre abandonado por su madre, más tarde puede ver a las mujeres como enemigas que lo atacan, creando inestabilidad en su relación interpersonal y sexual con ellas.

Obras citadas
Carpineto, Fane F. The Don Juan Dilemma. New York: William Morrow and Company, 1989.
Chodorv, Nancy. Feminist and Psychoanalytic Theory.New Have: Yale U.P, 1989.
Lukacher, Maryline. Maternal Fictions: Sthendal, Sand, Rachilde, Bataille. Durham and London: Duke Up, 1994.
Nowinski, Joseph. Hungy Hearts: On Men, Intimacy, Self-Stem, and Addicition. New York: Mcmillan, 1993.
Pardo, Jorge Eliécer. Irene. Bogotá. Plaza y Janes, 1986.
Rutter, Michael. The Qualities of Mothering: Maternal Deprivation Reassesssed. New York: Jason Aronson, 1986.
Sullivan, Harry Stack. The interpersonal Theory of Psychiatr.Eds. Hellen Swick Perry and Mary Ladd Gawel. Intr.Mable Blake Cohen. new York: Norton, 1953.



[1] Este ensayo se publicó en inglés: .“The unconscious struggle in Jorge Eliecer Pardo’s Irene: Octavio Sarria between Life and Death.” Trans. Angela McEwan. Readerly/Writerly Texts: Essays on Literature, Literary/Textual Criticism and Pedagogy. Eastern New Mexico University, Spring/Summer (1995): 145-158.
[2] Pardo, Jorge Eliécer. Irene. Bogotá. Plaza y Janes, 1986, 139 pp.
[3] Joseph Nowinski, Hungry Hearths (Corazones hambrientos), discute ampliamente el tema del aislamiento y soledad masculina, debido al estereotipo social masculino, a la falta de un sentido de comunidad entre hombres y a la negación de los sentimientos individuales.
[4] En este estudio el énfasis no está en el complejo de Edipo sin más bien en la relación entre madre e hijo, la cual afecta el desarrollo psíquico y la actitud hacia el sexo femenino.
[5] La importancia de las relaciones interpersonales durante la infancia es mayor que el llamado complejo de Edipo. Harry Stack Sullivan expresa que las experiencias tempranas infantiles tienen un marcado efecto en el desarrollo de la personalidad y en la capacidad para las relaciones íntimas. 
[6] El abandono físico y emocional de la madre crea un malestar emocional expresado como ansiedad. Por lo tanto, también hay una necesidad insatisfecha de sentir seguridad en torno a las relaciones interpersonales.
[7] Nancy Chodorov menciona que las mujeres son los principales agentes de socialización, puesto que la voz de la figura maternal es la primera que un niño escucha aprobando o desaprobando su conducta. En el caso de la madre de Octavio, dado que abandona física y emocionalmente a su hijo, para él esto es muestra de gran desaprobación de su madre para con él. Después, la voz de la abuela reemplaza la de la mare ausente y los masculinos y se convierte en su medio socialización, trasmitiéndole, tanto valores emocionales como de valentía masculina contra actos de cobardía.
[8] Michael Rutter afirma que los niños que han sufrido una separación súbita de su madre se vuelven sensibles y luego cada experiencia similar de separación, la sienten de manera traumática y dolorosa.
[9] De acuerdo con Jane F. Carpineto, un hombre abandonado por su madre, más tarde puede ver a las mujeres como enemigas que lo atacan, creando inestabilidad en su relación interpersonal y sexual con ellas.

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