14 de marzo de 2019

CRÍTICA: Los velos de la memoria: Una narrativa épica de héroes sin victorias. Eugenia Muñoz.

Los velos de la memoria:

Una narrativa épica de héroes sin victorias

Eugenia Muñoz

8a edición, Universidad del Valle


Uno de los ejes temáticos estructurales que se encuentra en Los velos de la memoria (1) de Jorge Eliécer Pardo tiene las características de la épica. Maneja el tiempo, que bien puede llamarse épico, iniciando con las narraciones de acciones guerreras acaecidas desde el presente del siglo XXI y va buceando en el pasado, por entre los siglos anteriores, hasta la colonia y conquista, buscando y describiendo con la intensidad de su sensibilidad artística-poética, la memoria de los enfrentamientos y masacres fratricidas llevadas a cabo a lo largo y ancho del territorio nacional colombiano.(2) Pero en esta narrativa épica hay una excepción: No hay héroes victoriosos. Los grupos opuestos en esas guerras que Pardo ha recreado fiel a la memoria histórica, son el de victimarios y víctimas. El de los victimarios —tres bandos en uno— lo componen los paramilitares o Auto Defensas Unidas de Colombia (Auc), los guerrilleros y el ejército nacional. (3) Todos ellos contra el grupo colectivo integrado por campesinos y comunidades indígenas y afro-colombianas.

Épica clásica y moderna

No hay héroes en Los velos de la memoria (5) en el sentido tradicional épico de considerar heroicas las actuaciones de personajes de dos bandos contrarios como Héctor y Aquiles en la Ilíada, o las de Ulises victorioso ante todos los obstáculos en su largo viaje de regreso a ĺtaca. Héroes antiguos que tenían una relación directa con los dioses míticos protectores o aliados de sus causas. Esta interacción mítica los colocaba en una zona que traspasaba la condición humana. En Los velos no se puede considerar al bando de los victimarios como héroes discrepantes porque son defensores de sus propias causas individualistas —no nacionales— por el poder político. Pero se podría decir que coinciden a la inversa con los héroes antiguos, porque traspasan los límites de lo humano dada su barbarie demoníaca que deshumaniza al bando de las víctimas ensañándose en ellas en los conflictos de sus guerras haciendo uso de su albedrío sin razón; las colocan como antagonistas simplemente al azar; los campos de batalla de sus guerras las hacen en los lugares donde las víctimas tienen su morada y su historia ancestral. Tampoco hay héroes victoriosos tradicionales en Los velos, nada tienen que ver con lo heroico las actuaciones sanguinarias e inhumanas y las motivaciones del bando de los victimarios, nada con el estilo de otros héroes épicos antiguos como el Cid que logró la victoria final contra los moros invasores aún después de muerto; el bando de las víctimas de Los velos no gana ni una sola victoria contra sus enemigos gratuitos. (6)Las víctimas, protagonistas de Los velos, no participan voluntariamente como actantes en las guerras descritas, (7)como Caupolicán, el héroe de La Araucana que representa la resistencia contra los poderosos españoles invasores de su territorio y destructores de su cultura y que muere heroicamente a causa de su vulnerabilidad ante la fuerza del enemigo. Pero considerando esto último, sí pueden compararse las circunstancias desventajosas de Caupolicán, con las de las víctimas en Los velos, desarmadas y sin el apoyo de alguien con influencia o poderío para enfrentar a los victimarios.
Entonces ¿de qué manera se pueden llamar héroes épicos a las víctimas de Los velos?
Son heroicos porque han sufrido a través de los siglos en numerosos escenarios la agresión de sus victimarios impunes —y amnistiados muchos de ellos— la injusticia, los destrozos y heridas físicas que ni siquiera las fieras animales causan con la premeditación, la saña, el goce del espectáculo, el sadismo; infringen torturas en los cuerpos vivos de sus víctimas para que sientan, milímetro a milímetro, segundo a segundo, el dolor y desasosiego hasta que exhalen el último hálito de vida, porque estoicamente esas víctimas, sin manera de defenderse, enfrentan la muerte; también hay quienes enfrentan y padecen el dolor de ver a sus seres amados torturados hasta su muerte y, en muchísimos casos, sufren la desazón de no hallar sus cadáveres para darles el último beso de adiós ante la sepultura donde sus cuerpos inertes, acompañados de sus rituales culturales, puedan despedirse del alma que sale de este mundo al encuentro con sus espíritus del más allá. Héroes son también los que quedan con una vida dislocada, desenraizada de su terruño, sus costumbres y sin paz, parias por su éxodo forzado, dejando atrás su pasado, en un presente lleno de vacío e incertidumbre, sobreviviendo cada día, sin una esperanza que compense el trágico destino de ser pobre e indefenso a merced de la implacable voluntad destructora de los que están arriba haciendo sus propias guerras.

A propósito de redefiniciones del héroe épico, en la época moderna, vale mencionar las opiniones y comentarios de críticos literarios como Claudio Maíz y José Miguel Oviedo.
En su artículo, “A falta de épica buenas son las historias. El héroe en la narrativa latinoamericana actual”, Maíz expresa:
“Nos importa subrayar esta idea de la visión trágica de los destinos del hombre que atraviesa la nueva novela hispanoamericana, tanto como la de fuerzas inexistentes” ante “máximos desafíos”. De manera muy sintética lo dicho casi podría fungir como una fórmula de la épica misma” (Maíz, 952).
Así mismo, Maíz, hablando del héroe en la narrativa del post-boom, dice que
“Aflora una narrativa orientada a la incorporación de la figura del derrotado, del antihéroe, del que no aspira desafiar su destino y, si lo hace, no lo hará con aquellos recursos que probaron ser conducentes al fracaso” (Maíz, 956).
Tanto Claudio Maíz como José Miguel Oviedo relacionan la novela Los de abajo, de Mariano Azuela, con la épica. Maíz, citando a Carlos Fuentes en la definición de esta obra como una “Ilíada descalza”, plasma que
“Azuela como ningún otro narrador de la Revolución Mexicana levanta “la pesada piedra de la historia para mirar lo que hay debajo y lo que encuentra es la historia de la colonia que hasta entonces no había sido narrada” (Maíz, 453).
A su vez, Oviedo en su libro, Historia de la literatura hispanoamericana, se refiere a Los de abajo como una épica popular truncada porque sus personajes constituyen “un mito frustrado”, son una clase diferente de héroes violentos, ciegos e ignorantes y, agrega que esta obra mexicana, es la “épica degradada”, según la definición de Carlos Fuentes.
Por lo anterior, cabe decir que Jorge Eliécer Pardo —como Azuela— en Los velos, hurga palmo a palmo la historia de las guerras colombianas en las cuales, los unos están degradados hasta la infamia y los otros, indefensos hasta lo absoluto; cuenta, a través de varias voces narrativas, lo no dicho o ignorado sobre esos seres víctimas, héroes del dolor y de la lucha por sobrevivir. Voces narrativas también a cargo de ir descorriendo los velos de la memoria cruenta que aguarda la hora de la justicia, aunque sea con el poder de la palabra artística, a la cual se refiere el mismo autor en una entrevista con René González Medina: La palabra —la de aquellos que no la tienen— se ahoga en la historia de las guerras, de las innumerables normas y leyes, en los indultos, armisticios y amnistías, en los perdones y olvidos, en las falsas reparaciones, en los silencios de los historiadores, infames cercenadores de la memoria.
Antes de describir las acciones de los grupos participantes al bando de los victimarios contra los integrantes del grupo de las víctimas, se van a exponer a continuación las voces de los treinta y dos relatos que componen Los velos. Entre las diversas voces, la más frecuente es la omnisciente, la que, a excepción de un reducido número de personajes con nombres propios, nombra de manera general a los integrantes de los grupos de los dos bandos: “los guerrilleros, los paramilitares, el ejército, la policía, el gobierno, la madre, el padre, los hijos, la abuela, los hombres, las mujeres, los jóvenes, los niños, los habitantes, los cuerpos, los muertos, ellos, ellas, él, ella”. Es una voz omnisciente testimonial histórica de las torturas, crímenes y destrucción en las diversas guerras y masacres:
“El 9 de enero de 1999, ellos llegaron a acabar con el mundo, a sembrar el silencio y el miedo” (Pardo, 27).
“Con el primer despojo algunas madres demandaron piedad para sus maridos e hijos” (Pardo, 29).
“Mientras los jóvenes del colegio cavan las cuatro fosas sin cruzar palabra, sin mirarse, para sepultar los treinta y ocho cuerpos desmembrados en la cancha, los paramilitares abren otras garrafas de ron y devoran lo que encuentran” (Pardo, 54).
El uso frecuente de nombres genéricos en esta obra lleva a pensar que está reflejando la colectividad o grupos a los cuales pertenecen los personajes y también una condición de anonimato, que asociada con el grupo de los victimarios se refiere a la impunidad de sus actuaciones y, con las víctimas, a la justicia no recibida y al olvido de sus identidades. 
Se encuentra también, entre las voces narrativas, un nosotros del grupo de las víctimas que es anónimo y narra sufrimientos, ansiedades y angustias a causa de los criminales impunes:
“Oímos que se acercan. Sin escapatoria debemos ponernos en paz con Dios. Se aproximan madurados en el odio. (…) Contra la pared escuchamos el chirrido del roce de las balas de puntas amarillas en las cananas. (…) No importa, dijimos, murmuremos el Padre Nuestro. Sabemos que de nada servirá” (Pardo, 131).
Además de la tensión de la muerte que se aproxima, la voz colectiva habla de “ponerse en paz con Dios” como indicando que Dios les tienen anotadas deudas que necesitan saldar con Él. Es muy significativo querer acercarse a Dios murmurando la oración de solicitud de ayuda al Padre nuestro por si acaso les sirve, aunque saben que será lo mismo que nada. Expresiones estas que dejan ver que para ellos el Dios protector y administrador de justicia no se hace presente, dejándolos a merced de sus victimarios aliados con las fuerzas del mal.
Otra de las voces —que aparece narrando la primera persona plural— es la femenina colectiva, compasiva, solidaria, amorosa, no sólo con sus propios muertos destrozados de manera atroz por los bárbaros, sino con los muertos de cualquiera otra mujer doliente:
“A todas en el puerto nos han quitado a alguien, somos huérfanas, viudas. Por eso, a diario esperamos los muertos que vienen en las aguas turbias, entre las empalizadas, para hacerlos nuestros hermanos, padres, esposos o hijos” (Pardo, 85).
Esos sentimientos de solidaridad y amor de las mujeres en un “nosotras todas en el mismo dolor”, se manifiesta también en su sensibilidad y dádivas de amor para con los muertos por causa del odio y la bestialidad:
“Sabemos que están muy solos y que todavía sienten la angustia de haber sido degollados. (…) A los aterrorizados les tenemos más amor y consideración porque uno nunca sabe cómo es ese momento de la tortura lenta y cómo enfrentaron las moto-sierras, las metralletas, los cilindros bomba” (Pardo, 88).
Las mujeres en esta obra son la antítesis de los victimarios. Aunque no hay nada que puedan hacer para evitar el destino trágico infrahumano de las víctimas propias y adoptadas, les dan lo más valioso que tienen: Amor de madre, esposa, hija o hermana.
Desmembramientos de la memoria
En la sección Las voces del cuerpo, compuesta por siete narraciones —a excepción de la última— quien narra es un yo personaje. Todas las voces narrativas tienen en común que hablan desde la zona de la muerte, desde partes mutiladas del cuerpo. Cinco de esos yo personajes, con cuerpos incompletos, se identifican con nombre propio y cuentan las circunstancias de cómo fueron asesinados por sus enemigos y cómo se hicieron merecedores, de decapitación, en tres de ellos, de escisión de la mano derecha en uno y de descuartizamiento de brazos y piernas en otro. Los yo narradores varían en el tiempo en que vivieron y actuaron, empezando por la época de la colonia hasta la actualidad temporal de la obra.
“Soy una cabeza escindida. Pertenecí al capitán comandante José Antonio Galán. Me decapitaron por órdenes del arzobispo Antonio Caballero y Góngora. (…) El resto de mi cuerpo fue cortado a machete y repartido” (Pardo, 115).
“Soy una cabeza escindida. Pertenecí a José León Armero. (…) El Pacificador ordenó mi fusilamiento. Dijeron que me asesinaban por traidor al rey” (Pardo, 113).
“El dueño de mi cuerpo está muerto como yo. (…) En cubos de hielo mis huellas permanecen intactas, ranuras estampadas en cuadros de papel cuando me reseñaron antes de ser guerrillero. Anotarán: mano derecha de Manuel de Jesús Ortiz, conocido como Iván Ríos. (…) Soy una mano derecha desmembrada, quizás la más famosa de las que figuran en listas de recompensas” (Pardo, 107).
“Yo era un hombre. Ahora soy cinco. (…) Quisiera volver a ser uno y no cinco; uno en las listas de los desparecidos y no cinco; uno perfecto en la muerte” (Pardo, 120).
En una de las narraciones, la que habla del asesinato del general Rafael Uribe Uribe, “el hombre que participó en tres guerras civiles colombianas”, hay una combinación de narradores. Empieza con uno no identificado relatando en tercera persona como testigo de la historia, quien a su vez cede la palabra al personaje Uribe y a un yo testigo presencial en la persona de uno de los médicos que atendió al general herido de muerte. Además, en la narración aparece el se impersonal:
“Cerca de las once de la noche entraron junto al lecho del general dos miembros de la compañía de Jesús, se me dijo que el uno era el reverendo padre Jáuregui” (Pardo, 149).
Como en el poema de César Vallejo, en Los velos, las caídas de los “Cristos” en el calvario por los golpes que, sin saber por qué reciben, las padecen los inermes hombres, campesinos, indígenas, afro-colombianos, sin una culpa que justifique los golpes sangrientos. El seguimiento de este calvario inconmensurable por su intensidad y sufrimiento, lo inicia Jorge Eliécer Pardo contando la masacre sucedida precisamente en la iglesia del pueblo de Bellavista, Bojayá, Chocó, del 21 de abril al 11 de mayo, de 2002, contra el conglomerado afro-colombiano, habitante del pueblo por muchas generaciones.
Se destaca en la narración pardiana el valor mítico-cultural que para esa comunidad representa el río Atrato, el que a su vez demarca una presencia vital para el pueblo: el personaje femenino Minelia.
“Muchos decían que Minelia emergió del Atrato, el río madre de Chocoanos y emberas. Verdad o no, la cuidaban y abrían las puertas para que pasara la noche en una de sus hamacas” (Pardo, 15).
Pero el río ancestral de los abuelos y bisabuelos de ascendencia africana fue expropiado por los hombres invasores armados para la confrontación bélica de sus intereses.(8).
"… lo navegaban los artillados de la Armada Nacional, las voladoras de la guerrilla, las chalupas de los paramilitares. Se disputaban las orillas” (Pardo, 15).
Antes del día aciago, Minelia fue testigo de la llegada del grupo de trescientos paramilitares en lanchas por el río y en avionetas, dispuestos a acabar con los guerrilleros que el día anterior arribaron por centenares por el río y el monte.
“… por las hendijas de las ventanas de madera se veían los asustados ojos de los niños, profundamente negros que contaban los pasos de los camuflados” (Pardo, 17).
Los contendientes hicieron su guerra a muerte en los espacios del pueblo y, ante las ráfagas mortales, cientos de aterrados habitantes buscaron refugio en la casa de Dios, la casa cural y el convento de las Hermanas Agustinas Misioneras pero, irónicamente, no hubo manera de que en esos recintos sagrados recibieran protección divina. Los guerrilleros asestaron de manera fulminante contra el techo de la capilla una de las bombas que pretendían impactar contra sus enemigos paramilitares: cayó justo en el altar. Por entre el centenar de muertos,
“Minelia recompuso los cuerpos de los cuarenta y ocho niños asesinados. Los conocía muy bien porque jugó con ellos en las tardes de sábado. Primero juntó las cabezas a sus cuerpos. (…) Los dedos, las piernas, los ojos, todo lo puso en su lugar sin decir nada mientras los mayores se desangraban y cubrían sus bocas para ahogar el quejido” (Pardo, 20).
Y ante la atroz tragedia, los paramilitares
“aprovechando las sombras abandonaron Bojayá, sin ninguna baja en sus tropas,(9)la guerrilla en la mañana del lunes entró con voces triunfantes: recuperaban el territorio. Ahora el río les pertenecía” (Pardo, 23),
y Minelia acompañó al sacerdote Janeiro que
“se tiró de rodillas ante el comandante Guillermo, de la guerrilla, para que permitiera enterrar a sus muertos” (Pardo, 22).
No duraron mucho “los esfuerzos bélicos” de los guerrilleros por recuperar el territorio usurpado a los habitantes de Bojayá. Tuvieron que huir al monte cuando se enteraron de que estaban próximas “las fuerzas del gobierno”, que tampoco tomaron acciones para salvaguardar a los habitantes cuando fueron advertido del inminente peligro.

¿De qué sirvió a guerrilleros y paramilitares —ambos grupos ilegales— enfrentarse por la posesión de unas tierras y sus aguas que obligados tuvieron que abandonar los habitantes, unos muertos y otros vivos, quienes a manera de consuelo en su destierro de desplazados a las ciudades,
“… hablan a sus hijos sin tierra, ni río ni vecinos, que existió Minelia, la madre de los negros, en un lugar donde ahora sólo sopla el viento?” (Pardo, 24).

El martirio e inmolación de la siguiente matanza relatada en Los velos, acaecida el 9 de enero de 1999, tuvo por “Gólgota” el pueblo de El Tigre, en el Putumayo, habitado por campesinos y descendientes de indígenas. Al igual que en Bojayá, sus habitantes tenían en su tradición historias de bisabuelos, abuelos y padres como trabajadores del lugar pero, a pesar de que la voz narrativa hace referencia a etapas anteriores al auge económico de la región, primero del caucho y la quina, luego del petróleo, en las que sus ancestros participaron con su labor sin realizar sus sueños de recibir parte de esas bonanzas, en esas épocas “no les quitaron la palabra ni la alegría”, ni tampoco se quedaron en el silencio ni en el miedo a protestar, cuando las fumigaciones acabaron sus cultivos por el negocio de la coca instalado en sus tierras.
Los victimarios, directos responsables de esta matanza en El Tigre, fueron “Ellos”, los paramilitares. Para los verdugos estaba “más que justificada” su masacre porque,
“Para ellos era territorio traidor y en sus casas vivían sus enemigos” (Pardo, 28).(10).
Para los paramilitares quien fuera sospechoso a su antojo, con o sin verificación, era reo condenado a los suplicios más cruentos posibles antes de su ejecución. Una vez se tomaron el pueblo, establecieron la incomunicación total entre los habitantes imponiendo “el silencio que mata” y procedieron a identificar a sus enemigos, seleccionando algunos a la suerte del conteo “uno, dos, tres, éste es un traidor”. Y empezó la faena del matadero humano, más brutal que el de los animales: Cabezas rodando hacia el centro de la cancha de fútbol, prisioneros como conejillos del “enfermero” enseñando a los compañeros del horror, el proceso de preparar los cuerpos para que no flotaran una vez los lanzaran al río Guamuéz:
“Sin alternativa el prisionero cerraba los ojos con la esperanza de que sólo lo dormirían. Sentía la aguja y el líquido que adormecería la parte que sería cortada, cercenada. Oía las explicaciones del cercenador a sus discípulos. Después, la toalla en la cara, la asfixia. No sufriría la sierra en el tórax para la práctica de cómo arreglar un cadáver para que no flote en el río” (Pardo, 30).
Y en vano las mujeres imploraban "piedad para sus hijos y maridos".
Siguiendo al narrador en su cruento relato de aquellos aciagos acontecimientos, los habitantes de El Tigre también tuvieron que emprender el éxodo “lejos del olor de la sangre”, teniendo que dejar a sus muertos y repitiendo mentalmente oraciones por ellos, a causa del silencio impuesto.(11).
Y sin tregua, en Los velos, ante los ojos lectores que se preguntan ¿cómo, cómo puede ser posible tanta deshumanización criminal?, van desfilando masacres perpetradas por los grupos paramilitares, en complicidad con el gobierno y el ejército que se hacen “los de la vista gorda”, con esos grupos ilegales que sin problema pueden pasar con sus hombres armados por los retenes de los policías y los militares y cuando llegan a los pueblos, “no hay autoridad oficial” que los enfrente. Es más, los militares en los retenes, a la entrada de los escenarios de las masacres, no dejan pasar a nadie, ni a la Cruz roja. Y la infantería de marina llega a “defender” a los habitantes del pueblo días después, cuando ha terminado la masacre.(12).

Uno de los relatos sobre los paramilitares que vale comentar por su singularidad, salvajismo e irracionalidad de la mente distorsionada por la trasgresión de conductas humanas normales, es el de Los Uñas Negras.(13).
Lo diferente y más tétrico en la conducta atroz de los hombres con Uñas negras, es que se sumergen en el mundo esotérico de las brujerías, buscando la protección de poderes sobrenaturales demoníacos para escapar a la muerte en sus batallas. No menos aberrantes y macabras son las lecciones del verdugo instructor en las ceremonias de iniciación de los neófitos para que aprendan a inmolar a las víctimas con destreza, ensañamiento y sin vacilación:
“El preceptor traza profundas sajaduras en las gargantas, llena las cantimploras y obliga a beber la sangre de los moribundos. (…). Explica que el sabor en el paladar, como velo agridulce, produce sed y ganas de matar sin remordimiento” (Pardo, 131).
Y luego viene la práctica del aspirante de cercenar los brazos y la cabeza con machete, bajo la “vigilancia del auxiliar”, mientras el preceptor les inyecta ánimo: “—No le pongan misterio, es como sajar una res —dice—.También las reses y los marranos chillan”. No hay palabras para expresar la indignación ante tanta des-humanización contra seres humanos inocentes. Ni aún los animales merecen tanta iniquidad.
Algo que también se observa en esta narración de realidades esotéricas y del más allá, es el suplicio después de la muerte que sufren las víctimas por haber sido asesinadas y descuartizadas de formas tan brutales para que sus almas no puedan —“tras dejar su cuerpo (desencarnar), y completar el proceso de migración en el momento de la muerte— permanecer anclados en una especie de limbo entre el mundo espiritual y el mundo material”.(14). Y al menos, en ese deambular de almas, se da lugar a la justicia que traspasa la oscuridad de la impunidad: Los no desencarnados, sin cesar, “reclamarán sus pieles y seguirán a sus verdugos por el resto de sus existencias” (Pardo, 128).
Entre otras masacres de los paramilitares referidas en Los velos: la de Bello (15) Antioquia en 1990, la del Salado en Bolívar en 1997, la de Mapiripán, Meta en 1997, la de Bahía Portete en la Guajira, en el 2004.

Juicios revolucionarios

En cuanto a los guerrilleros y sus responsabilidades en las inmolaciones del grupo de las víctimas representadas en Los velos, además de la mortandad de Bojayá, hay que mencionar la de Machuca, Antioquia en 1998, en la que el grupo Los Cimarrones, del Frente Revolucionario Antonio Galán, puso dinamita al Oleoducto Central de Colombia para impedir que el petróleo colombiano no tuviera como destino manos ajenas a las de los colombianos. Esa dinamita fue su arma en la guerra que declararon en favor de los nacionales con la consigna “despierta Colombia te están robando el petróleo” (Pardo, 57). Tan solo que, cegados por la determinación de ganarle la batalla a sus adversarios, ni siquiera tuvieron en cuenta el alcance del arma tan poderosa instalada en un blanco, a novecientos metros de los habitantes de Machuca, desprevenidos de tal acción bélica. El petróleo explotó en llamaradas,
“serpenteó hasta el río Pocuné y como lava rojiza, ganó las calles de Machuca abrasando a más de un centenar de niños, adultos, antorcha gigante que nadie pudo detener. Fantasmas incandescentes imploraban ayuda con gritos ahogados” (Pardo, 57).
Irónicamente, “la defensa” guerrillera del derecho de los colombianos a la posesión del petróleo, provocó la destrucción de muchos inocentes y sus humildes viviendas:
“… columnas de fuego de más de cinco metros engullían las casas de madera y zinc de los moradores, la mayoría negros, mineros de aluvión” (Pardo, 58).
Son patéticas las escenas resultantes de la tragedia descritas en la narración:
“En un largo mesón de diez metros pusieron las bolsas negras de plástico, cruzadas por cintas de enmascarar, donde se leían los posibles nombres de los fallecidos. Empaques abultados. Todos negaban que esos carbones fueran sus padres, hermanos, tíos o abuelos” (Pardo, 59).
Después del gigantesco daño, no había nada, ni siquiera el arrepentimiento y reconocimiento de la responsabilidad de la tragedia por parte de los perpetradores, menos de las pérdidas de ochenta y cinco vidas inocentes y el destierro de los sobrevivientes de todo lo que fue suyo, sin tener algo que mirar hacia atrás, ni hacia adelante.
La narración titulada Juicio revolucionario confirma la invalidez de las razones para hacer las guerras, dados los objetivos primordiales de matar a los adversarios aplastando su dignidad y derechos humanos con torturas y bejámenes. Lo anterior se pone de manifiesto en la historia de las actuaciones del guerrillero Fedor Rey Álvarez, alias Javier Delgado, con el agravante de su rebeldía y deserción del grupo de las Farc —con quienes estaba aliado— por diferencias en estrategias guerreras revolucionarias y también por su desmedida ambición de poder; traiciona a las Farc robándoles varios millones —aunque no eran de buena procedencia— para conformar su propio espacio de poder absoluto con la creación del Comando Ricardo Franco, a cuya militancia atrajo a jóvenes campesinos por el dinero que les ofrecía. Lo más execrable, la saña sin límites en la aplicación de castigos con torturas despiadadas y lentas antes de propinar la muerte a los mismos integrantes de su comando, enjuiciados por él como señor supremo del poder, ante sus sospechas de traición e infiltración, determinadas al azar por la dirección del movimiento de un péndulo:
“Delgado aplicaría el juicio revolucionario. Debían sufrir primero y morir después. Luego de arrancarles la piel, macerar con garrotes sus cuerpos y tasajear los moretones para que las heridas se agusanaran, les regalaba el tiro de gracia” (Pardo, 68).
A otras víctimas, jovencitos campesinos, aterrados indígenas, el juez revolucionario supremo, simplemente las escogió para que confesaran su culpa:
“Encadenados los pies y las manos, enterrados hasta la garganta durante semanas, escucharon el veredicto. Sacarles el alma y, a los que confesaron con súplicas, el corazón, para destilarlo sobre la cara de los otros ciento sesenta y cuatro prisioneros” (Pardo, 69).
Además de Jorge Eliécer Pardo en esta obra, testifican las iniquidades de la mente delirante, enviciada con marihuana, con rasgos de personalidad inestable y asocial que caracterizaba a Fedor Rey Álvarez:
“Nervioso e insomne rotaba a los combatientes en los campamentos y pasaba días sin pronunciar palabra. Las mujeres que visitaban su carpa decían que hablaba dormido, mascullaba vulgaridades y muchas veces lloraba en las pesadillas” (Pardo, 69).
También en la narración mencionada se cuenta que, El Monstruo de los Andes —como quedó registrado para la posteridad— terminó por suicidarse porque lo acosaban no solo los fantasmas de “las muertes de juventud” sino los fantasmas de sus ciento sesenta y cuatro víctimas, a las que torturó lentamente hasta la asesinarlas con sadismo e insensibilidad de sociópata.(16).
Sin embargo, las actuaciones de atrocidad con las víctimas vulnerables y desarmadas —como se ha visto a través de este estudio analítico de Los velos— son las mismas en los otros victimarios presentados arriba. Por tanto, los otros victimarios son igualmente sociópatas. Las guerras son campo fértil para producir sociópatas por culpa de quiénes por sus propios intereses crean esas guerras y por consiguiente, citando a Pardo cuando en una de sus entrevistas dijo: Partamos de que no somos asesinos, de que no es el destino el que nos ha condenado a la dolorosa suerte sufrida porque —toca decirlo— la verdad de cuanto ocurre es que nos han hecho asesinos, nos han hecho víctimas y victimarios.
Un aspecto más que no debe pasar por alto es la increíble negligencia y “blandura” del sistema de justicia que resulta indignante por el valor humano nulo que da a las víctimas y a sus familiares. ¿Cómo es posible que se otorgue amnistía a perpetradores de crímenes flagrantes contra los derechos humanos a cambio de conveniencias inexcusables? Y en el caso de Fedor Rey Álvarez, después de nueve años de evadir a la justicia, “fue capturado en un operativo contra el cartel narcotraficante de Cali, donde terminó trabajando. Fue juzgado a 19 años de prisión por rebelión” (Pardo, 71). Y para colmo, a raíz de la noticia de su suicidio o quizás como se dijo también, del ajusticiamiento por las Farc a causa de su deuda y los guerrilleros muertos por sus manos; en un periódico dijeron que, al monstruo de los Andes se le habían rebajado nueve años de esos diecinueve:
“En la Cárcel de máxima seguridad de Palmira pagaba una condena de diecinueve años, siete de los cuales ya había cumplido. Según sus familiares, por buen comportamiento habría recibido nueve años de rebaja”.(17).
Y en el escenario de las injusticias que desfilan en las páginas de Los velos, a continuación entran en escena los abominables crímenes etiquetados como “falsos positivos”, perpetrados por miembros del ejército y colaboradores civiles impulsados por la ambición ante las jugosas recompensas y la urgencia del presidente quien
“pidió a los mandos superiores del ejército más resultados contra la guerrilla y cumplimiento de su Política de Seguridad Democrática. Ofrecía estímulos, dinero, viajes, ascensos” (Pardo, 173).
Por lo anterior, proliferaron “reclutadores” como Alex Carretero que, con ofrecimiento de trabajo, “recorrían el país, llevaban a las montañas a ingenuos muchachos”, los vendían a los oficiales del ejército y éstos a su vez cobraban sus recompensas, con los “falsos positivos”, al vestir a los mansos corderos con uniformes de guerrilleros y luego anunciar al presidente y al país entero sus fusilamientos y muertes en "plena batalla" contra la narco-guerrilla a la cual “pertenecían”. Y entre los tres mil “falsos positivos” de esos pobres abatidos por la ignominia, además de hombres jóvenes, había jovencitas e indigentes. El narrador destaca el punto más bajo de la degradación de la conciencia ambiciosa y oportunista de los victimarios de “los falsos positivos”, al contar con detalle la vida, desaparición y muerte de Leonardo, un ser “angelical” porque su mente no dejó de ser la de un niño inocente en su cuerpo de hombre joven con ojos muy azules, inofensivo e incapaz de actuar y tomar decisiones por sí solo. De la manera más cínica, cuando meses después de angustiosa búsqueda de Leonardo por su familia, la madre recibe la noticia oficial de que su bien amado hijo murió en Ocaña Santander muy lejos de Soacha, su pueblo, informándole que
“Es un guerrillero narcoterrorista. Murió en enfrentamientos con el ejército colombiano. (…). El combate duró diez minutos, se usaron cuatrocientos ochenta balas y una granada. (…). Recibió nueve balazos, era el jefe de la cuadrilla” (Pardo, 172).
La madre sorprendida pregunta:
“¿Cómo entender que a Leonardo lo convirtieran en guerrillero en pocos días?” (Pardo, 173),
y ante la fotografía que le mostraron de su hijo vestido de guerrillero con una pistola de nueve milímetros en su mano derecha: “Imposible, nació zurdo”, exclamó la madre. Desde luego, sus preguntas cayeron en el vacío de las no respuestas del poderoso ejército, a cuyos “militares poco importó” la confrontación materna.

Mujeres compasivas y víctimas

En el grupo de las víctimas, el autor da a las mujeres la importancia que merecen no solo porque, al igual que sus amados hombres torturados y muertos por los cientos de victimarios, ellas sufren las torturas y muertes indignas, agregando a ello los ultrajes en lo más sagrado de su condición femenina corporal. En la obra desfilan muchas mujeres: unas, arrastradas por el calvario de las torturas y mutilaciones hacia su Gólgota y otras sumergidas en las profundidades del dolor de las ensangrentadas pérdidas de sus seres queridos y aún de muertos no tan cercanos a ellas y de desconocidos. Así mismo, Elsa Castañeda describe a las mujeres víctimas: “Pardo invita a recorrer los laberintos de la memoria, representados en ancianas, adultas, jóvenes y niñas que, como fantasmas, albergan el sentimiento atávico de rechazo a la muerte violenta. Madres, esposas, hijas, hermanas, compasivas con el sufrimiento profundo ocasionado por los vejámenes del conflicto armado”.
En la “zona sagrada” de la comunidad indígena Wayuu, en Bahía Portete, en la Guajira, los lectores presenciamos la violación y destrucción de esa zona, no solo en sus mujeres, niñas y hombres, sino en la profanación del cementerio, lugar de reposo de sus ancestros. Todo eso a manos de paramilitares exterminadores. Entre las víctimas de Bahia Portete, en Los velos aparecen las inmolaciones, con nombre propio, de Margoth Fince Epinayú, de setenta años y portadora de la tradición oral de su comunidad, de Rosa junto con su hermana Diana y su sobrina Reina. Además, se denuncia el calcinamiento de dos niñas dentro de una camioneta convertida en llamas.
 “Margoth miró el cielo despejado y el brillo del filo del hacha que bajaba hasta su cabeza. (…). No sintió las zanjas profundas del machete ni el disparo que entró por el pómulo derecho y salió por la oreja izquierda” (Pardo, 36).
La forma de acabar con Margoth, muestra la avidez de sangre y satisfacción de los más bajos instintos asesinos. Si está muerta por decapitación ¿de qué sirve rematarla a machetazos y tiros?
Y no menos deshumanizado e implacable es el caso con Rosa. Es vívida su imagen, atada con los codos en la espalda, empujada, como el Nazareno hacia la loma donde la ajusticiaron, no sin antes alargar su suplicio de deshonrarla y humillarla:
“No dijo nada cuando le rasgaron su manta y dejaron su torso al sol. No pronunció un quejido de piedad cuando rebanaron sus senos. Los botaron a su lado. (…). el ruido seco del tubo metálico que le rompió el occipital llegó hasta los oídos expectantes de las langostas abandonadas. (…). La sangre absorbida por la arena que acogió el chorro de su yugular cuando separaron su cabeza de un tajo” (Pardo, 38).
La similitud hecha arriba de esta víctima con el Nazareno se hace más evidente cuando la desnudan y, al igual que Él, sufre con estoicismo sin pronunciar palabra y, como la sangre de Cristo, que brotó por la estocada del soldado romano, así la de Rosa brota por la decapitación. Y se puede afirmar, que el martirio de Rosa, que describe el narrador, es más despiadado, brutal, humillante y doloroso con los golpes que le destruyen el occipital y la mutilación de sus senos tirados con desprecio a sus pies. Al menos el calvario y muerte de Cristo fue un sacrificio a favor de la humanidad, pero el calvario y muerte de Rosa, como la de todas las víctimas que desfilan en Los velos, son solo instrumento para lo diabólico que se alberga en los victimarios y para más ignominia, esos martirios y crucifixiones de las víctimas no son para “redimir”, sino para ser ignorados y olvidados de la justicia “por los siglos de los siglos”.
Igualmente, Neivis, de dieciséis años, fue ajusticiada y vejada en la masacre de El Salado porque era novia de un jefe guerrillero, según dijeron sus verdugos paramilitares. La arrastran por su larga cabellera por la calle, lugar de su ejecución y, sin un gemido, ella va dejando huellas con su sangre. Mientras
“los paramilitares ríen y miran sin reato las torneadas piernas de Neivis, sangrando por el roce con el cascajo. (…). Cuando le rasgan la ropa, que le queda, la abuela inicia una nueva plegaria. (…). Los golpes en el vientre de la muchacha retumban con los graves de los parlantes, uno de los agresores se monta en la espalda de Neivis; con las manos abiertas bordea su cabeza y, como si arrancara un arbusto, la desnuca” (Pardo, 49).
Sangre derramada, vestiduras arrancadas, vientre de mujer golpeado, cabeza desnucada y, por añadidura, los aterrados testigos tienen que cerrar los ojos cuando el verdugo “mete una vara por la entrepierna de la adolescente” (Pardo, 49).  
También Lydia, una joven que tenía dieciséis sufre la muerte de la esperanza de una vida en la que pudiera dar y recibir amor y ternura de algún hombre. Cinco hombres la acusaron de guerrillera, la secuestraron,
“la violaron uno a uno y, todos, abrieron su piel para dejarle las siglas del grupo paramilitar en el cuerpo que disfrutaron con sevicia: AUC. La abandonaron en un lote vacío con la amenaza de que si iba a la policía, asesinaban su familia” (Pardo, 133).
¿Cómo no iba a quedar muerta en vida la indefensa jovencita condenada a no olvidar nunca los tatuajes internos en su psiquis y en su ser emocional por las brutalidades de sus violadores, cuyo nombre quedó escrito varias veces e indeleble en sus ojos, en la piel de su cuerpo?
Las mujeres víctimas, huérfanas de los suyos, están condenadas a arrastrar la cruz de sus pérdidas donde quiera que vayan, durante todo el tiempo en el que sigan respirando. Ellas se agrupan para ayudarse en su dolor:
“Los lunes nos reunimos en un rezo colectivo porque ya todas tenemos muertos y sabemos que están muy solos y que todavía sienten la angustia de haber sido degollados, descuartizados o ejecutados con desmayo en la ejecución. El dolor produce una mueca que mueca que nos hace respetar más al sacrificado” (Pardo, 88).
Ellas rescatan de las aguas de los ríos cuerpos descuartizados, cabezas, brazos y piernas cercenados de aquéllos infortunados y recomponen los cuerpos aunque sea con miembros de unos y otros, porque saben que los cuerpos “buscan sus trozos y que tarde o temprano, en esta vida o la otra, volverán a juntarse”. Unas y otras corren prestas a ayudarse:
“Cuando oímos los llantos colectivos de las viudas errantes buscando a sus muertos, en peregrinación por las riberas, como nuevos fantasmas detrás de sus maridos, les damos los rasgos corporales y les entregamos los cadáveres recuperados. Lloramos con devoción y esa misma noche se los llevan envueltos en costales de fique, en sábanas viejas, en barbacoas o en los cajones simples que nosotras mismas hemos alistado para los difuntos santificados” (Pardo, 88).
Las actuaciones de las mujeres descritas arriba bien pueden relacionarse, por un lado con la caridad y obras de misericordia del amor cristiano de rezar por las almas de los difuntos y darles a sus cuerpos oportunidad de una cristiana sepultura. Por otro, las mujeres al entregarse a la tarea de rescatar los cuerpos de los muertos de las aguas de los ríos (18)tirados allí como cosas despreciables, con las almas condenadas a la búsqueda eterna de sus cuerpos para cumplir el tránsito hacia el más allá; es como si los rescataran de las aguas del Aqueronte, traducido del griego como río del dolor; a aquéllos muertos que han sido condenados por los victimarios "Carontes" a vagar errantes por el río a causa, según ellos, de “deudas por traición”. Es más, Jorge Alberto Rodríguez en su análisis de Los Velos, también se refiere a la situación de los muertos insepultos, comparándolos con la situación de la tragedia de Antígona por la que ella no “podrá ser ni de los vivos ni de los muertos”; cuando expresa: “La tragedia de Antígona nos muestra que cuando no ha sido posible el registro de la huella de aquél que ha muerto, encontramos como correlato a alguien que termina atrapado en esa zona intersticial que no es vida ni muerte”.
No se salvan de ser víctimas en las guerras de los adultos —como siempre pasa— los niños y los jóvenes. En la obra hay frecuentes menciones a los niños, con descripciones de algunos episodios y testimonios sobre las injusticias, angustias, dolores y muertes de niños y niñas. Ellos huyen asustados ante las “huellas de las botas, marcadas con fuerza en la arena”, ellos, con ojos aterrorizados, ven por las rendijas de sus escondites las armas asesinas y sus detonaciones; el piececito de un niño en pos de una mariposa de colores, roza el artefacto de guerra enterrado a flor de tierra:
“Los dos quedan en el aire partidos por la metralla del disco asesino. Se convierten en nimbos, con destellos dorados” (Pardo, 164).
Tres angelitos de cinco, siete y diez años, descubiertos por los asesinos en el escondite donde su padre los puso, son sentenciados a muerte por ser “futuros guerrilleros”.
También son víctimas millares de jóvenes adolescentes secuestrados, cuyas madres destrozadas de dolor, saben que:
“Ellos no volverán, mucho menos vendrán noticias suyas porque la guerra se los come o los ahoga. Cuando no se los traga la manigua, los matan las enfermedades de la montaña o el hambre” (Pardo, 89).
Al respecto de la violencia contra los niños, Sonia Nadezhda Truque dice: “Los grupos armados de todos los bandos reclutan menores, es otro de los horrores del conflicto. Niños y niñas han sido víctimas de reclutamiento forzado y otros actos graves de violencia sexual, asesinato, mutilación, sus escuelas han sido destruidas y no les han permitido la ayuda humanitaria”.
No hay niño, niña, adolescente o joven que haya sufrido y presenciado la violencia devastadora de la guerra, que no quede a merced de los traumas que su memoria no le dejará olvidar, plagando su futuro de quien sabe cuántas cosas adversas que no tenían por qué haber sido así.
Guerra y conflicto en la historia nacional
Como se dijo antes, en Los velos, Jorge Eliécer Pardo presenta el tiempo de siglos de guerras y conflictos nacionales, empezando en la superficie del presente del siglo XXI y, buceando entre las profundidades de la historia, va sumergiendo con él a sus lectores en los hechos de enfrentamientos, injusticias y consecuencias de siglos pasados, hasta llegar a la conquista española que es donde se encuentran las raíces de la nación colombiana, al igual que las atrocidades de la violencia de los de opresores contra los oprimidos.
Entre los héroes víctimas que se han mostrado hasta aquí, todos tienen en común su pasividad y vulnerabilidad por la impotencia que sufren impidiéndoles enfrentarse a sus enemigos opresores, superiores en número y especialmente poseedores de arsenales y artefactos de guerra modernos, mientras los abatidos solo cuentan con las palabras suplicantes que resbalan al vacío al estrellarse con los oídos sordos y ciegos de sus ejecutores. Pero los héroes que a continuación se van a mostrar, presentan una diferencia: son actantes que oponen resistencia a los opresores, invasores de sus derechos humanos.
Del siglo XX se narran en la obra dos hechos que sacudieron violentamente la historia del país. El primero, en 1928, en Ciénaga, cuando se manifestó la resistencia, huelga y presentación de un pliego de peticiones por parte de centenares de campesinos trabajadores de las bananeras de la United Fruit Company para solucionar el atropello de sus derechos. Éstos estaban organizados en un sindicato bajo el liderazgo de varios dirigentes, entre ellos, Raúl Mahecha. La respuesta del gerente de la compañía, ante las supuestas pérdidas económicas, fue el rechazo a la huelga y la exigencia al gobierno colombiano de restablecer el orden de la producción de la jugosas ganancias de la compañía. De inmediato, el gobierno del presidente Miguel Abadía Méndez, envía al auxilio de la compañía norteamericana, al ejército colombiano otorgando al general Carlos Cortés Vargas poderes sin restricciones para acabar con la resistencia huelguista. Cortés se presentó en Ciénaga
“con su Estado Mayor y el cuerpo de tropa equipado con ametralladoras, cañones de montaña, rifle y bayonetas, sables al descubierto en un desfile militar de arrogancia y valor” (Pardo, 180).
A pesar de la perturbadora presencia de los militares armados, los huelguistas se ilusionaron creyendo que habría lugar para negociaciones y lograr al menos parte de los derechos que solicitaban en el pliego. Irónicamente para ellos, en vez de eso, las autoridades colombianas, a cargo de la solución del conflicto en representación de los intereses de los explotadores, declararon “roto el orden público por asonada” y proclamaron las acusaciones de “vagancia y ratería” a quienes no regresaran a trabajar para la compañía. Y el seis de diciembre, después de veinticinco días de iniciada la batalla de los pobres indefensos como “pulgas” contra “elefantes”, en los espacios donde se congregaban los desprevenidos huelguistas, se les leyó el documento “oficial” por el cual estaban “turbando el orden público” de la compañía y por ello serían condenados a recibir castigo si en tres minutos no salían del lugar:
“Se oyeron tres toques de corneta a intervalos de un minuto para despejar el área. Después las ráfagas. Las dos ametralladoras y la doble hilera de fusiles reformados disparaban. La gritería y el pánico de apoderaron de la plaza” (Pardo, 182).
Esta fue otra masacre más perpetrada contra personas desarmadas que no esperaban la intempestiva arremetida contra su fragilidad para enfrentar al enemigo, no solo por sus equipos de guerra, sino por la maquinaria de la impunidad:
“Tres camiones llevaron los cientos de cadáveres a las fosas comunes, cavadas de afán en campos lejanos; cubrieron en secreto los ojos abiertos, de espanto, de los asesinados” (Pardo. 182).(19).
Y para cerrar con el “broche” de la impunidad, el informe “oficial” del ejército sobre los “sangrientos combates” sostenidos con los perturbadores del orden público, de éstos últimos sólo reportaron ocho murieron.  
 El siguiente hecho para la memoria tiene origen diferente en cuanto se trató del asesinato, en 1948, del caudillo liberal y candidato a la presidencia de la república, Jorge Eliécer Gaitán, defensor de las masas pobres colombianas. Quedó sin comprobar la intervención de sus enemigos políticos del partido conservador dueño del poder por décadas. Pero puede mencionarse que, como consecuencia de este magnicidio, víctimas inocentes se enfrentaron azuzados por los partidos tradicionales, se mataron unos a otros en “nombre” de su partido liberal o conservador. La muerte de Gaitán degeneró en venganzas de “mataste a uno de los míos, yo te mato a ti y a los tuyos”. Son y serán siempre absurdas las muertes de aquéllos que pelean por adhesión ideológica a ejércitos guerreros o a partidos políticos liderados por unos cuantos, sin recibir los beneficios del poder que disfrutan éstos últimos y, para peor, son la "carne de cañón" anónima que sirven de escalón a esos dirigentes para ascender al poder, recibir honores y pasar a la historia como héroes nacionales.
Así mismo, en su buceo de la memoria en las aguas del tiempo nacional, el autor se detiene a finales del siglo XIX, en el asesinato del general liberal Rafael Uribe Uribe “que participó en tres guerras civiles colombianas y fue derrotado en todas ellas”, por sus adversarios del partido conservador. El asesinato fue cruento y se presenta como un acto a traición perpetrado a hachazos por dos hombres de clase baja.(20). Se puede observar, por la transcripción que hace el narrador de las palabras del general Uribe a raíz de su capitulación por las derrotas que enfrentó, una toma de conciencia de asumir la responsabilidad sin absolución ni excusa, de los horrores de la guerra civil de esos mil días y, al mismo tiempo, instar a los opositores triunfantes que sería la última guerra y contarles a la generaciones posteriores, a quienes les parecería muy difícil de creer,
“el género de insania que nos llevó tantas veces a la matanza entre hermanos, porque somos los últimos representantes del fanatismo político, intransigente y cruel, y cómo y por qué tenemos el triste privilegio de haber presenciado el postrer huracán largo, desolador y terrible, como que duró mil días y nada dejó en pie, ni en lo material ni en lo moral, que nos arrastró a los colombianos los unos contra los otros en choque furibundo” (Pardo, 142).
Ironía y utopía se regodean en las palabras anteriores del general contrito y por todos los hacedores de la violencia de la llamada Guerra de los Mil días. Nunca se ha extinguido la lucha fratricida y cada vez ha sido más atroz la insania.
A partir del año quince del siglo XIX, en la ruta hacia las profundidades de la violencia, entran al escenario de Los velos, los victimarios del imperio español. El Pacificador Pablo Morillo llega para abolir los deseos de independencia y actos guerreros violentos contra españoles en el suelo granadino. Instaura el régimen del terror, causa la muerte por hambre a seis mil cartageneros sitiados por su ejército. Y entre los tantos insurrectos, el narrador fija la atención en la osadía de Carlota, una valiente jovencita de dieciocho años proveniente de una familia comprometida con la causa libertadora. Ella, sin miedo, públicamente muestra su repudio a la figura del retrato el rey Fernando VII exclamando: “¡Abajo el Rey!” seguida por otros allí presentes. La persecución y castigo de Morillo a esta joven, se torna absurda cuando, dispuesto a hacerle pagar la afrenta al rey, el narrador cuenta que, cuando Morillo supo que Carlota, una semana antes, había fallecido de muerte natural, mandó a sacar el cadáver de su sepultura para que la amarraran al poste y la fusilaran.
El evento del siglo XVIII que presencia el lector de Los velos es el de la ejecución y muerte de José Antonio Galán, caudillo de la insurrección de los comuneros en 1782, perpetrada por los españoles colonizadores. Este pasaje histórico es de gran importancia por las actuaciones de oposición heroica e indocilidad de Galán ante el régimen español opresor y por la muerte y tratamiento que le dieron a su cuerpo para imponer a otros el miedo de seguir su ejemplo. Galán se enfrentó a los poderosos libertando esclavos y por eso y por sus actuaciones en contra de la corona española lo declararon “reo de lesa majestad” y le imputaron otros muchos cargos delictivos. Lo desangraron de dolor hasta la muerte con dispararos de arcabuz, colgaron su cuerpo en el cadalso a la vista de amigos y enemigos. No satisfechos con eso cercenaron su cabeza y cortaron a machete sus manos y pies para exhibirlos en los diferentes pueblos escenario de sus acciones de rebelión contra el régimen del rey de España,
“el más piadoso, el más benigno, el más ecuánime, el más digno, el amado por sus súbditos, como el que la Divina Providencia ha dispensado en la muy augusta y católica persona del Señor Carlos III, que Dios guarde” (Pardo, 115).
Se observa en las palabras puestas en boca del Yo de José Antonio Galán, el sarcasmo de tanta desfachatez e hipocresía de sus victimarios. Es de anotar también la saña en la crueldad de la muerte de Galán, la ferocidad animalesca de desmembrar el cadáver para exhibirlo como espectáculo macabro a merced de los buitres, que quedó registrada en la historia y que sería ejemplo a imitar por los victimarios de los siglos XX y XXI, con artefactos mejor diseñados para la tortura y escarmiento de las víctimas.
Por último, en el siglo XVI, fuente original de la historia colombiana a partir de la conquista española, se registra en Los velos el año 1538 con un evento insólito y único en todos los casos expuestos en la obra sobre las víctimas a manos de victimarios más poderosos en armas. Se trata de la cacica La Gaitana, quien existió en la región de Timaná, Huila. Madre y mujer de activa oposición al conquistador español Pedro de Añasco. Los motivos de su oposición fueron de justicia y venganza por su incalculable sufrimiento maternal al tener que presenciar el asesinato de su hijo Timando porque no aceptó someterse a los españoles. Por órdenes de Añasco fue quemado vivo. Impulsada por la furia de su dolor, La Gaitana dirigió un comando de seis mil indígenas que apresó vivo al homicida de su hijo:
“Me sacó los ojos frente a sus guerreros y luego de pasearme por mercados, aldeas y ríos amarrado con un dogal atravesando el hueco que me abrió de la garganta a la boca, me cortó la cabeza. Algunas partes de mi cuerpo fueron arrancadas poco a poco, devoradas por los indios, otras puestas en paredes como adorno” (Pardo, 117).
En el caso anterior, además de observar que en la obra, La Gaitana es la única mujer actante y heroína contra sus adversarios, entre las víctimas cuyas historias han sido testimoniadas, ella es la excepción: Nadie más, sino La Gaitana, sale victoriosa de su batalla contra su victimario.
No obstante lo anterior, en aras de la objetividad y siendo consecuentes con la línea temática presentada a través de este estudio del rechazo a las atrocidades contra otros seres humanos sin nada que justifique las actuaciones por venganza de La Gaitana, de “vida por vida”, agregando a ello, las humillaciones y tortura lenta para su victimario español, no la diferencian de éste último. Hay formas de hacer justicia que no son deshumanizadas. 
Literatura como reparación simbólica
Por último, retomando la postura de los héroes mártires, cito las palabras de Jean-Pierre Dezaire, traductor de los relatos de Pardo al francés, en su comentario crítico a Los velos de la memoria: “El foco —léase centro de atención— a la altura del sufrimiento humano, aparece con palabras sosegadas pero implacables que recuerdan la existencia de las víctimas de las masacres, de los desplazados, de los que se han quebrado por dentro y otorgan a los sacrificados la dignidad humana a la cual deberían haber tenido derecho”.
En efecto, a través de la lectura de esta obra, Jorge Eliécer Pardo, con su palabra poética y su consciencia de lucha por la justicia, sumerge al lector en la más remota y honda profundidad de la violencia en el territorio nacional. Violencia que en vez de haberse disuelto se ha ido acrecentando con las atrocidades des-humanizadas de los victimarios que con ellas despojan a sus víctimas de su condición de seres humanos reduciéndolos a “cosas”.
¿Podrá ser posible que se empiecen a cumplir las predicciones de los esotéricos visionarios en cuanto a la violencia fratricida en el territorio nacional, de que el nuevo milenio es una era de transición de la humanidad a muchos cambios positivos, entre los cuales se habla de la fraternidad universal, el respeto de los derechos humanos, animales, vegetales y ecológicos? Al menos, algo de eso se está observando a nivel global. Con Los velos de la memoria Jorge Eliécer Pardo contribuye a la reparación simbólica de muchos de los sobrevivientes de la larga guerra que todos hemos perdido. Reconstrucción poética de la memoria que nos alerta —de nuevo— a la no repetición.



Notas
[1] Pardo. Jorge Eliécer. Los velos de la memoria. Éditions Vericuetos, 1ª edición, Francia, 2014.
[2] A medida que se desarrolla el tema propuesto en este estudio, van quedando plasmadas las reacciones ante la lectura de esta obra provenientes de las narraciones tan vívidas por indignantes y dolorosas que magistralmente crea la sensibilidad de Jorge Eliécer por su propósito de denuncia de tantas actuaciones violentas y por su solidaridad con el sufrimiento de las víctimas indefensas.
[3] Jotamario Arbeláez en su descripción de Los velos de la memoria (Columna en el diario El Tiempo de Bogotá, abril 25 de 2015) sintetiza acertadamente las actuaciones del bando de los victimarios: “¿Y quiénes son estos asesinos a sueldo diezmando vidas a diestra y siniestra? Guerrilleros con sus pipetas de gas como la disparada contra la iglesia de Bojayá atiborrada de fieles, paramilitares con motosierra talando cuerpos de presuntos auxiliadores de la guerrilla, militares fabricando “falsos positivos”, ese engendro consistente en ejecutar a jóvenes desocupados, y en ocasiones hasta tarados y mendicantes, engatusándolos en barrios populares con el cebo de una chanfaina en el campo y una vez en éste masacrados en serie para vestirlos de guerrillos y presentarlos ante los superiores y los medios, en procura de una felicitación y una recompensa, como abatidos en combate. No estarían recogiendo café, dicen que declaraba el gobierno cuando lo enteraban del hecho. Añadiendo la infamia del concepto a la infamia de la balacera”.
[4] Para abreviar el título de la obra se escribirá en adelante: Los velos.

[5] Al final de este estudio se hará mención a una sola heroína victoriosa en toda la obra: La Gaitana, pero “una golondrina victoriosa no hace verano” porque ella también fue víctima inocente de su victimario gratuito que se convirtió en su enemigo.
[6] Hay unas pocas excepciones de héroes que sí oponen resistencia en las guerras viejas narradas en Los velos las cuales se mencionarán más adelante.

[7] Según Wikipedia, los dos bandos tenían intereses, entre otros, en el Atrato y los terrenos aledaños a Bojayá por la cercanía de los puertos, por las rutas para el tráfico de drogas y las ventajas para el ingreso de armas desde Centroamérica.
[8] César Marín Cárdenas transfiere el relato de la tragedia de Bojayá por el sacerdote Antún, quien trató de proteger a los refugiados en la casa de Dios. A continuación están las palabras del sacerdote contando lo que sucedió un poco antes del impacto de la bomba cilindro, donde irónicamente los inocentes recibieron todas las consecuencias, mientras los paramilitares obtuvieron las ventajas y no "tuvieron ninguna baja", como ellos lo proclamaron después: “Alrededor de las 11 de la mañana, los paramilitares le lanzaron a la guerrilla un ‘rocket’, a lo que la guerrilla respondió con una pipeta. Los paramilitares, como estaban afuera, vieron cuando la pipeta venía en el aire y corrieron; nosotros, como estábamos adentro de la parroquia, no nos dimos cuenta. Sin oxígeno, ubicamos a los niños, a las mujeres en embarazo y a los ancianos en el altar, donde el padre celebra la misa, y fue justo en ese sitio donde cayó la pipeta”. Para más descaro, posteriormente, ante las responsabilidades de gestores de la tragedia que el comisionado de los derechos humanos en la oficina de Colombia, les declaró tanto a la guerrilla, como a los paramilitares y al gobierno, Freddy Rendón quien ese día de la tragedia era el jefe de los paramilitares; responsabilizó de la masacre al sacerdote Antún, por haber reunido a los habitantes en la iglesia y haber cerrado el portón.

[9] Los habitantes de la región de El Tigre sufrieron la invasión de las guerrillas de las FARC, a mediados de los años 80, primero con el Frente 27 y luego con el Frente 42 quienes comenzaron a consolidar su poder allí. Luego irrumpieron las actividades de los narcotraficantes de la coca, cuyo mercado empezó a regular las FARC desde 1987. En 1997 el primer grupo de paramilitares empezó su acción en la región contra sus enemigos. Entre 1997 y 1998, para eliminar supuestas o reales bases sociales de la guerrilla, el bloque desarrolló una serie de alegadas labores de inteligencia que acabaron con la vida de varios miembros del movimiento cocalero nacido como reacción a las fumigaciones que destrozaban los cultivos y que fueron autorizadas por la administración del presidente Ernesto Samper. (Información tomada del Editorial de El Espectador, 8 de junio de 2011).
[10] El calvario de la represión y la violencia paramilitar contra la población de El Tigre fue más cruento del 2001 al 2006, cuando se estableció de forma permanente en la mayor parte de zonas urbanas del Bajo Putumayogenerando “diversos daños y pérdidas que no sólo afectaron la economía de los habitantes del poblado, sino que modificaron sustancialmente la vida de campesinos, afro-colombianos e indígenas que habitan el sector”. (La información de esta cita fue tomada de http://www.centrodememoriahistorica.gov.co/informes/informes-2011/la-masacre-de-el-tigre. Publicado en Informes 2011).
[11] Marta Ruiz una reportera de Semana, en cuanto a la complicidad de las autoridades en la masacre de El Salado, Bolívar, en su reportaje titulado, “Fiesta de sangre”, denuncia que: “Había evidencias de que estaban asesinando civiles y de que era una masacre escalofriante. Aun así, todas las autoridades allí reunidas prefirieron creer que se trataba de combates entre grupos armados. Basados en esta hipótesis —o cortina de humo—, no hicieron nada diferente a esperar. Teoría que nadie, excepto ellos, creyó. Por eso finalizan la reunión diciendo: “Los medios de comunicación, por su afán de tener la primicia, no manejan informaciones oficiales; por el contrario, multiplican el drama de las familias y desinforman a la opinión pública”.
[12] Aunque se dijo al inicio de este análisis que no hay mención directa de la mayoría de los actantes que los identifique de manera concreta, porque se trata de una recreación artística que apunta a la sensibilidad y concientización del lector; sin embargo aquí se ha tenido en cuenta proporcionar algunas informaciones ya que con la lectura los textos en Los velos hay posibles lectores a quienes se les despierta la curiosidad o necesidad, de conocer más detalles sobre los actores, hechos y circunstancias, reprensibles denunciados en esta obra. Los Uñas Negras surgieron entre 2002 y 2004 en el bloque Centauros y los Buitragueños ambos paramilitares que se disputaban el control del narcotráfico en los Llanos Orientales. Angélica Gallón refiriéndose a fotografías de los paramilitares tomadas por el artista Paulo Licona observó que el artista “puso en imágenes una práctica conocida como cruzados. Un ritual de brujería que ayuda a los armados a sobrevivir en la batalla”.
[13] Tomado de: http://www.wemystic.es/guias-espirituales/desencarnados/
[14] Han sido tantas las masacres que todas no tienen cabida entre las muchas narradas en Los velos y que para colmo del cruento calvario hay comunidades que en sus pueblos han sido masacradas dos, tres y más veces. El pueblo de Bello, Antioquia es un ejemplo de esos grupos de victimización múltiple: En 1990 por un robo de 43 reses que hizo la guerrilla cerca del pueblo, los paramilitares mataron a 43 campesinos porque no supieron darles información del paradero de los guerrilleros. Luego, en 1995 otra vez los paramilitares irrumpen y matan a siete personas acusándolas de auxiliar a la guerrilla y para rematar, según refiere Alejandro Calle, en 1996 la guerrilla de las FARC “Asesinó a nueve personas en el corregimiento Pueblo Bello y el mismo día, en el caserío de Alto de Mulatos mató a otras siete víctimas”.

[15] Las actuaciones de Fedor encajan con la siguiente descripción: “Los investigadores tienden a creer que la sociopatía es el resultado de factores ambientales. Cuando un sociópata se involucra en comportamiento criminal, suele hacerlo de una manera tremendamente impulsiva y en gran medida no planificada, con poca consideración por los riesgos o consecuencias de sus acciones. Puede llegar a mostrarse enfadado y agresivo fácilmente, a menudo presenta estallidos de violencia”. (Tomado de: https://www.psicoactiva.com/blog/diferencias-entre-un-psicopata-y-un-sociopata/#Rasgos_de_un_Psicopata).
[16] Esta noticia se encuentra en http://www.eltiempo.com/archivo/documento/MAM-1329947
[17] El río es un leitmotiv muy importante en Los velos por ser un elemento ligado a las comunidades y sus creencias y uso para vivir desde tiempos inmemoriales y por significar un lado oscuro, a la muerte violenta porque sus aguas son tumba y vehículo de la impunidad asesina para ocultar el incontable número de víctimas a través de los siglos de guerras: “Los viejos nos han dicho que siempre los ríos grandes y pequeños, albergan a las víctimas, desde la violencia entre liberales y conservadores de los siglos pasados cuando venían inflados, con un gallinazo encima” (Pardo, 89)
[18] La forma de ejecución sorpresiva del ejército por órdenes del gobierno con la desaparición de los cientos de cadáveres en las bananeras, fue semejante a la sucedida la noche del 2 de octubre de 1968 en México contra estudiantes, maestros y obreros reunidos en la plaza de Tlatelolco.
[19] La muerte del general Uribe a manos de dos hombres de la clase baja, eran carpinteros, resultó irónica en cuanto se sabe que aquél asumió una postura de defensa de las clases populares. Eso le acarreó el distanciamiento de las élites políticas tanto del partido liberal como del conservador.


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