14 de marzo de 2019

CRÍTICA: Mujeres y pérdidas en Trashumantes de la guerra perdida. Eugenia Muñoz.



Mujeres y pérdidas en
Trashumantes de la guerra perdida

Eugenia Muñoz
Edición de Cangrejo Editores. 2017. 

Del grupo de mujeres que aparecen en la novela
Trashumantes de la guerra perdida[1], de Jorge Eliécer Pardo, se destacan aquellas cuyas pérdidas personales inciden en la vida relacionada con  el clan Guzmán: Tulita, Belén, Carlota, Hortensia, Dioselina y Amparo[2]. Las guerras políticas, las falsas expectativas o quimeras irrealizables, los conceptos distorsionados del amor al hombre y a la madre, y la imposibilidad de construir relaciones sentimentales estables, son algunas de las causas que determinan estas pérdidas. En otras palabras, mujeres que no tienen la oportunidad de vivir plenas o al menos realizadas en aquello que es vital para sus vidas.
Las pérdidas no suceden por culpa propia, las mujeres no fueron causantes directas, no son conscientes del porqué de sus elecciones negativas debido a los roles en la identidad de género impuesta por la sociedad tradicional en la que viven. Heroínas trágicas, condenadas a un destino del que no pueden escapar, hasta el punto de ser sus propias carceleras, confinadas en la prisión del sufrimiento y frustración que, a la mayoría, las precipita a buscar asideros, evasiones impuestas desde afuera. La actitud ante la adversidad que otros provocan la revierten negativamente contra sus vidas en vez de seguir adelante con sus existencias.
Antes de iniciar la demostración de lo planteado vale establecer los parámetros generales relacionados con la cultura social y la época tradicional en que se desarrollan las mujeres-personajes en mención:
La realidad impuesta en su ámbito proviene de la cimentación social de la identidad de género, la cual se refiere "a roles construidos socialmente, comportamientos, actividades y atributos que una sociedad considera apropiados para niños y hombres, o niñas y mujeres. Estos roles influyen en la forma en que las personas interactúan y en cómo se sienten consigo mismas"[3].
En cuanto a las mujeres, el proceso de construcción social de su identidad de género femenino ocurre desde sus primeros años cuando se les inculcan ideas y roles que las definirán como mujer buena, amorosa, fiel, abnegada, sensible, merecedora del amor, el respeto y la aceptación social, “todo lo relacionado con ser y estar para los demás (ser buena hija, hermana, esposa, madre, amiga, compañera…), con la búsqueda del amor romántico (el buen marido) y, posteriormente, del amor desinteresado que ofrecen a los hijos e hijas dentro del matrimonio”[4].
Y esa construcción social que establece la vida de las mujeres en función de los roles que debe desempeñar ante la sociedad, está firmemente reforzada por las normas religiosas que la tradición les ha inculcado de tal manera en su subconsciente, que son indelebles e inquebrantables, so pena de culpa, deterioro de la autoestima e independencia personal. Resulta interesante observar el “adoctrinamiento” bíblico del buen proceder de la mujer para con su marido:
“Que vuestro adorno no sea exterior: cabellos en trenzas, joyas de oro, ropas elegantes; que sea la disposición invisible del corazón, vestimenta incorruptible de un espíritu dulce y pacífico, pues eso tiene un gran valor delante de Dios. Es así que antiguamente se adornaban las santas mujeres que esperaban en Dios, siendo sumisas a sus maridos: tal como Sara que obedecía a Abraham, llamándolo su señor, ella de quien vosotras se hicieron las hijas haciendo el bien, y no dejándose perturbar por ningún temor”.
Efectivamente, este comportamiento abnegado y sumiso, sin que la voz femenina sea escuchada, lo evidencia, a través de la obra, el narrador de Trashumantes[5] como en el caso de las infidelidades que las mujeres, sin firme rebeldía, aceptan de sus maridos:
“... en la cama, en tono bajo después del amor, les decían que se alcoholizaban en fiestas y en cantinas, que ningún buen ejemplo dejaban a sus hijos, sin sacar a relucir los amoríos con las mujeres de los bares de la trece o zona de tolerancia” (Pardo, 54).

Y a continuación el narrador expone las tácticas de los esposos para acallar los reproches de sus esposas después de las noches de diversión con otras mujeres, con palabras suaves y con cajas de sabrosa comida para ellas y los niños:
“Palabrerías antes de dormir evitando que las sumisas empezaran a llorar recostadas contra la pared, esquivando el roce del cuerpo oloroso a aguardiente y cigarrillo. Terminaban accediendo para prevenir el escándalo y que los niños se dieran cuenta” (Pardo, 55).
Se observa a las mujeres tradicionales que estoicas y obedientes, sin mostrar “perturbación por ningún temor”, como dice la biblia, siguen las costumbres impuestas por la sociedad, en aras de la “paz” familiar y por los hijos.
Del comportamiento creyente, rezandero y sumiso a los maridos, que la religión pide a las esposas “a fin de que, aún si algunos rechazaran creer en la palabra, ellos sean convertidos, sin palabra, por la conducta de sus mujeres, llevando en consideración vuestra conducta pura y respetuosa...”, surgió del movimiento feminista, la denominación de “marianismo” para referirse a las responsabilidades en los roles religiosos asignados a la mujer, con el fervor, las oraciones y la vida consagrada al esposo y a los hijos.

Tulita, personaje “maniarista”

Tulita es el personaje femenino de Trashumantes que encarna el marianismo, por su fe, sus votos perennes por todo y por todos, seguramente adquiridos en el noviciado cuando quería cumplir su vocación de monja, pero que fue “interrumpida por el cosechero de quina que le propuso maridaje la primera vez que la besó”. Así mismo, son inalterables su dedicación al hogar, a los hijos y a Benedicto, su tan bien amado marido, hasta el punto que lo sigue en la muerte a los pocos días de su fallecimiento:
“Una vecina murmuró que Tulita murió de amor y no porque Benedicto se la hubiera llevado; que ella quiso seguirlo antes de perder el cordón plateado en busca de la luz” (Pardo, 405).
Sin embargo su marido, que se declaró no creyente de Dios, tampoco de la religión católica, ni mucho menos de los curas, nunca se convirtió a pesar de la perfecta conducta cristiana de su esposa. Pero él no le impidió ejercer los ritos católicos y Tulita jamás dejó de pedir a Cristo por Benedicto, como cuando él fue a enfrentarse con el sanguinario bandolero Desquite, arriesgándose a que lo matara:
“Suplicó al Santo Cristo que su marido volviera del encuentro con Desquite, que no se lo fuera a llevar, hombre de buenas costumbres aunque no creyente, ser bondadoso que no hacía mal a nadie, que se lo devolviera bueno y sano y cuando el milagro, que ella siempre refería en las conversaciones se cumplió, no dejó de rezar el que llamaba Santo Rosario, así nadie respondiera el Dios te Salve María o el Gloria al Padre” (Pardo, 401- 402).

Tulita, la matriarca del clan Guzmán[6], incluyendo en él a los hermanos de su marido, Camilo, Yesid y Sigifredo, sufre una gran pérdida por “los horrores de la guerra”; junto con su esposo, sus tres cuñados y sus dos primeros hijos, niños todavía, inician la amarga trashumancia al tener que dejar su tierra natal Bucaramanga y todo lo que los arraigaba a ella. Se puede agregar que el destino de pérdidas y esperanzas fallidas de Tulita se inicia bajo circunstancias trágicas: parte de su familia sucumbió en un terremoto, su padre murió luchando en una de las guerras gobiernistas y ella “nació entre los estruendos de la fusilería y el duelo de las campanas de la iglesia de San José, desde donde apuntaban los francotiradores rebeldes” (Pardo, 15). Los confortamientos políticos serán el principal motivo exterior que conlleva a las pérdidas vitales que sufre Tulita a través de su vida. Por ello su aversión y angustia a las acciones bélicas y su oposición a que sus seres queridos participen en cualquiera de las tantas guerras que le tocó presenciar, impacientada por la prole que había ido aumentando:
“Tulia le rogó a su marido, interrumpiendo el rosario, que no se metiera donde no lo llamaban, que pensara en sus hijas Rosalba y Belén... las mujeres de esta casa perdimos la paz de la familia, es el corazón el que nos hace padres e hijos ¿la guerra es la herencia que les dejaremos?” (Pardo, 26).
Ella no lograba disuadir a su marido y cuñados para que dejaran de pensar y actuar, primero en las contiendas en el liberalismo, luego en el partido revolucionario socialista de campesinos y artesanos. En efecto, Tulita no puede tener paz, ni persuadirlos, “Tulita le suplicó llorando que no más política; la dejó hablar sin contradecirla. Pudiste morir no por tus ideales sino por los ideales de otros que luego te darán la espalda” (Pardo, 37).
Es de observar en estas palabras de Tulita, su angustia y, al mismo tiempo, la claridad que tiene de la realidad política, que a su marido le falta: la inutilidad de la guerra para los desposeídos que están dispuestos a entregar hasta su vida con consecuencias funestas para ellos y sus familias, pero no para los dirigentes e impulsores de la violencia mortal de la guerra como lo muestra repetidamente el narrador en la obra.  
Al menos Benedicto permaneció al lado de su mujer, no obstante las zozobras que le causó la violencia, pero las pérdidas más graves hicieron su nefasta presencia en la vida de Tulita llevándose del calor del seno familiar a sus dos últimos hijos: Pablo Emilio y Ángel Alberto.
Al nacer Pablo Emilio, el narrador anuncia el destino que le espera a su madre: “La comadrona gritó ¡Es hombre!, lo sacó y le dio la palmada en las nalgas. Tulita suspiró con alivio sin sospechar que a su bebé lo perdería en la trashumancia de la guerra” (Pardo, 43).
A diferencia de Ángel Alberto quien fue sometido a un bautizo por el rito revolucionario bolchevique por voluntad de Benedicto en aras de sus ideas socialistas, Pablo Emilio, por imposición de la voluntad materna, fue bautizado por el rito católico “con el convencimiento de que si salía masón, brujo o comunista, lo decidiera él y no como hicieron con Ángel Alberto” (Pardo, 43). La determinación de la madre de bautizarlo como católico, posiblemente albergando la esperanza de que su hijo menor no se inmiscuyera activamente en luchas políticas. Pero no es raro que, dado el ejemplo de su padre y la época bipartidista violenta y represiva en que creció, el mismo Pablo Emilio haya resuelto ser actante en la resistencia de las guerrilla liberal, primero contra el gobierno conservador utilizando su trabajo de conductor de camión de carga a Bogotá, transportando armas que los jefes liberales enviaban desde la capital colombiana a sus seguidores en los campos, y después, en el atentado contra Enrique Urdaneta Holguín, hijo del presidente que sustituía a Laureano Gómez. Urdaneta estaba en tierras del Líbano dando cumplimiento a una misión “pacificadora” en la cual “las tropas dominaban a los campesinos y los cazadores profesionales perseguían sus presas en medio de cafetales, plataneras y matas de guadua” (Pardo, 89). Con el propósito de “participar en la operación para retener al hijo del presidente” en la vía por donde iba a pasar su vehículo, “Pablo Emilio sembró la dinamita en uno de los barrancos para taponar la carretera” y su compañero de acción, Gonzalo, “se parapetó haciendo puntería con el único fusil con mira de la operación” (Pardo, 89). Pero falló el plan para retener al hijo del presidente. Él no viajaba en el vehículo oficial, blanco del atentado, fueron otros los que iban allí, quedando unos heridos y otros muertos. El resultado para Pablo Emilio fue quedar bajo la mira del gobierno para su captura y muerte por subversivo. A causa de lo anterior, se produjo el éxodo de Pablo Emilio a Bogotá con la consiguiente pérdida no solo para su madre, sino para Benedicto y para él mismo, quien debía iniciar solo y desconocido, una nueva vida de trashumante en la capital, lejos de todos los suyos y de sus raíces, abandonando sus sueños de tener una flotilla de camiones de transporte y por encima de todos, a su madre desde siempre atenta y amorosa a cuanto él necesitara, en horas de miedo, de enfermedad, en cada salida suya de viaje de trabajo preparándole apetitosos fiambres acompañándolos con bendiciones e invocaciones: “María Auxiliadora te proteja”. Y él siempre respondiéndole: “No te preocupes, en una semana estaré aquí, y arrancaba en el viejo camión hacia Bogotá, con el arrojo de saber que lo amaban” (Pardo, 101).
Para Pablo Emilio el día de la salida como trashumante fue definitivo. Tulita no lo tuvo nunca más de regreso en el hogar. El éxodo de su hijo fue permanente aún cuando ya había pasado el peligro que corría su vida.
Y fue más difícil todavía para Tulita su otra gran pérdida maternal de no tener cerca de su otro hijo, Ángel Alberto. Su destino quedó predeterminado por el rito bautismal que le hicieron su padre y grupo rebelde, teniendo en cuenta lo que refiere el narrador, tanto del ritual, la asignación de la misión redentora insurrecta, como de la historia de su vida militante en los campos subversivos:
“... tu misión imprime un sello especial a ti mismo y a tus semejantes, vienes a abrir La ruta de un nuevo orden social, y a marchar hacia el porvenir en el que el advenimiento de una nueva vida descansará sobre la justicia emanada del Espíritu Socialista” (Pardo, 33).
En efecto, gran parte de la vida de Ángel Alberto, como ningún otro de los Guzmán, transcurre lejos de su familia, en los campos de la batallas revolucionarias socialistas y comunistas contra el descomunal poder armado del gobierno, de trashumancia en trashumancia, de riesgo en riesgo, perdiendo toda una vida de paz y alegrías de familia, por ser leal a la lucha guerrillera. Tulita, solo puede pensar y rezar por el hijo ausente sin saber por cuáles caminos anda para mantenerse con vida buscando alientos para cumplir con su misión insurrecta, sin aceptar amnistías sospechosas, ni rendirse ante su enemigo, el gobierno:
“Cuando las guerrillas del sur del Tolima no aceptaron la amnistía, Rojas (Pinilla) culpó a los comunistas de continuar la guerra y decretó la confrontación. Tulita rezaba por su Ángel Alberto, que quién sabe por cuáles caminos del mundo andaría. Por esos años trashumaba por tierras del frailejón con Hortensia y Raulito” (Pardo, 140).
Y es que no solo Ángel Alberto es trashumante, junto a él trashuman su esposa Hortensia y su hijo Raulito.
No poder disfrutar la realización de una expectativa o quimera, también podría ser considerada pérdida de aquello tan ansiado que nunca pudo llegar a ser. La obra presenta un leitmotiv estructural que va de principio a fin y que siempre gravitó en la mente y deseos de Tulita. Ella, en su incansable esperanza e ilusión de encontrarlo, se los transmitió a los miembros de su familia. Se trata de “el hueco de la felicidad”.
Desde las primeras líneas de la obra “el hueco de la felicidad” hace su aparición en los oídos de los Guzmán, cuando apenas han iniciado el camino del éxodo:
“Un hombre, que detuvo su viaje en busca de plumas de garza en los parajes del Orinoco, les dijo que venía de un lugar donde cruzaba la frescura de tres nevados y había un agujero en el cielo cerúleo, que irradiaba la felicidad y que el aire olía a café tostado” (Pardo, 15).

En otras palabras, el viajero les habló de la “tierra prometida”, que no era otra que el Líbano, donde se hallaba la oportunidad de encontrar la alegría de la paz que tanto buscaban los Guzmán para ellos y su futura descendencia, sin guerras ni sangrientas matanzas de odio fratricida. Pero, como el mismo narrador lo expresa refiriéndose a la familia Guzmán al paso del tiempo en que la violencia no desaparecía, “Se dieron cuenta de que la felicidad era una quimera, que la ventana celestial seguía cerrada o nunca existió y de que la guerra convertía en estúpido al vencedor y en rencoroso al vencido” (Pardo, 18).
No obstante la quimera de la prosperidad y que su desaparición denotaba la no existencia de ese hueco por donde debía manar la felicidad, Tulita, aún en su vejez, con la llegada del Papa a Colombia e impulsada por esa santa visita, rezó por su familia, por el cese de tantas muertes y “rogó también porque se abriera el hueco o puerta celestial y entrara la felicidad”[7] (Pardo, 401).
Aún después de muerta Tulita, esa felicidad nunca se filtró por un hueco, ni orificio, ni agujero, ni nada: siguieron nuevas guerras con sus violencias destructoras y sus trashumancias que involucraron las vidas de las nuevas generaciones de los Guzmán y es el narrador quien da cuenta en las líneas finales de la obra, que debido a la destrucción inextinguible causada por la violencia, “la ventana cósmica no existía o se cerró para siempre” (Pardo, 411), si es que existió en alguna época paradisíaca remota.

Penélope y el mito de la fidelidad en Carlota, Belén, Dioselina y Hortensia.
Carlota y Camilo

Un aspecto de anotar en las historias de Carlota, Belén, Dioselina y Hortensia, es la relación paródica con el mito de Penélope, adoptado por la sociedad patriarcal como modelo de la fidelidad femenina. Cada una de las historias presenta semejanzas con el mito en mención y al mismo tiempo tiene diferencias o incongruencias.
La historia de Carlota con sus circunstancias y actuaciones, es la que más estrechamente se relaciona con Penélope: Un esposo ausente, el amor férreo de su esposa, unos pretendientes rechazados en aras de la fidelidad inquebrantable a través de muchísimos años, más allá de la muerte. Pero las similitudes con el modelo mítico en la historia de Carlota, mencionadas y combinadas con las diferencias, crean la parodia. Camilo, esposo de Carlota, también participó en guerras y fue “herido en la revolución bolchevique”. Ulises sale del lado de Penélope para ir a la guerra y debido a esa ausencia prolongada por veinte años, todos lo dan por muerto, menos Penélope. Camilo sí muere, acuchillado en una gallera y “desde la muerte de Camilo en medio de gritos y gallos finos flotando sobre las respiraciones de los testigos, empapada su camisa de lino blanco y clamando por Carlota en los estertores del círculo, ella se vistió de lino negro, gris y raso morado” (Pardo, 55). Todos en el pueblo afirman que Camilo está muerto, menos Carlota. Ella no acepta esa realidad y se empeña en mantener vivo a su Camilo, en su memoria, mente y cuerpo. Y para evadir esa realidad Carlota busca a los teósofos y rosacruces aferrándose a esas creencias para sentirlo vivo junto a ella y continuar con su matrimonio:
“Le dieron la cruz ansada de luz para que la ensamblara en la herida de su marido, la zanja que dejó el cuchillo de su verdugo, por donde se colaba el resplandor del ánima en pena. Camilo acudía compungido” (Pardo, 99).
Al pie de la letra se somete a todas las instrucciones que le dan: “Y una vez terminó los siete meses de absoluto ayuno y aislamiento, como dijo el iniciado que hizo Orfeo lejos del mundo de los vivos y los muertos en procura de su amada Eurídice[8], percibió el olor de Camilo en su cama” (Pardo, 91). Resultan ambiguas para el lector/a las afirmaciones en las dos citas anteriores en las que cuenta que “Camilo acudía compungido” y “percibió el olor de Camilo en su cama” porque, por un lado, el narrador parece afirmar la efectividad de los métodos espiritistas para que se cumplan los deseos de Carlota de tener junto a ella la presencia de su marido y, por otro, el lector puede juzgar que esas aseveraciones se refieren al estado mental de Carlota que la hace inventar la realidad que anhela. También Carlota, en el sufrimiento de la ausencia de su marido, “Creía suya no su ánima o alma en pena, como muchos aseguraban, sino su fantasma enamorado. Un ente imperfecto, que con su labor abnegada, convertiría en luz” (Pardo, 91). La “labor abnegada” de Carlota podría equivaler a la de Penélope en su también labor de tejer y destejer por muchos años para mantener la expectativa del regreso de Ulises. Con la presencia vigente de sus maridos, tanto Penélope como Carlota, logran imponer su deseo de no aceptar pretendientes porque optar por uno sería quebrantar su fidelidad al marido.
De manera interesante en torno a Carlota —la viuda hermosa— el narrador hace comentarios y también describe las diversas reacciones de la gente del pueblo:
“El traje negro le daba hálito de alma en pena y su cara hermosa se volvía ceniza, golpeada por el aire tibio, y el poco sol de abril, sonrojaba sus pómulos. El morado la enfundaba en santidad y muchos comentaban que parecía sacerdotisa, monja entregada a la oración y al respeto por su esposo ausente. Con el berenjena, color que menos usaba, se volvía traslúcida y algunos atestiguaron que más que santa era una bruja vestida de obispo” (Pardo, 55).
Mientras unos alaban a Carlota, por su fidelidad y renuncia de sí misma, otros la critican y ridiculizan. Y en cuanto a los pretendientes, al igual que a Penélope, también abundaron y tampoco ninguno tuvo éxito:
“Los solteros la creían posible y los casados buscaban la manera de acercarse para estampar lisonjas en sus hombros y elucubrar con ella sueños pervertidos, que guardaban como secretos. Sabían que no lo permitiría porque hablaba lo necesario y los aburría con episodios de su amado Camilo al ser herido en la revolución bolchevique y descubrir una veta de oro en la montaña” (Pardo, 55).

Belén y Camilo

Los personajes Belén y Dioselina se semejan: están ancladas a la espera de sus “Ulises” que se han marchado muchos años antes, sin un adiós contundente, motivo suficiente para no abandonar la esperanza de su regreso, sin importar cuánto tiempo tengan que mantenerse fieles al amor por su hombre amado.
Belén siendo niña, desde la puerta de su casa, veía pasar a Miguel, un muchacho “simpático lleno de ilusiones de viajar y conquistar los mares del mundo” y quien “en el colegio proclamaba que sería almirante de la armada nacional y volvería vestido de blanco inmaculado para llevarse a la más hermosa de las mujeres” (Pardo, 62). Para las ilusiones o desgracia de Belén, con el tiempo se hicieron amigos, paseaban juntos, se citaban el siguiente domingo después de la misa, pretendiendo ser novios, pero sin que el galán le hubiera declarado el amor a la jovencita que soñaba con ser para toda la vida la elegida por él. Su idilio y primeros escarceos sexuales se interrumpen bruscamente cuando la violencia mata al padre de Miguel; su madre, para alejarlo de cualquier peligro en ese pueblo, lo envía a la ansiada academia militar. Al impulso de las emociones de la inesperada despedida, las propuestas, promesas y compromisos brotan de la boca de Miguel:
“Se atrevió a pedirle a Belén que fuera su prometida, que lo esperara, vendría envuelto en medallas, como héroe, como decían de su tío Camilo. Un héroe de verdad, remató con un tono de importancia” (Pardo, 63).
Pedirle a Belén que fuera su prometida, decirle que volvería a su lado convertido en héroe y, sobre todo, que lo esperara, fueron un “tatuaje” en el subconsciente, alma y vida de la muchacha que, ciegamente, confiada o crédula, de que esa realidad del momento fugaz era cierta para toda la vida, le respondió “sí, te esperaré”, lo prometió a su flamante “Ulises” cuando partió por el mundo a enfrentar batallas y obstáculos para regresar victorioso, sin importar cuántos años tuvieran que pasar. Belén se autoconvence de que debe tener una férrea confianza en el amor de su amado para derrotar cualquier duda o indicio que pretenda mostrarle lo contrario porque “vendría y tendrían hijos, nietos para sus padres”; aprovechando que Carlota hacía viajes a Bogotá, “podía mandar cartas para Miguel porque las de él se extraviaban por la guerra. Las comunicaciones las interceptaban para saber dónde se agazapaban los rebeldes liberales” (Pardo, 83), pero al final de cuentas no le enviaba esas cartas a Miguel porque “Tulita y Carlota le aconsejarían que a los hombres no hay que insistirles ni pedirles amor. No las oiría. Miguel les taparía la boca cumpliendo su promesa. Seguiría casta, más que Carlota, él atravesaría la puerta con el ramo de rosas” (Pardo, 63).
Miguel en efecto le hizo creer a su enamorada su participación en una guerra lejana a su patria, en defensa de Corea del Sur, como Ulises en Troya, lejos de Ítaca. Al principio ella compartía con su familia los contenidos de las cartas donde le relataba hazañas y le decía que la recordaba y añoraba sus encuentros en refugios ocultos, pero luego todo fue silencio. Al igual que Penélope, Belén no sabía nada de su amado, si habría muerto o no en su epopeya. Presa de la incertidumbre de si su Miguel-Ulises “permanecía en el mundo terrenal haciendo su guerra”, lo resuelve con ayuda y orientación de Carlota, aceptando consultar a los teósofos:
“Un médium confirmó que herido y moribundo la llamaba desde tierras lejanas. ¡Corea!. Intervino Belén” (Pardo, 100).
Y para reforzar más sus esperanzas e ilusiones le comunican, en otras sesiones espiritistas, que con seguridad él volvería, y presagiaron “años felices”. No es de extrañar que Belén se agarró, sin dudar un instante, a las palabras de los médiums, las que sus oídos querían oír. Por ello, cuando por coincidencia seguramente, surge una súbita ola de felicidad y esperanza de paz para todos los que han sufrido bajo el gobierno conservador de Laureano Gómez con la noticia de este éste tiene que dejar la presidencia de la nación y que el nuevo gobernante, “el Presidente de la paz”, hizo un reconocimiento público radial a los valientes colombianos que luchaban en la guerra de Corea, en apoyo a los Estados Unidos en lucha contra el comunismo, “Belén respiraba felicidad. Miguel llegaría la siguiente semana y pidió a su familia que la ayudaran organizando la boda... El vestido sería de color blanco, por supuesto como mi inocencia, castidad y sobre todo virginidad, se conservaba intacta para Miguel. Largo” (Pardo, 135). Con el paso de los años, Belén muestra a su familia las cartas falsas de Miguel y su pronto retorno.
Diferencias entre Penélope y Belén: Penélope recibe como recompensa por su espera de veinte años el regreso de Ulises; Belén recibe solo el silencio sin fin de Miguel. Penélope ha tenido una relación matrimonial, Belén solo ha vivido entre la espera y el deseo del matrimonio para lo cual hace votos de “castidad, virginidad y fidelidad”, virtudes que entregaría a su futuro marido. Un matrimonial que nunca llegó a ser ni pasado, ni presente,  existió solo en el reino de las fantasías de la niña, la adolescente y la mujer que fue Belén.
En otras palabras, la fidelidad de Belén es más “estoica” que la de todas las otras Penélopes, porque ellas tuvieron la oportunidad de experimentar una relación de pareja con sus Ulises.

Dioselina y Maese Leonardo

En el caso de Dioselina, la suegra de Pablo Emilio, por un lado tiene semejanzas con Penélope y, por otro, la más espinosa, porque a la espera de su amado Maese Leonardo se agrega la de su madre francesa, Laurine.
Leonardo es un nigromante violinista que con las notas de sus melodías, que “como serpientes se arrastraban”, atraparon no solo el cuerpo, sino la mente, el corazón y la vida entera de Dioselina. Y más, cuando fruto de esos amores tienen a su hija Graciela, esposa de Pablo Emilio Guzmán. Leonardo se marchó indefinidamente dejando a Dioselina en el filo de la espera por su regreso hasta cuando un día escuchó bajo su ventana las notas del violín y ella:
 “… bajó las escaleras como sonámbula y abrió la puerta para que su Maese, sin interrumpir la sonata en sol menor, entrara de nuevo en su cuerpo y, fugazmente en su vida. Con mirada penetrante y enamorada como pidiendo perdón por la ausencia, recordó las palabras que hacía más de quince años le murmuró del pabellón del oído al caracol, haciéndola perder el equilibrio, mientras la embestía por delante y por detrás” (Pardo, 177).
Salta la discrepancia entre la manera como Dioselina se rinde a lo que cree es amor por parte de Leonardo, enredándose más con las ataduras de la pasión carnal, complemento de su amor por el hombre, al que solo la pasión lo acercó transitoriamente a su cuerpo y por eso él la deja y, ella ciega sin remedio, se queda infructuosamente aguardando su retorno, impulsada por su amor fiel que no daba paso a su aceptación de la realidad del abandono que sufría.
También aparece la otra espera de Dioselina: la de madame Laurine, su madre, de quien se dice era francesa, elegante y dueña de la “Casa Tellier”, lugar clandestino donde la madame “divertía a los desdichados con espectáculos y hermosas y cultas mujeres de la vida y las pistas. Cortesanas del siglo XX” (Pardo, 101). Con el tiempo Laurine regresa a Francia dejándole a su hija Dioselina la casa; la adolescente queda presa de esperanza y obstinación por el regreso de su madre para viajar a Francia con ella, cosa que no se hizo realidad por más que Dioselina lo anheló, la mantuvo viva en su corazón y le guardó la habitación a la madame:
“Trajo el portarretrato con marco de plata y le mostró a madame Laurine, su madre, la francesa, a punto de volver de París.― La habitación que ocupa, en el momento en que madame entre, tiene que irse ―lo dijo en secreto. ―La niña no sabe del regreso de su abuela, es una sorpresa que marca su futuro inmediato―” (Pardo, 112).
Dioselina le comenta a Pablo Emilio algunos de sus secretos, cuando, a su llegada a Bogotá, ella le rentó el cuarto que tenía para su madre y además le expresa su ilusión de que su niña Graciela tendrá un buen futuro con el retorno de la abuela, quien se las llevará para Francia. La mente de Dioselina o su deseo ardiente le mantienen viva la fantasía del regreso de madame Laurine y la realización del anhelado futuro en París:
“Madame Laurine se fue hace quince años, no prometió regresar, pero con la llegada suya siento que una energía, que pasa con el viento que viene del Santuario de Monserrate, me advierte que esté atenta” (Pardo, 112).
El abandono y la espera sin fin, de estos dos seres tan importantes para Dioselina, agregándose la pérdida invaluable de su casa Tellier por razones económicas, cobran su precio en su psiquis. Ella se auto aísla refugiándose en su cuarto del nuevo domicilio, mirando el mundo exterior desde una ventana y además enmudece:
“Esa vidriera desde donde miraba pasar el mundo, el único espacio que creía suyo. Dejó de hablar para no decir el dolor, para ahogar por siempre el abandono de su madre. Llegó a creer que no existió nunca. Maese Leonardo y madame Laurine quedarían como nudos en la cuerda que desde entonces tensionaba su garganta y corazón”. (Pardo, 188).[9]

Hortensia, Ángel Alberto y Raulito

A diferencia de Carlota, Belén y Dioselina, Hortensia sí pudo mantener la relación de pareja con Ángel Alberto Guzmán. Su relación amorosa empezó a sus veinte años, cuando él se interesó por ella desde la primera vez que la vio y, como un verdadero enamorado, luchó por alcanzar la posibilidad del amor con ella. Don Eduardo Cifuentes, el padre de Hortensia, no permitía que ningún hombre se aproximara a su única hija porque “veía por los ojos de esa muchachita”, según informaron los amigos al pretendiente. Con el pretexto de acercarse a Hortensia y entablar diálogo con ella, el enamorado va más de una vez a la sastrería de don Eduardo para que le hiciera un pantalón, pero no avanza mucho en sus propósitos de enamorado “a primera vista”, porque no logra derribar los obstáculos cuando le pide permiso al padre para llevar a Hortensia a una heladería y ella permanece sumisa a los cuidados extremos de su padre. El destino de que ese amor sí podía realizarse, se inició a partir de hechos de violencia en medio de un tiroteo partidista en el cementerio del pueblo adonde habían asistido a un sepelio, entre otros, la familia Guzmán y el sastre con su hija. En medio del tiroteo Ángel Alberto corre al lado de Hortensia que estaba escondiéndose en unos matorrales, “la llevó de la mano en medio de los disparos que se incrustaban en los troncos de los guamos, los cedros y las espaldas de los amigos. La resguardó con su cuerpo para evitar que la asesinaran. Pudo sentir su pecho frágil, su aliento tibio en medio de los sollozos. Lejos de los fogonazos la protegió con el alma en un hilo” (Pardo, 96). Ante los ojos de Hortensia, Ángel Alberto se muestra como “un caballero” que acude a rescatar a su dama, poniendo en riesgo su propia vida. Y después del cese del tiroteo, “sin soltarse de las manos”, van a buscar al padre de Hortensia:
“El sastre, con su traje azul, cruzado, de paño inglés, sus zapatos de charol negro, yacía boca abajo. Hortensia lloraba como recién nacida, arrodillada y, Ángel Alberto juró no dejarla jamás, así se hundiera el mundo” (Pardo, 97).
No es de extrañar entonces que Hortensia, en retorno de la acción heroica de Ángel Alberto y de la orfandad en que queda, no haya sentido que era el hombre de su vida a quien amará con la fidelidad inquebrantable de Penélope por encima de sí misma.
Y cuando llegó el tiempo en que el Ulises de Hortensia, decide que tiene que partir lejos del hogar y del terruño en el Líbano, en pro del cumplimiento de la misión revolucionaria a la que quedó predestinado desde su bautismo, a su vez Hortensia, en aras de su amor y fidelidad por su marido, no se queda esperando el regreso, llena de las incertidumbres, de los peligros que pueden acabar con la vida, se marcha con Ángel Alberto, dispuesta a vivir junto a él todo tipo de combates, riesgos, hambres, dolores y pérdidas, llevando consigo a su hijo Raulito-Telémaco, a Chaparral, Tolima, primer lugar de la trashumancia o huidas de la muerte que duró por más de diez años. A Chaparral le siguieron El Davis, Villarrica, Marquetalia y los Llanos Orientales —Villavicencio— donde compartían su vida y lucha en los campamentos o comunidades, primero con los grupos de la guerrilla liberal y, posteriormente, con los comunistas a los cuales se une Ángel Alberto. En palabras de Fina Sáenz, en su libro Los vínculos amorosos, se puede aplicar en cierta medida, la relación de Hortensia y Ángel Alberto a lo que ella define como “un modelo fusional”, en el cual la pareja se presenta como “los dos somos uno”, con los mismos ritmos corporales, los mismos gustos, las mismas amistades[10].                          
No obstante su fidelidad por amor, Hortensia, en los primeros tiempos de convivencia con su marido, no deja de pensar en la zozobra, donde la seguridad de su existencias y la estabilidad familiar no tienen lugar, no es la acertada. Por ello trata muchas veces de hacer razonar a su marido para que salgan de esa vida trashumante de éxodo en éxodo, como en una ocasión cuando vivían en Villarrica:
“Hortensia aprovechó los comentarios de la masacre de San Pablo, cerca de Villarrica, para insistirle a Ángel Alberto que se fueran para Bogotá. Él estaba comprometido no solo con Jorge Hernández sino con sus convicciones. ―Harán lo mismo con nosotros ― recalcó Hortensia a su marido” (Pardo, 109).
A pesar de saber que en San Pablo la policía chulavita, armada con "grandes cantidades de rifles M-1 calibre 30, camiones de dos y medio toneladas, cazabombarderos y municiones de varias clases", arremetió contra los campesinos que sabían que no podían ganar esa guerra y que ciento cuarenta de ellos fueron hechos prisioneros y ejecutados con ametralladoras y a machete, Ángel Alberto dijo:
“Aquí nos quedamos, no podemos correr toda la vida —le dijo Ángel Alberto pasando su mano áspera de cosechador por la cara de Hortensia húmeda por las lágrimas. Ella supo que de ahí nadie lo movería. No pudo convencerlo de que a la guerra solo la aman hombres sin lazos de familia, sin hogar y sin ley” (Pardo, 110).
La verdad de la guerra, contraria a la vida familiar que la razón de Hortensia le dicta, no fue más fuerte que las razones de amor de su corazón por su marido. Por años lo sigue por montañas, ríos y valles agobiados por heladas penurias, huidas apresuradas con heridos a cuestas a los que Hortensia, junto con Laura, la mujer de Richard, el dirigente del conglomerado comunista, atendían dentro de las precarias condiciones de mendigos guerreros. Los dos, con su hijo Raulito, se establecen con grupos de camaradas en los centros o comandos que todos construyen con la determinación de crear su propio espacio, así fundaron El Davis y Marquetalia.
“El día que Ángel Alberto entró al Davis con su mujer y su hijo, recibió instrucción táctica obligatoria, sin distingo de edad y sexo, los niños tarde o temprano serían milicianos... Cualquiera que viviera en el Davis debía pertenecer a una célula del Partido según órdenes de Olimpo y recibir adoctrinamiento político” (Pardo, 118).
Posiblemente, por el adoctrinamiento político, aunado a su amor incondicional por su marido, Hortensia va adhiriéndose a los ideales revolucionarios, convencida cada vez más por su oficio de enfermera al que desde niña había aspirado, y se adapta a la estabilidad que creía duradera en El Davis soñando que allí, en esa fortaleza situada en lo alto de la montaña, no los alcanzaría el enemigo. Además, postergaba su otra quimera: tener una parcela propia para ella y su familia, su Ítaca con su hombre amado y su hijo.
 Y cuando Ángel Alberto le dijo que “venían por ellos” y que era mejor regresar a Chaparral, es ella quien se opone a que salgan de El Davis porque “no podían traicionar a personas que no solo habían abierto un espacio para sus vidas, sino la amistad” (Pardo, 123)[11].
De todos esos refugios, Ángel Alberto y Hortensia, con Raulito, tienen que huir una y otra vez por la invencible fuerza destructora de los gobiernos nacionales en el poder. Llegó un momento en el que Hortensia, junto con Ángel Alberto, se devana los sesos ante la encrucijada de terminar la trashumancia guerrera sin victorias, o seguir insistiendo en sus convicciones. Piensan y repiensan acogerse a la amnistía ofrecida por el iniciado Frente Nacional, pero pesan más sus dudas de que el gobierno cumpla sus promesas de amnistía y deciden quedarse junto a la guerrilla.
La comparación del mito de Penélope con la relación de pareja que ha tenido Hortensia, en cuanto a la diferenciación por la cual no se queda en casa, separada de su esposo, pasa a ser semejante cuando a instancias de los cambios de estrategia de lucha por parte de los jefes del grupo rebelde que deciden que la guerrilla estaría en continuo movimiento tanto de día como de noche; piden a Ángel Alberto que no lleve con ellos a Raulito y lo deje a cargo de una casa de confianza. Fue aquí donde los sentimientos maternales de Hortensia se impusieron sobre los de mujer, fiel amante de su marido, para no dejar solo a su hijo y se separó por primera vez de Ángel Alberto. De aquí en adelante, la parodia con Penélope encaja más en el modelo circunstancial: Hortensia, como Penélope, cada una con su hijo a su lado y separadas de sus amados por distancias y tiempo indefinido.
El narrador no especifica cuánto tiempo pasó entre la separación y el reencuentro de Ángel Alberto con Hortensia y su hijo, pero sí fue lo suficientemente largo como para darle paso a los grandes cambios físicos de Ángel Alberto, como los de Ulises en su respectivo encuentro con Penélope y Telémaco. Hortensia ve que:
“Él estaba curtido por las largas caminatas, flaco y con ojeras profundas que la hicieron llorar, agarrada de su cuerpo. Sintió debajo de las ropas de Guzmán el hielo que traía en los huesos por las marchas eternas hacia los nevados, bajo el encauchado que no lo protegía de la lluvia. Cuánto le hubiera gustado saborear un sancocho con sal, preparado por su mujer” (Pardo, 313).

A diferencia del Ulises de Penélope, el de Hortensia no puede quedarse junto a ella y su hijo después de reencontrarse, su compromiso con la lucha y la guerrilla tenía que continuar. Hortensia decide trasladarse al Tolima en busca de ayuda para lograr por fin un pedazo de tierra de aquellos que la reforma agraria estaba otorgando a los desplazados y trashumantes para calmar a unos campesinos pobres y evitar agrupaciones masivas que podrían provocar más revoluciones.
El regreso definitivo de Ángel Alberto sucedió años después —que el narrador tampoco especifica— quizás porque quedaron en el fuero de lo indefinido por infructuosos, tratando de alcanzar la victoria definitiva de la lucha revolucionaria que nunca llegó y que sí malgastó toda una vida de logros de familia, porque a Raulito no lo tuvieron nunca bajo el techo del hogar construido en la tierrita de los sueños de Hortensia.
En cuanto a Amparo, la hija de Carlota y Camilo, su vida, pensamientos y actitudes se diferencian de las anteriores mujeres analizadas en este estudio. Las otras mujeres vivieron bajo los cánones de la época tradicional patriarcal, en tanto que Amparo, a pesar de haber crecido entre ellas, no asume los mismos comportamientos y pensamientos. Por un lado, ella es de la generación de transición entre la tradicional y la última que aparece en la obra con Maritza la hija de Pablo Emilio y Graciela[12]. Por otro lado, Amparo vive su vida sentimental totalmente independiente de la manera en que las otras lo hicieron

Amparo: anti Penélope

Amparo es la antítesis de las Penélopes de su familia y también del rol de marianismo casto y de católica creyente que mantuvo Tulita. Tampoco cree en el esoterismo, teosofismo y rosacrucismo como Carlota y Belén, ni hace lectura de cartas de baraja como Dioselina, ni participa en luchas revolucionarias como Hortensia, ni tiene adhesión y admiración política por gobernantes, como Graciela junto a Pablo Emilio.
El asomo a la conducta de vida como mujer de Amparo lo hace el narrador cuando expresa que "Amparo lucía el desenfado que le conocerían para con futuros amores clandestinos", a pesar de que Carlota la había encerrado y la hizo prometerle que “no se daría a ningún hombre antes de los veintiún años”. Además, Carlota pedía, en sus comunicaciones con el difunto Camilo, un “esposo para su hija, un hombre tranquilo, no importaba su condición u origen”, y que le enviara alguna señal. Pero Camilo no respondió y no obstante que su madre puso a Amparo a estudiar con monjas y empezó desde temprano a ahorrar dinero para que su hija fuera a la universidad, fue inútil, no pudo cambiar su destino.
Nada de lo anterior se cumplió y “con el tiempo Amparo empezó a ser tan hermosa o más que su madre”. Ella se inició en el amor y en el sexo con un hombre casado, el sargento Peñaranda, quien murió “masacrado a la vista de su esposa y sus hijos”. Pero, Amparo muestra resentimiento al hablar con la joven-prima Maritza de ese amor:
“Cuando tenía tu edad me di a un mentiroso, el más de todos, me dejé llevar porque lloró por la viudez de mi mamá, la orfandad mía y me consintió tanto que terminamos en lo que sabemos(Pardo, 391).
A partir de esa primera experiencia, las relaciones de Amparo fueron todas iguales, pues, según lo había enunciado el narrador, estaba condenada a amar hombres ajenos:
¿Ves ese señor que está con Yezid tu tío abuelo? Es mi amor actual, llevamos dos años, está a punto de quedar viudo, y si la esposa muere, nuestra relación termina. Él lo tiene claro. La felicidad mentirosa no se construye sobre la muerte de otra persona. Soy libre pero no libertina” (Pardo, 392).
A Amparo no le importó vivir en “un pueblo pequeño, infierno grande”. Ella “guardó discreto silencio y los colindantes se volvieron cómplices”, cuando los enamorados entraban por el patio sin que Carlota se enterara porque estaba en su habitación entregada a sus propios encuentros con el espíritu de Camilo.
La hermosa y joven mujer que es Amparo vive de acuerdo a la definición de Horacio: “Aprovecha el día de hoy; confía lo menos posible en el mañana”; agregando a lo anterior, los consejos que luego da a Maritza:
“Me di cuenta de que jamás aparecería el príncipe azul y que no haría lo de la prima Belén que se pegó de una quimera y murió virgen y amargada. (…) La felicidad no existe, la angustia siempre la parte en pedacitos que no podemos tragar ni dejar adentro” (Pardo, 392).
Es por lo anterior que también se puede observar el epicureísmo de Amparo en sus relaciones con los hombres cuando sigue aconsejando a Maritza:
“No recibas de los hombres ni un centavo por tus favores. No eres una prostituta. No hay que aceptar limosna por lo que hemos disfrutado. (…) No reprimas tus gustos en la cama” (Pardo, 391).
Se observa en las palabras anteriores que, quizás por el destino predeterminado que el narrador ha mencionado anteriormente, Amparo no puede o no quiere relacionarse sino con hombres “ajenos”. Amparo también es la antítesis de sus predecesoras, en cuanto a su independencia absoluta y no sumisión sentimental ni mucho menos de lealtad para con ningún hombre. Sus experiencias con hombres casados han desarrollado también en ella una actitud de rechazo contra aquellos que creen que la pueden conquistar fácilmente por ser “machos” y ante las pretensiones de quienes intenten ejercer poder sobre ella, o quieran celarla con derechos exclusivos:
“Mientras mi prima Belén sufría por el desgraciado, yo hacía lo que me tocaba y en el cuaderno agregaba un nombre a la lista. (…) … si querían exclusividad, que fueran a contárselo a su mujer para llegar a un acuerdo, salían corriendo, gallinas, y dejaban de molestarme” (Pardo, 392).
El destino de Amparo de tener relaciones solo con hombres comprometidos, con esposas, y de ser independiente de cualquier sumisión y lealtad por lazos matrimoniales y amorosos, no necesariamente vino por azar, por su destino. Es muy posible que además de su primera mala experiencia amorosa, su inconsciente la haya llevado a ese sino con falta de amor duradero, dadas las malas experiencias y vidas que desgraciaron las vidas de su madre Carlota y de su prima Belén en función de un solo hombre para toda la vida, como la sociedad tradicional y la religión se los dictaron; agregado a lo anterior, el hecho de que Amparo creció viéndolas consumirse en la soledad y el anhelo por esos hombres que no eran parte real de sus vidas.

Las pérdidas

Retomando la imposición con resultados negativos de la construcción de la identidad femenina, mediante la cual las mujeres, especialmente las tradicionales, absorben en su subconsciente como verdad absoluta las normas que según la iglesia, la sociedad y el patriarcado, dictaminan para ser mujer digna, casta, amorosa, fiel y ser recompensada con la aceptación no solo social sino del hombre que la colmará con el amor romántico caballeroso y la creación de un hogar donde ella podrá cumplir sus roles esenciales: esposa fiel, servicial y madre abnegada, sacrificada, entre otras muchas condiciones. En Trashumantes de la guerra perdida, esos roles o valores de las mujeres, personajes de este análisis, se cumplen principalmente en cuanto a su rol en el amor romántico al hombre y, parcialmente, en el rol de madre y de hija que en todos los casos las llevan a pérdidas fundamentales.
Empezando por el rol de madre y esposa, Tulita pierde su paz con Benedicto y sus ideas, compromisos y actividades políticas que indirectamente son la causa del sufrimiento mayor que ella sufre al perder a sus dos hijos menores y a quienes, como se mencionó antes, nunca más tuvo cerca de ella ni de su hogar cuando se tienen que ir por haberse comprometido con la política y sus revoluciones.
Dioselina en el rol de hija, amorosa de su madre, sufre la pérdida de una esperanza vital infundada por el amor maternal incondicional de madame Laurine, por el simple hecho de serlo. Creyó ciegamente que, por ser hija única, su madre volvería por amor a ella.
Las demás mujeres, incluyendo de nuevo a Dioselina, sufren sus pérdidas vitales en busca del amor romántico idealizado por un único hombre, con sus entregas de fidelidad sentimental y sexual por encima de ellas mismas, dirigido a ese hombre que pasó por su vida y, peor aun, de manera no permanente sino efímera, con excepción de Hortensia.
Dioselina pierde su vida de mujer en pro de la espera que se empeña en mantener viva y, cuando se hace imposible de mantener esa esperanza de realización a través del amor de maese Leonardo, su mente inventa recursos evasivos de la realidad como la lectura de cartas que le revelarán en qué momento llegará ese “venturoso futuro”, para continuar viviendo la existencia que ha detenido en función de la espera. Y como se mostró anteriormente, Dioselina no solo sufre la pérdida de su vida como mujer, sino su mente con su renuncia a hablar y a participar de lo que el mundo exterior puede ofrecerle, se aísla para ver pasar ese mundo de afuera, al tiempo que fluyen y fluyen, sin detenerse, los años de su vida.
Así mismo, sucede con Carlota y su malogrado matrimonio con Camilo, ella es la más recalcitrante guardadora de la fidelidad, alcanzó a desempeñar el rol de esposa y compañera sexual. Por eso mismo, no concibe “traicionar” a su difunto marido aceptando otro que lo reemplace en su vida, incluyendo la erótica. De tal manera que Carlota opta por buscar la solución o evasión de la realidad, dada la ausencia contundente por la muerte, aferrándose a los medios de traspasar las fronteras de la vida y la muerte. Ante esa vida perdida de Carlota, de la que son conscientes otras gentes, tantos pretendientes rechazados y su propia familia, empezando por Tulita, no hay consejo que valga para que abra los ojos y se libere de sus vestidos de luto y de su cárcel:
“Pidieron a Carlota, viuda hermosa, que fuera a consultar con las adivinas sobre su suerte en el amor pero ella estaba segura de su vida feliz encarcelada en las cuatro paredes de su habitación... (…). Tulita le aconsejaba que dejara esos trapos de muerte y dolor. Carlota Peña sabía que el amor comienza por engañarse a sí mismo y, a veces, al otro. Abrazaba a su cuñada y sin explicaciones reiteraba su felicidad, que Camilo ocupaba su sobrevivencia visible e invisible” (Pardo, 62).  
Belén es la que más pierde en procura de su amor romántico idealizado, con su quimérico caballero de guerras, que vendría a su fortaleza carcelera para liberarla de sus ataduras o represiones y hacerla esposa y madre. Ella no sólo perdió su vida como mujer sino que nunca se dio la oportunidad de ser esposa y madre, rechazando a algunos hombres que se le acercaron interesados en ella y que a lo mejor sí tenían intenciones serias, como parece ser el caso de Hipólito Oviedo, quien llegó al Líbano a trabajar y, por años, “le coqueteó”, pero nada pasó. Él terminó por sentir lástima y le enviaba invitaciones de luneta para que acudiera a ver las películas que tanto le gustaban, al teatro adonde una vez asistió con su amado Miguel. Y allí en la platea del teatro, siempre conservaba a su lado una silla vacía exclusivamente reservada “para ella y sus sueños de mujer casada”, claro está, con Miguel. Su padre Benedicto en vano trataba de hacerla entrar en la zona donde la luz de la realidad duele al astillar los castillos de ilusiones, pero que son el camino para dejar atrás lo inservible:
“Belén hacía oídos sordos a las advertencias de su padre para que no se montara imposibles, que no por haber disparado en una guerra se era más hombre, que estaba comprobada la cobardía de Miguel, que si volvió vivo de Montecalvo, debía estar bajo las faldas de una mujer que más que enamorada la convertía en el reemplazo de la madre que dejó morir de tristeza” (Pardo, 383).
Y es que, por añadidura, Belén sabía que “su príncipe Miguel” nunca volvió a enterarse de la vida de su madre viuda y ella murió sin saber nada de él.
Hortensia, a diferencia de las otras Penélopes que ya se han mencionado, no sufre pérdida de su vida como mujer por causa de la ausencia del amor de un hombre que no está junto a ella, pero sí tiene otras pérdidas empezando por la de su padre, su único sostén, a causa de la violencia y también las más grandes que puede tener una mujer: la de sus dos hijos, por causa del impulso de su amor fiel y de la búsqueda del triunfo de la insurrección comunista que su marido anhela. Hortensia al haberlo seguido incansablemente por los tortuosos caminos de la revolución por largos años, sufre el primer gran dolor al morir su hijita recién nacida, en uno de los ataques de los adversarios, que también desde luego, fue una dolorosa pérdida para Ángel Alberto quien:
“Deambulaba por la selva con la imagen congelada de su pequeña muerta, los ojitos claros que alcanzó a abrir antes de la bomba y el chorro de sangre por su cara con vellos dorados” (Pardo, 192).
El dolor de ese desgarre se agudiza ante el hecho de que tienen que dejar a su pequeña en una tumba abandonada en los lugares del fuego y la destrucción:
“Ángel Alberto no les contó dónde sepultó a su hija Martha Cecilia, solo miró hacia abajo y dijo adiós con la fuerza de su corazón. Hortensia lloraba abrazada a Raulito. El pequeño, también”. (Pardo, 193).
Años después, no es de extrañar que Raulito, con la forma de vida de sus padres con los que creció, aunado a la instrucción obligatoria de la guerrilla, porque los niños tarde o temprano tenían que ser milicianos, “seguiría la guerra con los insurgentes” y a pesar de que Hortensia hubiera, por fin, obtenido una parcela para construir su propio hogar, con su esposo, ella “extravío en la guerra a su hijo”. Además de las pérdidas expuestas, Hortensia perdió la oportunidad de un hogar donde habría tenido la paz y el amor de su esposo e hijos, si éste no se hubiera involucrado y ella no lo hubiera seguido; en una guerra perdida con el objetivo de defender la estabilidad y el bienestar social. Cabe preguntarse en el caso de Hortensia y Ángel Alberto: ¿Y la familia no es el primer núcleo de la sociedad? ¿Hasta qué punto el cuidado del desarrollo afectivo e individual de este núcleo no es prioritario por encima de la participación total en la revolución a la que a final de cuentas, entregaron su libertad individual, la de pareja y las vidas de sus hijos? Pero ellos:
“No desertaban, simplemente estaban agotados de huir, tenían a una hija enterrada en la montaña y, cansados de las bombas y las persecuciones, hallarían una nueva vida, la que desde su salida seguían buscando” (Pardo, 300).
Respecto de Amparo, a pesar de mostrarse muy independiente frente a los hombres y decir que así se siente completa, pueden observarse sus carencias; el no haber tenido tan arraigado en su mente el rechazo a la pérdida de las vidas de su madre y de Belén por amor a un hombre, posiblemente no hubiera buscado o, inconscientemente, atraído lo opuesto: hombres de los que no debía enamorarse por ajenos, mentirosos y cobardes, que tampoco se quedarían junto a ella ni habrían intentado una relación permanente como sí ocurrió en la relación de Camilo con su madre. Amparo, como cualquier ser humano, perdió o no pudo atraer la oportunidad de tener a su lado un esposo, unos hijos y un hogar estables como sí los tuvo Tulita, a pesar de sus zozobras y desgarramientos. Es más, las pérdidas de Amparo eran también inescapables en cuanto a la sociedad del pueblo y de la doble moral masculina implacables con la trasgresión femenina de los valores de castidad, integridad y pureza y peor siendo soltera, como se constata en la conversación sobre su vida con Maritza, cuando le contó de su primera relación con un hombre casado:
“Desde entonces me quedó en la frente que no era virgen sino libertina irresponsable que se entregó al primero que la envolvió” (Pardo, 391).
Y a continuación menciona los consejos de Benedicto preocupado por su futuro de mujer marcada por el prejuicio de los hombres del pueblo que, desde luego, no se casarían con una mujer de “mala conducta”:
“Mi tío Benedicto me ofreció muchas veces que me fuera para la ciudad que quisiera, me habló de su hijo Pablo Emilio que solo tenía una niña y podía recibirme en Bogotá, que me fuera lejos, para Barranquilla que buscara la felicidad, que en este rincón del mundo, nadie me entregaría amor verdadero” (Pardo, 391).
Algo que Amparo pudo haber ganado para aumentar la independencia de los hombres que tanto valora hubiera sido estudiar en una universidad; perdió la oportunidad a pesar de que Carlota guardaba el dinero para ese fin, “No abandones tus estudios, te lo digo yo que logré hasta el tercero de bachillerato” le advierte a Maritza y le explica por qué lo dice:
“A las mujeres sumisas e inútiles les queda la cama, volverse esposas o amantes y vivir de un hombre porque la condena de ser esclavas está a la vuelta de la esquina y ellos lo saben” (Pardo, 390).
En resumidas cuentas, por un lado Amparo se siente satisfecha de no haber sido víctima de las imposiciones y ataduras que sufrieron Carlota y Belén, pero por otro, ella también queda sola en su vida, como Belén: no casada, sin hijos, sin un hogar propio y, en parte, como su madre, en soledad. Tampoco Amparo merecía estar confinada a la no aspiración o posibilidad de encontrar un hombre con el cual su vida no hubiera sido como fue.
Por consiguiente, después de observar y analizar a lo largo de este estudio las pérdidas de las que son víctimas las mujeres, se pone en evidencia que ellas no son totalmente culpables, a pesar de que en la mayor parte de los casos parezca que son las únicas causantes de sus grandes pérdidas vitales. Hay causas externas también. Haciendo un breve recuento, Tulita sufre pérdidas por causa de las guerras con las cuales se relacionan su esposo e hijos, con las que ella no está de acuerdo. Carlota, Belén y Dioselina, tomando la expresión de Marie Langes, una psicoanalista austríaca muy influyente en el siglo pasado, estas tres mujeres presentan en su forma de vivir, “el complejo de Penélope” en el que “la espera se transforma en una constante existencial en la vida” porque ellas “solo están enamoradas de un fantasma, es decir la imagen que se han creado del hombre amado y no de la persona real”. Es totalmente incongruente la disociación que hacen Carlota, Belén y Dioselina entre las personas y circunstancias reales que presentan Camilo, Miguel y Leonardo. Camilo, no obstante su muerte prematura, y no presentar el mal “comportamiento” de los otros dos, fue idealizado por Carlota y, realmente, es un fantasma al que ella “da” vida y pretende creer que la relación marital continúa. Sin embargo, el narrador cuenta en algunos momentos que Camilo no era el marido perfecto que Carlota tiene en su mente:
“Como viuda digna quería estar sola en el dolor de haber perdido al único y verdadero amor de su vida, todo por el maldito juego, las mujeres y el orgullo de posar como el más valiente y apetecido” (Pardo, 390).
Dioselina a su vez, no quiere afrontar el abandono, deslealtad y trato como objeto sexual que su maese Leonardo le da a cambio de la entrega incondicional de ella. Y Belén, es la más fantasiosa, su imaginación no tiene ningún asidero en la realidad ni antes, ni mucho menos después de la partida de Miguel.
Estas tres mujeres están casi exentas de culpa por las pérdida en sus vidas; sus cabezas han sido influenciadas externamente por la carga cultural y religiosa de la fidelidad, agregando todo lo que la sociedad crea en las mentes de las mujeres desde niñas, con cuentos de hadas y amores romántico del “príncipe azul”, en el que todo en él es “perfecto” para que su enamorada sea feliz “por siempre”. Son culpables por no haber querido o no haber buscado la fortaleza necesaria para quitarse la venda impuesta en los ojos y vivir su propia vida. Es posible que esto se debió a lo que conceptualiza la antropóloga Marcela Lagarde: “Las mujeres están cautivas porque han sido privadas de autonomía vital, de independencia para vivir. Las tradicionales en ningún caso se completan en sí mismas, y no pueden ser autónomas, porque dependen vitalmente de la existencia de los otros en sus vidas para existir”.
En cuanto a Hortensia, ella sigue también el rol femenino de la esposa fiel que apoya totalmente a su esposo pero, no obstante el amor que él también le profesa, Hortensia asimiló mentalmente las ideas políticas de él y su estilo de vida. Y ello no necesariamente es parte de lo que es el amor, porque Hortensia a cambio de su entrega total de cuerpo y mente —como ya se ha expresado antes— sobrelleva pérdidas vitales. En última instancia Ángel Alberto soporta las mismas pérdidas de Hortensia porque tampoco fue autónomo al entregar su vida, juventud y entorno familiar a una “guerra perdida”.
 Y Amparo, a pesar de que afirma que escogió libremente su manera de vivir, el lector podría preguntarse si ella hubiera deseado tener una vida diferente y armoniosa junto a un hombre “no ajeno”, ¿hasta qué punto en la sociedad tradicional en que vivía, los hombres “disponibles” habrían estado dispuestos a dejar atrás sus prejuicios para dar paso a la realización del deseo de Amparo?
Por último, a través del proceso de la enunciación del narrador, el lector/a constata que Jorge Eliécer Pardo ha recreado fielmente la desventaja de ser mujer en la sociedad tradicional con su observación detallada y su consciencia histórica no solo política, sino también de los roles y comportamientos tanto femeninos como masculinos en su mutua interacción, empezando por la sociedad tradicional y terminando con el “nuevo” modo de vivir la propia cotidianidad de la última generación de mujeres, recreada en el personaje Maritza. Con Trashumantes una lectora identifica y reflexiona no solo acerca de la imposibilidad de las mujeres tradicionales de encontrar la felicidad plena por los resultados negativos de las imposiciones de identidad de género, en tanto que los hombres, por el contrario, no tienen que aceptar ninguna autoridad o imposición social de un comportamiento fiel, veraz, responsable con el ser individual femenino. Trashumantes de la guerra perdida, finaliza con la esperanza del cambio y avances de la mujer para alcanzar una vida con mejores augurios de realización a nivel personal y en su interrelación con los hombres. En otras palabras, recordando al poeta León de Greiff, en esta obra, las mujeres modernas, a diferencia de sus predecesoras, sí pudieron escapar a la sin salida de: “Cambio mi vida, juego mi vida, de todos modos la tengo perdida”.

 

Bibliografía

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"El Marianismo". https://es.wikipedia.org/wiki/Marianismo. n. p. Web. 17 Oct. 2018.
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Lagarde, Marcela. Los cautiverios de las mujeres. México: Editorial Universidad Nacional Autónoma de México. 2003.
Pardo, Jorge Eliécer. Trashumantes de la guerra perdida. Bogotá: Cangrejo Editores, 2017.
Rodríguez Imbriaco, Laura Verónica. "Una lectura arquetípica de los personajes femeninos de Cien años de soledad. N a r r a t i v a s . Revista de narrativa contemporánea en castellano Número 12 ISSN 1886-2519 Enero–Marzo 2009.

Sanz, Fina. Los vínculos amorosos. Barcelona: Editorial Kairós, 1995.

Shoer Roth, Daniel. Diferencia entre orientación sexual e identidad de género. https://www.aboutespanol.com/cual-es-la-diferencia-entre-orientacion-sexual-e-    identidad-de-genero-1405220. n. p. Web. 17 Oct. 2018.
Varoucha Emmanouela. La identidad de género, una construcción social. Mito, Revista Cultural 44,  ISSN 2340-7050. Febrero 2018.


[1] Pardo, Jorge Eliécer. Trashumantes de la guerra perdida. Bogotá: Cangrejo Editores, 2017, 422 pp.
[2] Desde luego, a lo largo de la obra, desfilan las pérdidas de muchas otras mujeres del pueblo y también las historias de mujeres participantes en las luchas junto a los líderes de la izquierda, como Rosalba Velásquez Ortiz y Librada, alias Laura.
[3] Tomada de Daniel Shoer Roth, quien además hace alusión a la diferencia de la identidad de género y el sexo de una persona, el cual se determina al nacer por la condición biológica de hombre o mujer.
[4] Cita tomada de la red, Asociación de Mujeres para la salud. Vale agregar de este artículo que: “En un principio, se parte de refuerzos afectivos similares para niños y niñas, pero después de los primeros años se van introduciendo otro tipo de refuerzos de género. Unos exclusivos para los varones, como el poder, el dinero, la acción, el control de los demás y de las situaciones y, por supuesto, el amor ‘propio’”.
[5] El título de la obra se abreviará de esta manera.
[6] Tulita  se asemeja a Úrsula Iguarán la matriarca del clan de los Buendía de Cien años de soledad, en cuanto que son el centro en torno al cual gravitan todos los miembros de la familia, pero no en la manera de practicar la religión: Mientras Tulita es muy creyente y rezandera, Úrsula no.
[7] Es válido observar en la obstinación de Tulita al creer en la existencia del hueco por donde se desparramaría la felicidad, una de las definiciones de quimera en la cual se dice que ésta es un sinónimo perfecto de esperanza cuando no hay hechos de adónde asirse. Y debido a la guerra y ausencia de la felicidad de la paz, es que Tulita se aferra a la esperanza y a su fe religiosa de que exista aquél quimérico hueco.
[8] Se puede también relacionar la historia de Carlota con el mito de Orfeo y Eurídice dada la mención directa del narrador, en cuanto a su sufrimiento por la ausencia y soledad ante la muerte de Camilo que la conduce a buscarlo más allá del mundo de los vivos.
[9] Dioselina se asemeja al personaje Meme, la hija de Aureliano y Fernanda del Carpio, en Cien Años de soledad, después que ésta última manda a matar a Mauricio Babilonia, el hombre que Meme amaba, acusándolo de ladrón cuando fue sorprendido entrando a hurtadillas en la casa a visitar a Meme, dado que Fernanda lo rechazaba por ser de clase social más baja. La reacción de Meme ante la pérdida de su ilusión amorosa es no volver a hablar nunca más en su vida. 
[10] Sanz, Fina. Los vínculos amorosos. Barcelona: Editorial Kairós, 1995.
[11] En ese mismo tiempo, Hortensia queda embarazada por segunda vez y ello la llena de alegría, lo mismo que a Ángel Alberto. Más adelante se hará referencia a la prematura muerte de la bebé.
[12] Maritza comparada con las tradicionales es una mujer totalmente independiente en la manera de vivir su relación con su novio Federico Bernal y aunque también participa de movimientos estudiantiles y revolucionarios, otra diferencia con las anteriores, no sufre pérdidas ni imposibilidades de mujer como las anteriores.

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