14 de marzo de 2019

CRÍTICA: Matilde:oralidad, memoria y dualidad en la última tarde del caudillo. Eugenia Muñoz



Matilde:oralidad, memoria y dualidad
en La última tarde del caudillo

Eugenia Muñoz


Eugenia Muñoz y Jorge Eliécer Pardo. Diciembre de 2018.
Jorge Eliécer Pardo maneja, en la construcción de su novelística, diversidad de patrones estructurales. En el nivel narrativo una o más voces de los personajes, intercaladas con la del omnisciente, van desarrollando el devenir del mundo novelesco con historias de otros personajes. En el argumento uno o más personajes toman importancia protagónica como la del personaje principal. Otros patrones estructurales que maneja Pardo son los leitmotiv asociados a las vidas de los personajes, a la fuente inagotable del turbulento caudal de violencia, injusticias y guerras fratricidas de la historia colombiana y también de las historias de amor romántico trágico por su imposibilidad de realización asociado con la muerte, los traumas síquicos, los roles culturales del comportamiento masculino y femenino o los compromisos morales adquiridos. Todo lo anterior está expresado con la destreza y creación del lenguaje del autor: las descripciones socio históricas con gran intensidad dramática cuando se trata de mostrar —para que la memoria del lector no olvide— la inhumanidad de quienes asesinan con sadismo inconcebible a víctimas inocentes y a aquéllos que son o simplemente consideran sus enemigos; además de los relatos de muertes sangrientas en las tantas guerras del país, creadas por sectores políticos y económicos para eliminar a sus adversarios sin ninguna razón humana que las justifiquen. En ese lenguaje pardiano transpira en todo momento la solidaridad con los más vulnerables que han sacrificado sus vidas y la de sus familias aquejados de la confianza ciega en los motivos, razones y mandatos de los líderes a quienes han seguido en las "guerras perdidas", parafraseando el título de la novela de Pardo, Trashumantes de la guerra perdida.(1).
Así mismo, brilla y surge, pletórico de poesía, el lenguaje que expresa las emociones y sentimientos verdaderos del alma, corazón y cuerpo de los personajes que viven la imposibilidad o la pérdida de sus seres amados en las diversas historias de amor. 

Para el desarrollo de este estudio de La última tarde del caudillo(2), el análisis se ha basado en Matilde Aguirre quien,  a nivel estructural de la novela, es el personaje central en torno al cual gravitan los otros, especialmente Hendrik, su amante y profesor de piano, Federico, su hijo, y Carlos Arturo Aguirre, su padre. Matilde comparte la narración junto con la voz de un narrador omnisciente(3).
De las funciones novelescas de Matilde como protagonista y como narradora- personaje, se desprenden diversos ejes temáticos ligados a ella directa o indirectamente, como duplicaciones o repeticiones en su vida o en la de otros personajes y, algunos leitmotiv, los cuales se mencionarán a continuación en una secuencia que continuará con la oralidad, la memoria y la dualidad.

DUPLICACIONES O REPETICIONES

Se encuentran duplicaciones o repeticiones en lugares como salas de cine, relacionadas con el amor frustrado de Carlos Arturo por Rebeca —La baronesa del circo Atayde— en una época y, el de Matilde y Hendrik, como lo expresa Matilde acerca del teatro Faenza, en sus citas a oscuras con su pianista, compartiendo películas trágicas que terminan en separaciones irremediables a las que también su padre asistió con su bailarina del aire para luego regresar a esa “bóveda” una y otra vez buscando a “la desaparecida” de su vida por su propia voluntad.

Los circos fueron sitios familiares de frecuente visita de Carlos Arturo y sus hijas Matilde y Sofía desde pequeñas; él asistía para recordar y seguir buscando a Rebeca y, las niñas, para imaginar las actuaciones de su madre. Años después Matilde lleva al circo a su hijo Federico para que pueda ver el mundo del espectáculo donde su abuela brillaba como artista estelar.
De generación a generación los hijos varones continúan los oficios o medios de subsistencia económica como el de carpinteros y artesanos que desempeñaron Saúl Aguirre y luego su hijo Carlos Arturo, quien además es artista, escultor de la madera, creador de la pieza tallada de Rebeca, que labró con la fuerza de su amor interminable por ella. Pero aunque Matilde guarda las herramientas de carpintería de Carlos Arturo para Federico, él no se interesa en esa continuidad del oficio de su abuelo y bisabuelo. 
Como parte importante en las vidas de los personajes masculinos, no sólo en La tarde del caudillo sino en otras novelas de Jorge Eliécer Pardo, como en Trashumantes de la guerra perdida, la ideología política es trasmitida de padres a hijos, la cual viven y defienden con pasión: “Papá, un soñador que aprendió de mi abuelo Saúl, el compromiso político”, le comenta Matilde a su hijo Federico. 
También se presentan aspiraciones de seguir la vocación artística materna por parte de Sofía y de Matilde quien desea ir a México para estudiar baile y actuar en el cine:
“Quiero ser artista como mamá… la encuentro en las penumbras, la veo en las sombras antes de encenderse el reflector, ser bañada por la luz mortecina, con su cabellera movida por el chiflón que cae del hueco de la carpa mientras explosionan aplausos como aguacero, borrasca de sus seguidores” (Pardo, 58). 
Y se refieren costumbres que se aprenden de los padres como las de Matilde que lee el periódico y “hace recortes”.
Así mismo la infidelidad se repite: de Rebeca para con Carlos Arturo, de Matilde para con Augusto y, por consiguiente, la ruptura de cualquier lazo sentimental que las una a sus esposos. El abandono también se presenta: en Matilde como deseo ferviente por vivir libre de ataduras su amor con Hendrik pero que no llega a realizar y, en Rebeca, como hecho contundente, sin que Carlos Arturo pueda ver cumplida la esperanza que guardó hasta su muerte de verla regresar a su lado.
De los ejemplos anteriores se concluye que las duplicaciones o repeticiones se producen como resultado de los lazos familiares. En otras palabras, como elementos pertenecientes a la saga familiar de los Aguirre al igual que sucede con la saga de los Guzmán en Trashumantes de la guerra perdida.
LEITMOTIV
En La Última tarde se encuentran diversos leitmotiv, relacionados con las historias de los personajes, en particular los que se entretejen en las historias de otros. 
Los espejos: aparecen la primera vez que Carlos Arturo vio a Rebeca cuando, en un almacén, él se probaba un sombrero frente a un espejo y “ella se introdujo en el espejo”. Más tarde, en más de una ocasión los espejos hacen presencia en la vida de Matilde: cuando entra al aula de baile porque quiere ser bailarina y se ve reflejada en un gran espejo del salón, que le hace recordar cuando Carlos Arturo le contó del espejo “donde conoció a Rebeca y creyó que era una ilusión”; cuando Matilde está atrapada en la red de su amor imposible con Hendrik piensa, “si mi madre salió de un espejo, yo podría fugarme por el mismo espejo”; o cuando en Matilde, a solas, su pensamiento vuela hacia Hendrik y lo lleva “al infinito fondo de los espejos manchados” y, los momentos que tenían para vivir sus ensueños y caricias mutuas eran “como juego de eternos espejos fisurados”. El significado de los espejos en los ejemplos anteriores está asociado con el amor, pero no como realización o posible identificación con el ser amado, sino más bien con lo evanescente en el caso de Carlos Arturo y su amor por Rebeca y, con lo impuro, prohibido y agrietado, en la situación amorosa que viven Matilde y Hendrik.
 Otro leitmotiv que involucra a Sofía y a Matilde es la búsqueda de su padre el sangriento y revolucionado día del asesinato del caudillo Jorge Eliécer Gaitán. Con este leitmotiv se crea un episodio de angustia, incertidumbre y llanto cuando las hermanas Aguirre, una vez escuchan por la radio la noticia funesta y las reacciones violentas que se han iniciado, salen a buscar a Carlos Arturo sin tener una pista acertada, imaginando la ruta que pudo haber seguido. El tiempo pasa, llegan las cuatro de la tarde y ellas han presenciado escenas de violencia, agresiones, persecuciones y muertes. “Sofía piensa con fuerza: papá no puede estar también muerto. Llora”, le cuenta Matilde a Federico años después. Ese día la búsqueda se alarga en interminables e infructuosas horas hasta que tienen que regresar a casa sin su padre y permanecer en las sombras de la zozobra. A las once de la noche aterrorizadas por las explosiones cercanas, unos rasguños en la puerta las alarma. Sofía preguntó quién tocaba y, en voz baja, Carlos Arturo respondió “YO”. La angustiosa espera llega a su fin.
En la vida de Carlos Arturo, lo mismo que en las de sus hijas Sofía y Matilde, se fijó por siempre el leitmotiv de la espera, la búsqueda infructuosa y los anhelos de la presencia de la madre fugada.
En la historia de amor secreto de Matilde y Hendrik hay varios leitmotiv: las rosas amarillas como símbolo de la llegada del amor verdadero a la vida de Hendrik, personificado en Matilde: él había visto en sueños una mujer “dorada” con rosas amarillas y, el día en que conoció a Matilde en el hall de su casa, había un jarrón lleno de rosas amarillas.
Entre las penumbras en que los amantes tienen que vivir su amor prohibido, con encuentros secretos en la habitación de la casa de Hendrik —con la ventana del cuarto cerrada— crean “la noche falsa” de cada miércoles a la cual se hace referencia con frecuencia por ser un tiempo solo para ellos en el que pueden dar alas a sus sentimientos, fantasías y erotismo: 
“El miércoles estábamos sumergidos en la noche, escuchando la lluvia golpear las tejas de barro y el viento estrujar con más fuerza la ventana de la vecindad” (Pardo, 107). 
Dos leitmotiv muy entreverados, como los cuerpos y almas de Matilde y Hendrik, son la música y la poesía. Importantes y frecuentes en la historia de este amor no solo como objeto de diálogo y expresión mutua de amor entre los dos, sino como trasfondo de versos como los de Apollinaire: 
“… eres un instrumento de música exquisita… tus melodías me trasportan al cielo… tú eres mi música, mi poesía, mis nueve musas, mis tres gracias” (Pardo, 226).
También vidas de músicos son referentes intertextuales que nutren ese amor de Hendrik y Matilde como el amor prohibido que Brahms empezó a sentir por Clara Schumann cuando ella aún estaba casada. Es de anotar que el lenguaje poético palpita en las líneas de los amantes; Matilde, amante ferviente de la música y poesía, expresa en sus monólogos interiores su amor, temores y angustias en torno a Hendrik: 
“Me ha dicho que nuestros cuerpos acoplados son poesía, como nuestros sonidos, onomatopeya del erotismo verbal… puertas, ventanas, paisajes por donde entramos a buscar el sitio perfecto para el amor imperfecto” (Pardo, 219). 
El leitmotiv más frecuente en la obra es el de la culpa que Matilde siente en su ser de madre y por su estatus de mujer casada en la encrucijada de su amor clandestino. El tormento de su culpa está arraigado más que todo en su hijo Federico : 
“Matilde aprisiona la joya en sus dedos para pedir consejo y perdón por su amor clandestino. Tantas veces se creyó ángel del mal, como el número de su madre bajo la carpa del circo. Creía no tener derecho de mirarse en los ojos de su hijo” (Pardo, 89).

ORALIDAD Y MEMORIA

Para entronizar a Matilde en su rol de narradora con relación a la oralidad y la memoria, vale mencionar del artículo, “Oralidad y narración”, de Esther Morillas: 
“Son muchas las denominaciones que se han ofrecido para esta plasmación de lo oral en lo escrito, comenzando por el parlato-scritto de Nencioni” (1983, 175),
o el concepto de “oralidad ficcional” que defiende Brumme (2012, 33) y que entiende como la evocación del lenguaje de la inmediatez comunicativa en los textos ficcionales. En efecto, Jorge Eliécer Pardo, principalmente a través de Matilde, crea la oralidad ficcional puesto que ella transmite verbalmente a su hijo Federico —quien es el único receptor e interlocutor de dicha oralidad en la novela— por un lado hechos de la vida y muerte del caudillo Jorge Eliécer Gaitán con sus consiguientes resultados violentos, así como el protagonismo de los políticos y del pueblo involucrados en la lucha partidista. Por otro lado, Matilde le da a conocer a su hijo la historia familiar de su bisabuelo Saúl, sus abuelos Carlos Arturo y Rebeca, la de su tía Sofía y la de ella cuando vivían con su padre Carlos Arturo. Oralidad de Matilde que observamos los lectores y que también menciona el narrador omnisciente:
“Han vuelto al parque. Gastan minutos para empezar. El sol sale tímido. Matilde trae unos recortes de El Tiempo dentro de la carpeta beige. Antes de seguir su relato sobre la muerte de Gaitán y la relación con su papá, su hermana y su ausente madre…” (Pardo, 133).
En cuanto a la oralidad ligada a la memoria histórica se puede mencionar a Alejandra López Getial cuando expresa que “la construcción de relatos basados en experiencias personales y colectivas de personas víctimas de la violencia, constituye una mirada del conflicto, como un legado que otorga la posibilidad de recrear el pasado, entendiendo el recuerdo como una forma de reconstruir memoria histórica” . 
Matilde expresa a través de su oralidad y experiencia propia, describiendo por ejemplo, no solo sus recuerdos de los escenarios del bogotazo que su memoria selecciona por impactantes, sino también a las víctimas de esa violencia desatada, al mismo tiempo que expresa sus propias emociones, ansiedad, miedo y angustia de no saber si su padre estaba entre las víctimas. 
“El agua, las llamas y la madera, revueltas, producen un olor horrible a chamusquina. Huele a carne quemada. Escucho la lucha de la humedad con la candela. Cambiamos de alero sin soltarnos de las manos. Otro hombre, con una herida profunda en el brazo, proclama: ¡Esta sangre es bendita porque este machetazo me lo acaba de dar un cura en la Plaza de Bolívar!” (Pardo, 30). 
Palabras de Matilde describiendo escenas dantescas y continúa con las de vandalismo y saqueos intencionales de la multitud ciega e incontenible: 
“Saquean los almacenes de La Novena, de sirios, libaneses y judíos, los que llaman turcos. De las platerías, como de los exclusivos almacenes de ropa fina para hombres y mujeres, no queda nada; de la famosa Calle Inglesa de Bogotá solo conflagración, inmensas llamas. La Joyería de Hans Scholem, saqueada” (Pardo, 31). 
Sofía y Matilde prosiguen en busca del padre corriendo por las calles, escabulléndose del peligro de encontrarse en medio de las hordas y sus voces: 
 “¡Hay que meterle candela a La Catedral! ¡Candela, candela! Corremos entre llanto y desesperación. Los amigos de tu abuelo impulsan la huelga general y exigen la renuncia del presidente Ospina. Nadie sabe de papá” (Pardo, 30).
Además de considerar la oralidad de Matilde como memoria histórica, esa oralidad se extiende al revivir las íntimas emociones y traumas en un eterno presente, por haber sido testigo de esa historia cruenta que paradójicamente debería permanecer en el olvido por dañina para el sujeto que las tuvo que vivir, como se ve en las pesadillas que describe Matilde:
“Durante la noche me despierto varias veces porque me asustan los chasquidos de los dientes de las ratas y las muecas de los muertos. También las de Gaitán asesinado, primer hombre desnudo que vi en mi vida. En la pesadilla, Sofía corre tras el carro, gritando. Santiago, arrastrado hasta el jeep militar, su camisa azul cielo, perforada por la pólvora. Me sobresalto. Mi hermana está sentada en el borde de mi cama. Me mira. Llora” (Pardo, 131).
Al relato del yo de Matilde que ha vivido y sido testigo de la tarde del asesinato del caudillo y de los días siguientes, lo mismo que de los años posteriores y de gobernantes como Rojas Pinilla, se suma por su boca la transmisión de voces anónimas como las de la radio, medio de comunicación a las masas de lo que históricamente está sucediendo, pero también voces radiales anunciando la destrucción y justificando la violencia: 
“Cambio la emisora a la Radio Nacional ocupada por un comando revolucionario de universitarios. Proclaman: La ciudad está hecha un mar de llamas, como la Roma de Nerón. Pero no ha sido incendiada por un emperador sino por el pueblo en legítima defensa de su Jefe” (Pardo, 16).
Además de los relatos personales y de la radio, Matilde agrega, en gran extensión, los que escuchó de Carlos Arturo y los que él a su vez escuchó de su padre Saúl porque están relacionados con un pasado histórico anterior al que ella le tocó vivir. Matilde le reitera al hijo que las narraciones que ella le cuenta de la vida de Gaitán provienen de lo que su padre y otros personajes le contaron: 
“Sí, hijo, supimos lo que te he relatado, y mucho más, con tu abuelo, tu tía y los amigos camaradas que lo ratificaron a Carlos Ruiz, entrañable amigo de papá. Pronuncia de ocho a diez discursos diarios; cuando está frente a la multitud, se transforma, siente un éxtasis inexpresable, placer sin límites. Su palabra se basa en la emoción” (Pardo, 192).
Pero no solo Matilde trasmite lo que ha vivido, presenciado y escuchado sino que también comenta a su hijo de la lectura de un texto-fuente redactado sobre el presidente Ospina y sus allegados dentro del palacio presidencial una vez se enteran del asesinato de Gaitán. Se trata de una obra teatral, “La del asesino”, escrito por su abuelo Carlos Arturo: 
“El presidente sube rápido a su oficina. Años después tu abuelo caracteriza las escenas del presidente dentro de su palacio, en forma de libreto teatral o guión de película, que discutió y escribió con Carlos Ruiz La última tarde del caudilloI”  (Pardo, 80) 
Jorge Eliécer Pardo crea en su novela una pluralidad lineal proveniente de voces transmisoras del pasado o de la memoria histórica individual fluyendo de boca en boca hasta desembocar en el cauce de la memoria de Matilde, como si fuera el espejo que refleja imágenes precedentes en otros espejos, tan solo que sus narraciones son memorias que ineludiblemente han pasado por el filtro de la ideología política partidaria del liberalismo que profesan los personajes emisores de la historia con sentimientos propios, lo que se puede semejar al concepto que expone Javier Alejandro Arnao Pastor en su artículo “Memoria y creación literaria”, en el cual, “la memoria, la narración siempre estará filtrada por nuestras emociones, esquemas socioculturales, prejuicios, sentimientos y el sinfín de nuestras experiencias previas. Y la transformación es doble: primero, al procesar la experiencia externa y almacenarla en mi memoria y, en segunda instancia, al convertirla en relato, es decir, al transformarla en lenguaje”. 
Y en el caso del género de novela, surge otra consideración: ¿Qué tanto de ficción y qué tanto de realidad histórica se encuentra en la memoria contenida en La última tarde del caudillo? Teniendo en cuenta a Magda Potik en su estudio sobre la novela española contemporánea con interés en la recuperación del pasado, que ha creado inquietudes, entre ellas, “la problemática de la diferencia o relación entre la historia y la memoria, entre “lo real” y “lo imaginario” entre “lo ocurrido” y “lo narrado”, no sería extraño que Pardo en su creación de La última tarde coincida con la respuesta del novelista Javier Carcas, citado por Potik, sobre la problemática de la ficcionalización de la historia, con respecto a su novela Soldados de Salamina, quien explica su concepto de relato real expuesto en la obra en mención diciendo que es como una novela “solo que, en vez de ser todo mentira, todo es verdad”. O también, se podría decir que Jorge Eliécer Pardo con esta obra y gran parte de las anteriores, encaja en la explicación de Millat. D., en su ensayo “Reflexión sobre el papel que juega la literatura en la memoria histórica”, cuando manifiesta que, “El escritor se vale de una historia inventada para explicar una realidad. Se trata de crear un artificio con el fin de mostrar, denunciar, recordar una época, un momento, creando escenas, situaciones y personajes con la intención de explicarnos algo que se enmarca en la historia objetiva”. 
Y precisamente el artificio en La última tarde está configurado por todos los personajes que no corresponden a las identidades de personas nacionales e históricas y que aparecen involucrados como actantes o como testigos de ciertas épocas históricas de Colombia.
La memoria oral que transmite Matilde a su hijo, relacionada con los miembros de su familia y de ella misma, como se ha mencionado antes, no cae dentro de la discusión sobre la historia real de la nación y hasta qué punto se convierte en ficción o no, puesto que Matilde, como los personajes de su clan, también objeto de la oralidad y memoria en la obra, son parte integrante del nivel de la invención . Es una oralidad que se asocia con el deseo de dar a conocer a un descendiente —en el caso de la novela, a Federico— el conocimiento de quiénes fueron sus ancestros, cómo vivieron sus vidas, oficios que desempeñaron, cómo actuaron, cuáles ideologías, sentimientos y sufrimientos tuvieron, para que conozca sus raíces familiares porque forma parte de la saga familiar. En otras palabras, el eje temático de la oralidad y memoria en La última tarde, se divide en externa en cuanto al entorno exterior o nacional e interna o sea la relacionada con el ámbito familiar de los Aguirre.
Ya se mencionó la continuidad de la saga de los Aguirre, a Saúl, quien tuvo por oficio el de ser artesano e ideológicamente pertenecía al partido liberal de quien Carlos Arturo, su hijo, es el sucesor en estos campos. Así mismo, Sofía y Matilde Aguirre tienen las inclinaciones artísticas de su madre Rebeca . Asuntos familiares están testimoniados por Matilde a Federico incluyendo la historia de la tía Sofía y su novio Santiago y de ella misma. Sin embargo el núcleo de la oralidad y memorias de Matilde acerca de su familia se encuentra principalmente en su padre. Además de relatar las actividades, opiniones y experiencias políticas de Carlos Arturo, Matilde, con énfasis emotivo frecuente, cuenta sobre la historia del amor frustrado de su padre con Rebeca y la de sus propios recuerdos y sentimientos en su relación con Carlos Arturo y, en menor extensión, su relación con la madre ausente.
La vida sentimental de Carlos Arturo estuvo ineludiblemente marcada por el abandono al que lo sometió María Rebeca, quién desapareció de su vida, inicialmente cuando sostenían una relación amorosa, sin ninguna explicación ni motivo causado por su pareja; años de espera pasaron hasta que de nuevo apareció de manera súbita, se casaron, fueron felices y tuvieron a Sofía y a Matilde . Matilde relata a su hijo lo que sabía sobre la escultura de madera que su padre creó a imagen y semejanza de su amada Rebeca luego de su primer abandono; le cuenta su experiencia y la de su padre cuando de nuevo, inesperadamente después del incendio del almacén de Carlos Arturo donde él guardaba la creación “del doble de madera” de Rebeca, desapareció en el fuego y la baronesa del circo Atayde queda inerte, desposeída de sí misma: 
“Nos dejó después del incendio, en 1973. Al almacén de papá lo consumió una llamarada que se extinguió diez horas después. Al regresar a casa, luego del desastre, mamá estaba metida en un mundo al que él no pudo entrar. Así la recuerdo, como una muñeca gigante y ausente a la que bañábamos con papá. Una noche de excesos papá salió a buscar una botella de aguardiente y al regresar, no estaba. Huyó. Desde entonces la esperó. Yo la espero. A veces siento que me vigila, en las esquinas, en los contraportones” (Pardo, 136). 
El abandono inesperado produce un trauma sentimental que adquirió la forma de la espera y de la búsqueda incesante e infructuosas de Carlos Arturo por el resto de su vida queriendo 
“… borrar todo vestigio de jazmines y rosas de mayo y regaba chorros de aguardiente por las paredes hasta quedar exhausto sobre el sofá, llorando de desprotección” (Pardo, 28).
Matilde cuenta cómo su padre le dijo una tarde que “la rescataría del más allá del velo de la falsa muerte”. El día de la muerte de su padre, el del final de su vida en la tierra pero no en su memoria, se lo cuenta Matilde a Federico de manera tierna con palabras cargadas de amor, añoranza y hálitos poéticos: 
“Estaba plácido, tranquilo; toqué su frente y sentí un calorcito que se fugaba por los cristales de la ventana mientras el cielo se volvía azul, tragándose las figuras de las nubes, desde el vidrio del segundo piso. Los ojos, cerrados. Lo arropé, cubrí con respeto su desnudez, la flacidez de su cuerpo derrotado por la leucemia. Caminé como sonámbula por la casa. Fui a la sala y me detuve un momento para detallar los cuadros al óleo... el retrato de mamá, con pose a lo Greta Garbo, el río Guatiquía del que papá me habló siempre, el Salto del Tequendama donde fuimos felices, donde papá vio por última vez a su esposa fugitiva. Volví a los ojos de su Ava Gardner y la desprecié no tanto por su abandono sino por el daño que hacía a papá” (Pardo, 124). 
Como inicialmente se dijo, el narrador omnisciente está junto a Matilde a nivel estructural y toma parte de aspectos narrativos como el de la memoria. Es de anotar que el narrador omnisciente toma la palabra para expresar sentimientos, pensamientos, anhelos y sufrimientos que tuvo Matilde con respecto a la madre y al abandono que le hizo vivir junto con su hermana: 
“Jamás contó a su hijo que fueron los años más tristes de sus vidas. Federico preguntaba por sus recuerdos al lado de la madre ausente y ella mentía: vivía lejos, muy lejos de nosotros” (Pardo, p. 98). 
Y cuando Federico quiere saber más sobre la historia personal de su bisabuela Rebeca preguntándoselo a su madre, el omnisciente interviene contando que “Matilde explicó que no conocían sus ancestros, que su madre nació y creció bajo la carpa de un circo, lejos de Colombia” (Pardo, 16)
La orfandad de Matilde agravada por la ausencia voluntaria y la no muerte física, se queda en su alma como anhelo ferviente e insatisfecho que termina por desvanecerse ante la realidad del tiempo que va pasando: 
“Me hace falta el olor de mamá, sus canciones, a pesar de que no tuve su imagen en mi memoria. La casa permanece en silencio hasta los viernes cuando papá oye tangos y boleros en la victrola y brinda con las sombras... El tiempo borra vestigios, huellas, olores, el anís en la sala, las figuras en las paredes de cal y canto… mi madre se desdibuja mientras crecemos” (Pardo, 194). 
Por estas reflexiones que cuenta Matilde en sus frecuentes soliloquios o fluir interior, ella va transmitiendo sus memorias e historia íntima. Es de anotar el efecto poético de las palabras anteriores en boca de Matilde en el que se sienten el silencio, la presencia de los sentidos auditivos, olfativos y visuales y la acción del tiempo personificado llevándose lentamente consigo la imagen de la madre.
Y Matilde como transmisora de la historia familiar a Federico lo involucra contándole cómo era su abuelo Carlos Arturo con él, para que sepa muchas cosas de las que él no tiene memoria consciente:

“¿No te acuerdas? Eras muy pequeño y te importaba más jugar con las espadas de madera y los carritos que tu abuelo te construía... Él, siempre cómplice contigo, te lleva hasta el mesón de trabajo, saca las herramientas que dejó como reliquias inservibles y te cuenta historias... Mete en tu chaqueta dulces La Rosa, doblones, conejitos de chocolate, piropos y confites cubiertos. Él los esconde en el abrigo y, poco a poco, te los da como acto clandestino. Heredaste el gusto por las golosinas de dulce. Chocolates Virreina, marquesitas y cocadas” (Pardo, 221).

En el párrafo anterior se observa también el deseo de Matilde de extender la continuidad de los lazos de la memoria familiar hasta Federico mencionándole las actuaciones y cariño del abuelo por él y también la herencia que recibió, el gusto de Federico por las golosinas de dulce. Es interesante el cambio al uso del presente como para crearle a Federico más inmediatez o cercanía con las memorias de su pasado de niño. Pero Federico da indicios de no continuar con ciertas tradiciones familiares como la de la actividad política, según comenta el narrador omnisciente: “Él promete, sin decirlo, no meterse en política jamás”, ni tampoco la del oficio de artesano de los varones de la familia Aguirre; Matilde lo percibe resignándose a entregarle, de todos modos, las herramientas de sus antecesores para que disponga de ellas como mejor le parezca: “Puedes destruirlas o guardarlas como esos objetos inútiles que solo nos hieren con malos recuerdos”, le dice a su hijo. Quizás al hablar de malos recuerdos Matilde se refiera a las que su padre utilizó para crear su obra de arte, la pieza de Rebeca, como si hubiera existido una relación simbiótica con su “doble de madera” . Al quedar destruida la escultura por el fuego, Carlos Arturo pierde a la Rebeca de carne y hueso. Y para extender más la reacciones inquietantes sobre la historia de la familia que tienen que ver con consecuencias negativas, el omnisciente expone además que “Federico concluirá años después que es un árbol talado, sin genealogía, atormentado por los abandonos” (Pardo, 13).
Hay un pasaje significativo en el cual Matilde le habla en soliloquio a Federico usando el tiempo futuro, dándole cuenta de una serie de objetos representativos como memorabilia de actuaciones o de pertenencias muy significativas del pasado familiar de su padre, su madre, su hermana Sofía y ella, que hablan del amor y cuidados de unos a otros: 
 “… encontrarás en tu baúl pequeñas prendas de tu tía y mías, cosidas por mi madre, según cuenta tu abuelo; mitones y escarpines, camisetas marcadas con nuestros nombres, tejidos en hilo seda y tambor; cobertores que intenté con todo mi amor hacerte para la cama-corral que te regaló tu abuelo cuando naciste; la hebilla de carey con la que papá recogía la hermosa cabellera de tu abuela que llegaba a la cintura. Allí también encontrarás la Cartilla Charry, con la que aleccionó a Sofía para identificar figuras coloreadas, la misma que utilizó papá al enseñarle a leer de nuevo a su esposa luchando contra el mutismo. Luego de la incineración, María Rebeca dejó de hablar, viajó, quedándose, seguramente en un vuelo de trashumante…” (Pardo, 145).

Las circunstancias o el porqué Matilde menciona en soliloquio el contenido de ese baúl de “los recuerdos” dan lugar a pensar que lo hace para entregarle ese legado sentimental de su familia al último descendiente de los Aguirre, como si ella no fuera a estar allí; por eso habla en futuro de un presente en el que le está revelando a Federico, sin que éste lo sepa todavía, la procedencia de esa memorabilia de la cual él será su depositario, para que no se pierda toda huella de la personas de la familia con las cuales no habrá lugar ni tiempo para que él comparta.

DUALIDAD

La dualidad se tratará aquí como la relación de Matilde y su doble vida. Por un lado, es la esposa de Augusto Bernal y la madre de Federico ante los ojos de la sociedad, por otro, la amante de Hendrik, su maestro de piano, con el cual entabla una vida secreta entre sombras, acosada por la culpa y el miedo de ser descubierta especialmente por su hijo y su esposo, además de las indecisiones y los fervientes anhelos de que su vida no sea como es. Pero también su vida secreta está repleta de encanto, ternura, emoción, pasión y inspiración del amor verdadero que vive con Hendrik. Matilde, como heroína trágica del amor romántico, vive desgarrada entre el dolor y el placer del amor, entre el deber que la ata a su hogar y a las alas de libertad que se permite entre las penumbras que ha construido con Hendrik; alas que la impulsan a pensar, soñar, planear y hablar con su amor la posibilidad de huir muy lejos adonde los dos puedan disfrutar plenos la vida que en el presente comparten en la clandestinidad. Pero su otro amor puro, el de madre, es el ancla que la ata a su vida de hogar y no le permite desplegar las velas impulsadas por el amor que siente por Hendrik.
Los lectores conocen las tormentos de la culpa, la frustración de la imposibilidad y las delicias de la vida secreta de Matilde por ella misma a través de sus íntimos soliloquios, su libre fluir de los recuerdos de sus intensos y tiernos momentos amorosos y sus diálogos mentales con Hendrik y con su hijo Federico. También en torno a la historia del amor secreto culposo por prohibido, el narrador omnisciente cuenta sobre los pensamientos y sentimientos de Matilde por Hendrik, por Augusto y por Federico, agregando a ello lo que Matilde cree o imagina de las reacciones y sentimientos de ellos en torno a su relación secreta y la manera directa en que puede afectar sus existencias.
“Detrás de los intersticios los ojos de mi hijo, inundados. Huía, siempre huía de la falsa noche que hacen los sueños y el amor… el amor, la culpa nos separaba de todo; lloraba, no podía dejar de pensar en Federico... Me escondía tras las cortinas de la casa para ocultar los estragos del amor. Llegaba para iniciar la clase. No bajaba a la sala de música, no quería verlo” (Pardo, 155). 
Recuerda Matilde, una de las incontables veces, la angustia de ser madre y mujer escindidos por la incompatibilidad del amor que siente por Federico y por Hendrik. Por eso una y otra vez trataba de huir, de no ver ni tener cerca a su profesor pero una y otra vez vuelve a caer en el círculo que se origina y termina en un mismo punto: el de escapar y volver al amor verdadero, prohibido.
Matilde, frecuentemente, expresa su preocupación e incertidumbre de si Federico ha descubierto la verdad de su situación con el maestro de música cuando cada semana llega a su hogar en el barrio La Merced de Bogotá para enseñarle la música de los maestros clásicos que siempre ella quiso aprender a interpretar y que para cumplir ese sueño su esposo le compró un piano e irónicamente fue él quien llevó a su casa a Hendrik como preceptor de piano.
No sólo Matilde siente el acoso de la culpa con Federico sino también con Hendrik, como ella misma lo cuenta: “Me aislaba, corría al segundo piso, a mi habitación. Allí me encontraba con la mirada triste de mi hijo. A mi profesor, esa mirada le alteraba el pulso y prefería huir, dejar la clase y el café, correr en busca de la Carrera Séptima, encerrarse en su refugio, despreciando los pianos del salón”.
En el transcurso de la novela, de muchas maneras, Matilde piensa y emite sus juicios atormentados: “Supuse que tú, hijo, veías la letra escarlata A, de Adúltera, tatuada en mi frente. Los ojos de los desconocidos la descubrían y cuchicheaban a mis espaldas”. La angustia, de cierta manera, la lleva a la paranoia de ser el blanco de murmuraciones y desaprobaciones porque sabe que la sociedad apedrea implacable a una mujer adúltera como aquélla de los tiempos bíblicos. 
Y también la mujer que es ella pide perdón a su hijo como la madre que también es pero no pueden coexistir en armonía: 
“Te repito que me perdones; a pesar de que no mires mis ojos, sé que el tiempo también me perdonará… no tengo valor de confesarte el amor que habita mi cuerpo y la fuerza de mi espíritu… jamás compitió ese amor con el tuyo… por eso no los he dejado… ¿tu padre merece mi sacrificio? ¿mujer de hogar?” (Pardo, 162). 
Es evidente que la causa principal por la que Matilde no abandona a Augusto es su hijo. Y efectivamente, los lectores pueden ver con claridad que es trágico vivir en la encrucijada de dos amores profundos y verdaderos cuando ambos no están dentro de la legalidad de los cánones de la moral social y ni qué decir de los religiosos. Aunque aquí lo religioso no es el caso para Matilde, podría agregarse que más que la moral social, en ella pesa más su moral individual, maternal. 
A pesar de su conflicto por su infidelidad como esposa, Matilde no es una mala madre. Está manifiesto a través de toda la historia esta situación en la que ella no es capaz de acabar con todo lo que la separa de Hendrik por su hijo. Nunca se presenta como madre negligente y distante emocionalmente de Federico. Ella es muy amorosa, le dedica el mayor tiempo posible para estar con él, especialmente para contarle y responderle preguntas sobre las historias de la nación y de la familia, y es de notar su infatigable preocupación e innumerables desvelos junto al lecho de su hijo noche y día, año tras año por el padecimiento de asma que él sufre desde niño y cuyos ataques pueden causarle la muerte.
“La alarman la respiración rápida, los gruñidos al exhalar; espía su piel, labios, uñas, el color azuloso. Desde bebé le ha hablado, junto a la urna de vidrio. Le cuenta historias de María Rebeca, de Sofía, de viajes imaginarios. En el sofá, retoma el tono de hada madrina que ha empleado con él en esos once años” (Pardo,163). 
Por esa dedicación e irrompible lazo maternal, Federico prefiere estar más junto a su madre que al lado de su padre porque, según lo cuenta no sólo el omnisciente sino también Matilde, Augusto Bernal es un padre que lo castiga con severidad “me duelen tus lágrimas cuando él te castiga en el cuarto oscuro, debajo de la escalera” y es mala influencia para el desarrollo de la seguridad personal de su hijo dada la poca valoración que le da; así se colige por la comparación que hace Matilde entre Augusto y Hendrik respecto de Federico: 
“Él, mi profesor de piano, dice que tienes gran sensibilidad, al contrario, Augusto te ve como estúpido” (Pardo, 81).
Volviendo al tema de la culpa de Matilde con su hijo, hay que anotar que Jorge Eliécer Pardo utiliza la ironía dramática en cuanto un personaje piensa que otro no se entera de algo que se relaciona con él, como es el caso de Matilde que cree que Federico no se da cuenta de la relación que sostiene con el profesor de piano y, por indicios que observa en las reacciones y actuaciones de su hijo, se debate entre la suposición de que la ha descubierto; otras veces en que debe confesarle la verdad y otras más en anunciarle un plan de huida con Hendrik y saber si él se iría con ellos. La ironía dramática resulta en que en la novela no llega el momento crítico o clímax en el que Matilde enfrente esa verdad con su hijo y, la realidad que los lectores conocen por el narrador omnisciente es que Federico desde muy temprano, se dio cuenta de que “el alemán” lo podía separar de su madre, “No tiene por qué saber que odia como interpreta, que odia sus horas al lado del alemán”.
Así mismo hay ironías dramáticas: Augusto no se imagina, ni llega a enterarse, de lo que está sucediendo entre Matilde y Hendrik y, ante la distancia e indiferencia de Matilde, él hace esfuerzos por acercarse a ella y tratar de agradarla. Independientemente de los desacertados medios materiales, viajes, ropas costosas, fiestas fastuosas, que Augusto usa para cortejar a Matilde, él lo hace creyendo que esa es la manera de tener una esposa fresca, bonita y artista. Además, no es de extrañar para él esa equivocación, la realidad que presenta la novela es que desde el inicio la relación mutua entre ellos no fue por amor verdadero sino por intereses materiales propios: A Augusto, un hombre bastante mayor al que Matilde traería juventud y hermosura con sus diecinueve años; ante los demás era “el trofeo” de su capacidad de conquistador en su edad madura; Matilde vio en Augusto la solución de su futuro incierto sin problemas económicos al casarse con un hombre exitoso en su negocio de joyas. Pero tanto para Augusto y, especialmente para Matilde, ese tipo de relación matrimonial cobró su precio: Para Augusto el desdén, frialdad y distancia de su esposa quien luego buscó todo tipo de excusas para no salir de viaje con él. Y para Matilde fue mucho más alto el precio: No poder tener a su lado al hombre al que sí amó verdaderamente, no poder vivir sin tragedia ese amor y no salir de su indecisión: 
“Hubiera podido decir no, no al matrimonio, no al futuro promisorio con un adinerado comerciante de finas piezas de la vanidad, joyas extranjeras que lucían las señoras de la sociedad. Como la de las cenas escasas donde me pedía que ostentara el collar de perlas Chanel, largo, que bajaba hasta la mitad de mi pecho” (Pardo, 110).
Entre más trata Augusto de acortar la lejanía de Matilde, ella siente más rechazo por él, hasta su olor le fastidia:
“Augusto lucía pelo corto con línea perfecta en el lado izquierdo, abrillantado por Cheseline, ese olor dulzón a flores de lavanda que Matilde detestaba, pegado a las fundas de las almohadas. Aroma pretendidamente fresco. Él notaba el desagrado de su esposa y buscaba alternativas: lo cambió por Glostora” (Pardo, 92). 
Pero no sólo Augusto se lleva sinsabores en su vida con Matilde, ella —debido a su infidelidad— teme las reacciones de él y lo proyecta en sus diálogos mentales cuando refiere, más de una vez, las actitudes de Augusto, especialmente contra Hendrik: 
“Augusto cortará tu cabeza para que desaparezcas de todo mundo posible. Te sacará de nuestro cuarto y llevará tu cráneo en un saco de fique… dejará tus huesos envueltos en toallas de lino…” (Pardo, 121).
En cuanto al mundo propio de Matilde con Hendrik, que es la otra orilla de la dualidad, su maestro es el oasis donde ella bebe las frescuras en el desierto del amor verdadero y calma con él la mutua sed de palabras, besos, caricias, ternuras y entregas apasionadas y eróticas que tampoco tuvo el músico en su frustrado matrimonio con la italiana Magdalena Massi que lo abandonó llevándose a Laura, hija de ambos. Ese mundo propio siempre está bajo el acecho del perenne tormento de tener que vivir en la zona de lo prohibido, el querer huir sabiendo que la fuerza irresistible de ese amor terminará por imponer las razones del corazón, de la piel y del cuerpo, por encima de cualquier dictamen de la razón:
“Huía, siempre huía de la falsa noche que hacen los sueños y el amor… el amor, la culpa nos separaba de todo; lloraba, no podía dejar de pensar en Federico. Tomaba el taxi lejos de su puerta. Me escondía tras las cortinas de la casa para ocultar los estragos del amor. Llegaba para iniciar la clase. No bajaba a la sala de música, no quería verlo. Entre los velos su trasparencia dejaba pasar la fragancia a pino silvestre desde la sala, subía como hilo serpenteante por los escalones, deslizado por mi entrepierna, atravesando mi piel hasta la boca, la nariz, los oídos, los ojos, la fontanela por donde penetraron jazmines y flores de mayo. Trataba de no volver a La Candelaria, decir no, otra vez no, sin lograrlo. Siento que me dominas y que soy sumisa a esa fuerza de tus silencios. Me miraba con sus entre dormidos ojos azules: … eres libre, o no existimos” (Pardo, 155). 

Y en sus anhelos de ser libres, Matilde refiere conversaciones con Hendrik, ingeniando soluciones: 
“Elucubré que podría fugarme a un país de Europa, en uno de los viajes que Augusto propone; llegué a pensar que nos encontraríamos en la ciudad que tú eligieras y seguiríamos hacia donde nadie es encontrado. Pero no, la cobardía derrota hasta mis sueños. Mañana será el último día de las conversaciones en el parque con mi hijo. Creo que lo sabe y lo aprueba. No, no lo aprueba, lo odia, te odia. Nos odia. Le diré, ¿qué pensarías si… nos fuéramos tú y yo lejos, en busca de mi madre, tras la tía Sofía? Una estrategia para alejarnos de todo” (Pardo, 239). 

Y es precisamente por las líneas en las que Matilde menciona a su hijo que el lector no ve al final de la novela un cierre en cuanto al escape que podría haberle dado la victoria al amor, a la mujer que añora una vida con Hendrik. El amor de madre es más fuerte. Ella no huiría sin su hijo. 
La historia de amor imposible entre Matilde y Hendrik en La última tarde del Caudillo queda sin concluir...

OBRAS CITADAS
Arnao Pastor, Javier Alejandro. Memoria y creación literaria. https://www.escritores.org/recursos-para-escritores/colaboraciones/6069-memoria-y-creación-literaria-, Marzo 12, 2012.
Millat, D.  Reflexión sobre el papel que juega la literatura en la memoria histórica. http://www.catedramedellinbarcelona.org/documents/Literatura_memoria_historica_DMillat.pdf
López Getial, Alejandra. Texto y memoria. El lenguaje literario como una forma de narrar la historia del conflicto en Colombia, Aletheia, volumen 5, número 9, octubre 2014. ISSN 1853-3701
Morrillas, Esther. Oralidad y narración. Un estudio de caso. www.erevistes.uji.es/index.php/monti/article/download/.../2356. Universidad de Málaga.
Pardo, Jorge Eliécer. La última tarde del caudillo. Bogotá: Cangrejo Editores, 2018.
Potok, Magda. Estrategias literarias para la recuperación de la memoria histórica. La narrativa
actual frente a la guerra civil. Études Romanes de Brno 33, 2. 2012.

Notas

(1) No solo en esta novela Jorge Eliécer presenta la realidad en la cual los de “abajo” que no son parte del poder político han sido siempre los perdedores en todas las guerras de la historia colombiana. En tanto que los de “arriba” en el poder, no sufren pérdidas vitales, aunque para éstos signifique mucho cuando pierden su poder político, no sus vidas y bienestar material.
(2) El título de esta novela se abreviará así: La última tarde. 
(3) Es de anotar que otros pocos personajes como Carlos Arturo, también narran por sí mismos algunos pasajes.
(4) La culpa se tratará nuevamente al analizar la relación de Matilde, narradora-personaje, con su hijo.

(5) López Getial, Alejandra. Texto y memoria. El lenguaje literario como una forma de narrar la historia del conflicto en Colombia, Aletheia, volumen 5, número 9, octubre 2014. ISSN 1853-3701.
(6) Al respecto de la obra teatral mencionada dentro del texto novelesco se transcribe completa al final de la novela. Jorge Eliécer expresa en una nota que “Esta novela no hubiera sido posible sin la profunda documentación sobre el 9 de abril y/o El Bogotazo aportada a la historia de Colombia por Carlos Ruíz o Arturo Alape a quien se rinde merecido homenaje. Lo cual constituye un elemento más del tema de la memoria histórica desarrollada en La últma tarde. 
(7) En estos personajes en la novela aparecen como ficción independientemente de que el autor haya tomado modelos de la vida real.
(8) Aunque Rebeca no es una de los Aguirre, ella es parte esencial para la continuidad de éstos por ser la madre de Sofía y Matilde.
(9) Esta primera parte de la historia de la vida de Carlos Arturo, se encuentra en la novela La baronesa del circo Atayde también escrita por Jorge Eliécer.
(10) Ver mi ensayo La baronesa del circo Atayde o el mito de Pigmaleón.



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