Claroscuros
de la memoria
Marea de sombras
novela
de Fabio Martínez
Por
Jorge Eliécer Pardo
Un
libro que recurre a la memoria no es un libro que viaja y trae el pasado. La memoria
siempre es presente y, la literatura, la hace vívida, actuante. En países en
conflicto como Colombia, escribir sobre la memoria que alude hechos atroces y
vergonzosos, es de valientes o, por lo menos, de avezados.
Marea de sombras
(Pigmalión, España, 2018) es, por antonomasia, una novela para la memoria;
narra sucesos que la mayoría de los colombianos desconocen o eluden cerrando
los ojos, o pasando la página para no horrorizarse. Un texto que nos hace
sentir culpa, rabia, por permitir que nos hagan lo que nos hacen.
La
memoria, en territorios de conflictos armados y sociales, alude a las víctimas
y, los escritores que se lanzan al vacío inseguro de la muerte por la espalda,
tienen clara la palabra “compasión”, desde el punto de vista social, psicológico,
filosófico y no moral. Fabio Martínez (Cali, 1955, docente e investigador,
Doctor en Semiología de la Universidad de Quebec, Montreal, Canadá) ha puesto
el pecho, el corazón y la palabra para dejarnos expuestos al espejo. No es el
único, centenares de narradores, no solo académicos y del oficio, sino
contadores populares, locales, regionales, ayudados por la palabra, el teatro, la
música, la pintura, la fotografía, dan su aporte valioso a la memoria.
No
necesariamente las víctimas directas dejan lamentos pidiendo justicia. ¿Acaso
en Colombia no somos todos victimas?
Martínez,
al comienzo de su libro, nos anuncia lo escabroso de la violencia:
“Bahía de Ziuz. (Léase Buenaventura, en
el Pacífico colombiano). Cementerio central, 12 de febrero de 2014. Con Julia
estoy en el cementerio central despidiendo una pierna de una mujer. Sí, así
como lo oyen. Una pierna de mujer. No es una ficción. Es la realidad, así como
lo digo. La degradación humana ha llegado aquí a tales extremos que ya no solo
se asesina, sino que se pica, como se
dice en la jerga popular”.
Picar
a las personas, sus cuerpos, es una práctica que los nombrados paramilitares,
ejércitos privados de la mafia y la delincuencia organizada, ponen en práctica
para desaparecer a sus contradictores, a sus enemigos políticos, de negocios,
amorosos. Se dice que la macabra práctica, de las auc (Autodefensas Unidas de Colombia), la extendieron por
Colombia: cercenar el cuerpo, desaparecer evidencia penal pero, lo más
grotesco, expandir los pedazos creyendo que el alma del muerto no puede
juntarse para la venganza. Los ríos y el mar: grandes y calladas tumbas de la
guerra.
En
Marea de sombras, un hombre cuenta en
primera persona; supone el lector que es un testimonio, ese secreto que permite
un relato desde el “yo”. Nos dice el nombre de la mujer a quien pertenece la
pierna: Karen. El hombre, en compañía de
su esposa Julia, evoca; la pierna le trae, en el silencio, escenas eróticas. El
lector se detiene ante la escena, intuye que las partes que faltan de Karen,
han sido amadas por “él”. Alabaos o canciones tristes de negros, se oyen en el
camposanto, en el escenario que anticipa, un crimen, a un criminal y una
historia o varias historias de amor. Vaticina un libro policiaco con fondo de
memoria histórica. Mafiosos, escoltas, curas, guerrilleros y silencios, abren
el argumento. Ahora sí, estamos en el anfiteatro de Colombia y, seguramente, se
descubrirán los victimarios o, el velo de la impunidad se cerrará, oscuro, lúgubre.
En
Marea de sombras, existe ese
contubernio entre novela, periodismo y cine. Lenguajes, planos, monólogos,
diálogos, se imbrican. Y aparece ese personaje universal y reiterativo en la
literatura: el poeta. Felipe Gardenia. El lector quiere saber qué pasó con la
dueña de la pierna. Se abre otra arista, la vida y la complejidad de un
escritor en medio de la muerte, con el tono burlesco e irónico de un taller
literario.
Voz
de Felipe:
“Como cualquier escritor que desea fama
y reconocimiento, pensaba que la poesía iba a ser mi salvación. Algún día me
iban a dar el Premio Cervantes, y forrado de gloria y dinero, viviría feliz y
sin afugias el resto de mi vida. Jamás imaginé que la poesía iba a conducirme
al infierno”.
Y
más adelante la sátira o mejor el lastre:
“Dolfín se sentó en la mesa, puso a un
lado su sombrero Panamá y su mochila indígena, y mientras terminaba el desayuno
continental que el mesero de turno había servido, me contó que él también
escribía poesía, pero nunca se la mostraba a nadie.
—Eres un poeta clandestino —deje—. Como
todos los colombianos”.
Personajes
de la intelectualidad reciente, como el sociólogo Jacques Aprile van y vienen
para comprender ese mundo que, en el avance de la narración, se recompone entre
el miedo, la clandestinidad y la orfandad. Es el territorio del horror. Aparece
la guerrilla (el lector no sabe si son las farc
o el eln) que suma al conflicto,
niebla de guerra. Como en un casting o una escaleta cinematográfica, el autor
presenta sus personajes, consigna cómo son, de dónde provienen, por qué están ahí…
en un entramado de puertos, burdeles, marinos y traficantes. Drogas, yerbas
mágicas y presagios combinan esta sórdida novela que bien parecería del absurdo
pero que no es más que un testimonio de la gran verdad social, las dos verdades
fusionadas para el relato. La verdad de la ficción sustentada en la verdad de
la documentación. Avanza el poder de los sucesos novelísticos que el lector ha
leído y visto en los periódicos e informes televisivos.
Vendrá
el escenario, ágora griega, con las voces de los fantasmas, las voces de los
asesinados, porque los muertos también tienen voz. Una voz que avanza hasta el
efecto último, que cuenta esos momentos cargados de dolor, pedazos de cuerpos
como aquellos que discurren en “Los velos de la memoria”. Voces que van y
vienen a reconstruir sus truncas vidas.
“Como conocía esta ruta de memoria, yo
sabía que aún faltaba media hora para llegar a puerto. Cuando atracamos, El
Viche dejó la lancha apostada en el muelle, y tomó un taxi rumbo al hospital.
Acostada en el asiento de atrás, yo veía el mundo turbio y confuso. Cuando
llegamos, alcancé a escuchar sus últimas palabras:
—¡Esperanza, por Dios, no te vayas!
Cuando el médico me vio la herida en la
frente, no pude explicar nada. Ya había acabado de dejar este mundo y comenzaba
a descender lentamente al reino de los muertos”.
Como
este párrafo hay muchos donde la víctima describe ese instante de indefensión que
han tenido miles, centenares de colombianos, en el momento mismo del
sacrificio.
Entre
el lenguaje literario y de crónica periodística, Martínez entrega al lector un
panorama de Colombia en un lenguaje que parece de sociólogo o violentólogo:
“Pero todo no fue dicha y placer en la
ciudad. La violencia fratricida de los años cincuenta en el país dio pie a la
creación de la guerrilla, que al ver las posibilidades estratégicas que
brindaba El Puerto, envió a uno de sus frentes a hacer presencia en la selva y
en los ríos, hasta que entraron a la ciudad y se tomaron los barrios palafíticos
de bajamar. La guerrilla comenzó a reclutar niños, secuestrar comerciantes,
volar torres eléctricas, y amedrentar a una población inerme, abandonada a la
mano de Dios.
El ejército perseguía a los guerrilleros
por todos los agujeros de la ciudad”.
Este
lenguaje, desde lo exterior del drama, abre la posibilidad al lector de
averiguar más sobre el fenómeno que la novela plantea: enfrentamientos entre
paras y guerrilla. Quizás el lector vaya a otros documentos para entender por
qué esa guerra atroz y cuáles sus causas, además del tráfico de droga, quiénes
influenciaron el estado de guerra, a quiénes beneficiaría o aún beneficia que
esta situación continúe.
Pero
como es una novela y no un tratado sociológico, dirán, Marea de sombras muestra algunos ángulos interesantes que aportan
al entendimiento de la victimización del pueblo colombiano.
Texto
valiente y sincero, desde los tejidos del sexo y el erotismo hasta los
desmembramientos, así de simple y escueto. Lenguaje directo, con párrafos que
se palpan y huelen y, de nuevo, el lector intenta ocultarse, sin lograrlo.
Porque el lector también “convulsiona y queda tieso para toda la vida” (FM).
Ah,
las voces de los ultimadas y su última súplica o reflexión:
“Los cuatrocientos hombres comenzaron a
lincharnos hasta que nuestros cuerpos no pudieron más y quedaron desmadejados
en el suelo. El joven combatiente y yo morimos abrazados sobre la arena”.
Y
con ese sarcasmo que Fabio Martínez nos ha entregado en sus cuentos breves, con
ese humor caustico que subyace en su narrativa, la muerte de la posmodernidad,
como se le oye decir, llega hasta una víctima que hace su última selfie:
“Entonces me llevaron a empujones a la
casa vecina de Lucy. Me amarraron a la tabla de madera. El pequeño mueble tenía
algunas salpicaduras de sangre. Eran de mi amigo Iván. Me obligaron a tomar mi Smartphone. Dijeron:
—Como a ti te gusta grabar, vas a hacer
tu último selfie en movimiento.
Comencé a grabar mi propia muerte”.
Al
final, cuando se reúnen los personajes para no dejar la historia en la mancha
de sangre, aparece de nuevo la gata Lupita (el autor, como Cortázar, es amante
de estos felinos), el poeta contador de la historia (novela) y su mujer. Hay un
poeta que utiliza la crónica y restituye, en lo posible, su sensibilidad para
dar voz, gran ironía, a la no absurda conclusión de todas las guerras
Fabio Martínez y Jorge Eliécer Pardo, en la Feria del libro de Bogotá, 2018
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