Albert Camus
Diarista y
viajero
Manuel Neila
Escritor y crítico literario
A Gabriel, camusiano a su manera
La posteridad ha sido clemente con Albert Camus, a pesar
de la campaña de difamación que lo arrinconó durante los años cincuenta. A poco
de cumplirse el centenario de su nacimiento, su figura y su obra conservan el
mérito, el interés, la prestancia que tuvieron en vida. Algunos de sus mejores
amigos, como Jean Daniel o Emmanuel Roblès, por citar a los más conocidos,
apenas pueden reprimir la alegría y el orgullo de haber compartido amistad con
un hombre representativo donde los haya, dotado de una fuerte y luminosa
personalidad. La nueva edición de sus Œuvres
complètes en La Pléiade, al cuidado de Jacqueline Lévi-Valensi, lo situó
entre los hombres ilustres, al lado de los clásicos de todos los tiempos. ¿Qué
ocurre entonces? ¿A qué se debe, pues, la pervivencia de Albert Camus? Y lo que
acaso sea más interesante: ¿dónde radica la actualidad de su obra? No es éste
el momento ni el lugar más apropiado para indagar sobre la perennidad del
escritor argelino, ligada acaso a la esencialidad ontológica, a la lucidez
cognoscitiva y a la honestidad moral de su obra; pero tal vez pueda
decirse algo sobre el interés actual de
la misma, debido sin duda al profundo sentimiento
de realidad que la anima. Pero esto conviene abordarse con cierto
detenimiento.
El oficio más hermoso
La obra literaria de Albert Camus es ciertamente concisa,
pero densa y variada como pocas. La muerte prematura del periodista, escritor y
hombre de teatro argelino en un accidente de automóvil cerca de Villeblevin,
cuando aún no había cumplido los cuarenta y siete años de edad, truncó el
desarrollo natural de la misma; una evolución que, a juzgar por la calidad de El primer hombre, la novela que dejó
inconclusa, rayaba a gran altura. Con todo y con eso, tuvo tiempo para cultivar
con excelentes resultados los géneros más diferentes, desde la narrativa
realista, donde consiguió esa pequeña obra maestra del realismo mítico que es El Extranjero, hasta el reportaje
periodístico, con piezas memorables como “La miseria de la Cabilia”, pasando
por la crónica viajera, en la que sobresalen las anotaciones de sus viajes a
Brasil y Grecia. El autor de La peste consiguió
armonizar la literatura ficticia, que
nos da a conocer representaciones
verosímiles de la realidad histórica, con la literatura facticia, que ofrece representaciones verídicas de esa misma
realidad; es decir, concilió la narración literaria y la crónica periodística,
sin menoscabo de la prosa testimonial y la escritura documental, lo que tal vez
sea uno de sus méritos menos atendidos por críticos y lectores.
Hay quienes sostienen que Camus fue ante todo un
periodista; y no les faltan motivos para asegurarlo, pues el autor de El extranjero se reveló como un
articulista notable a los veinticinco años y un maestro intelectual a los
treinta y cinco. Jean Daniel, que ha pilotado uno de los grandes semanarios
franceses, Le Nouvel Observateur,
sostiene que el periodismo fue la actividad favorita de su amigo; lo que bien
mirado no carece de fundamento, pues la obra periodística del argelino no es
menos amplia ni menos elocuente que su obra propiamente literaria, con la que
comparte procedimientos narrativos y voluntad de estilo. Otros piensan, por el
contrario, que el poeta del absurdo prefería la literatura al periodismo.
Jacqueline Lévi-Valensi, una de las personas que mejor conocen su obra y que
más ha trabajado en ella, sostiene que a Camus no le entusiasmaba demasiado la
labor periodística. ¿Y el autor? ¿Con qué talante aborda Camus la práctica del
oficio periodístico? ¿Cuál era su parecer respecto a las relaciones promiscuas
entre periodismo y literatura? ¿Qué aportaciones personales ha hecho en este
campo, si es que hizo alguna que merezca ser recordada?
El intelectual discrepante que fue Camus llegó al
periodismo en 1938, al ingresar como redactor-reportero en el periódico Alger républicain, recientemente fundado
por su amigo Pascal Pia, en un momento en que el proceso de profesionalización
del escritor estaba a punto de consolidarse. En siglos anteriores, el escritor
se había visto favorecido por el mecenazgo de los grandes señores, a quienes no
podía por menos de sentirse sometido. Con el cambio de siglo, la
diversificación y el aumento de las actividades editoriales, incluidas las de
la prensa escrita, trajeron consigo la transformación de la figura del escritor
en general, y del autor literario en particular. Como consecuencia, éste se
siente en la obligación de conciliar las elevadas ideas que se había hecho
acerca de su arte con las nuevas condiciones de producción literaria. El
creador se convierte poco a poco en productor. Los escritores empiezan a vivir
de su pluma en calidad de autores de poesía, novela o teatro, cuyas recursos, a
menudo escasos, intentaban completar con colaboraciones en periódicos o
revistas. Y ese fue el caso de Albert Camus, que hubo de recurrir al periodismo
para hacerse un lugar en el mundo de las letras partiendo de sus orígenes
humildes y de su salud quebrantada.
Los periódicos y las revistas, que hasta ese momento
habían estado al servicio de un personaje concreto o de un partido político
determinado, empezaron a vivir de sus medios, convirtiéndose en empresas
industriales que podían remunerar el trabajo del escritor. Esa independencia de
los medios permitió que, en el periodo de entreguerras, consolidaran su prestigio
grandes escritores, articulistas y ensayistas, de la talla de André Gide,
François Mauriac o Jean Grenier, al tiempo que se formaban otros nuevos, como
Raymond Aron, Jean-Paul Sartre o el propio Camus. Al mismo tiempo, el escritor
adquiere conciencia de su papel en la sociedad, de su tarea como crítico o
analista de la realidad, en definitiva, de su “misión” como portavoz de
determinadas demandas sociales. Es el momento del engagement, caracterizado por la preocupación existencial y por el
compromiso social, que autores como Jean-Paul Sartre o Simone de Beauvoir, en
Francia, Cesare Pavese o Alberto Moravia, en Italia, llevaron hasta sus últimas
consecuencias. Y así, cuando Albert Camus abandona Argelia en 1940 y se instala
en París, ingresa como secretario de redacción en el diario Paris-Soir.
Aunque no desempeñó el periodismo con regularidad, ni
durante mucho tiempo, Albert Camus no tardó en familiarizarse con el oficio,
como señala Jean Daniel en su excelente libro Avec Camus. Comment résister à l’air du temps (Gallimard, 2006), al
que seguimos en esta cuestión. Enseguida dio muestras de su afición por la
presa y de su orgullo por pertenecer a la profesión. Manifestó el gusto por el
ambiente de la imprenta, el olor de la tinta, el papel húmedo, y frecuentó la
amistad de tipógrafos, linotipistas e impresores, entre los que se cuentan
algunos de sus mejores amigos. Cuando contrajo matrimonio a comienzos de 1941,
su cortejo nupcial se redujo a tres o cuatro compañeros de oficio. Durante los
años de ocupación, elaboró clandestinamente algunos números de Combat y, convertido en diario tras la
Liberación, asumió la dirección del mismo con eficacia y buen criterio, hasta
que el cambio de orientación del periódico le obligó a abandonarlo en 1947.
Varios años después regresó al periodismo, publicó en la revista Caliban a instancias de Jean Daniel, y
reanudó sus pasos en la prensa diaria en 1955, colaborando regularmente en L’Express, durante más de doce meses.
El itinerario recorrido por Albert Camus induce a pensar,
como señala Jean Daniel, “que él prefería primar el periodismo como forma de
expresión y reflexión”. Incluso llega a afirmar que “el ejercicio de la
literatura estimulada por lo efímero parecía inspirarle mucho más que a otros,
y con carácter duradero, una reflexión acerca de la condición humana”. Sea como
fuere, el director de Combat no
disimuló nunca su entrega incondicional al periodismo y su orgullo por
pertenecer a la profesión. En una de sus colaboraciones en la revista Caliban, llegó a afirmar que el
periodismo era “el oficio más hermoso del mundo”. Pero ¿qué periodismo propone
nuestro autor? Un periodismo opuesto frontalmente a la mentira, sin renunciar
por ello a la regla clásica de ilustrar deleitando; un periodismo que se apoya
en los principios de “la justicia, el honor y la felicidad; un periodismo que
recurre a “la información crítica”, radicalmente respetuosa con los lectores.
En resumidas cuentas, una propuesta modesta en sus medios, pero ambiciosa en
sus fines, que hoy adquiere mayor valor si cabe por contraste con los usos,
abusos y perversiones de los medios de control de masas.
Ahora bien, de la misma manera que exaltaba la grandeza
del periodismo, censuraba las servidumbres del mismo. Así, en un artículo que
escribió a petición de Jean Daniel para el último número de Caliban, pudo decir: “Una sociedad que
soporta ser entretenida por una prensa envilecida y por un millar de bufones
cínicos que se adornan con el nombre de artistas corre hacia la esclavitud, a
pesar de las protestas de las propias personas que contribuyen a su
degradación”. Del lado de sus miserias colocaba: el sometimiento de la prensa
al poder del dinero, la obsesión por agradar a cualquier precio, el
sometimiento de la verdad a los intereses económicos o ideológicos, el recurso
a los bajos instintos con tal de obtener beneficios, el sensacionalismo
noticiero y publicitario, la vulgaridad gráfica y tipográfica. Se trata, en
definitiva, de una doble servidumbre, que ha hecho presa en los medios de
comunicación occidentales durante la senda mitad del siglo pasado: la
económica, por la que el periodismo se somete a la ley de la oferta y la
demanda, y la ideológica, que lo convierte en mero instrumento de propaganda al
servicio de los políticos y los poderosos de este mundo.
Cuando aún no había cumplido veintitrés años, el filósofo
artista vaticinaba en su admirable estampa “Nupcias en Tipasa”, con temblor
casi reverencial: “No es tan fácil llegar a ser lo que se es, encontrar de
nuevo la profundidad de la propia medida”. Hoy sabemos que su labor
periodística resulta imprescindible para entender justamente el proceso que
llevaría al futuro premio Nobel de literatura a ser el que fue, no en balde
consideró el periodismo como un género filosófico. Pero ¿quién fue en
definitiva Albert Camus? ¿En qué consiste, para decirlo con sus mismas
palabras, la profundidad de su propia medida? Jean-Paul Sartre lo resumió
admirablemente a raíz de la muerte del amigo y adversario, en uno de sus textos
más transidos de emoción: “Representaba en este siglo, y contra la historia, al
heredero de ese largo linaje de moralistas cuyas obras constituyen, acaso, lo
más original de la literatura francesa”. Y medio siglo más tarde, Jean Daniel
iba a corroborar esa afirmación de manera no menos clara y emotiva: “Al final
se le ha situado en su lugar, es decir, en la línea de pensadores como Montaigne,
Pascal, Diderot, Chamfort, Nietzsche o Benjamin Constant”.
Los cuadernos de notas
La novela realista contribuyó de manera determinante,
como es sabido, a la conformación del periodismo literario, pero no fue el
único género que lo hizo. También lo lograron, cada uno a su modo, el género
testimonial y el género documental, los cuales experimentaron un desarrollo
imprevisible con el advenimiento de la nueva sociedad industrial de masas.
Desde muy temprano, la escritura periodística recibió aportaciones de la prosa
testimonial, y en particular de las modalidades autobiográficas: memorias,
autobiografías, confesiones, dietarios, relatos de viaje, correspondencia, etc.
Es comprensible, por consiguiente, que Albert Camus frecuentara con acierto
estas modalidades literarias, bien incorporándolas a sus obras narrativas, bien
elaborándolas por separado. Conviene recordar que la primera parte de El extranjero está escrita en forma de
diario, mientras que La caída
responde al modelo de la confesión. Al mismo tiempo, los carnets que escribió durante más de dos décadas y sus Diarios de viaje, aunque mejor aquellos
que estos, se cuentan entre los grandes clásicos modernos del género
testimonial, junto a los de Paul Valéry y Cesare Pavese.
Desde mayo de 1935 hasta su muerte, Camus fue redactando
lo que él llamaba sus carnets, una
serie de cuadernos en los que anotaba regularmente los sentimientos, los
pensamientos y las preocupaciones más personales e íntimas. El primer volumen
reproduce las notas que escribió desde mayo de 1935 hasta febrero de 1942,
espacio de tiempo correspondiente a su ciclo creador del absurdo. El segundo
tomo recoge las anotaciones agavilladas entre enero de 1942 y marzo de 1951,
periodo que cubre el ciclo del hombre rebelde; excepción hecha de las notas que
tomó durante su estancia en América del Norte y en América del Sur, que
constituyen sendos diarios de viaje. El volumen tercero, que se mantuvo inédito
durante mucho tiempo después de su muerte, y que algunos consideran el más
personal de todos, reproduce las anotaciones escritas desde marzo de 1951 hasta
diciembre de 1959, correspondientes al último ciclo de su trayectoria vital y
artística, signado por el pensamiento del mediodía y el regreso a los orígenes.
A diferencia de lo que sucede en el segundo volumen con los escritos viajeros,
este último incluye el relato del crucero que realizó por las costas
mediterráneas de Grecia, entre abril y mayo de 1955, donde puede constatarse su
veneración por la cultura griega. Pero embridemos el pensamiento, y vayamos por
partes.
En mayo de 1935, Albert Camus aún no había cumplido los
veintidós años, estaba a punto de obtener el 4º Certificado de Licenciatura en
Letras, sección de filosofía, en la Universidad de Argelia, se ocupa
activamente de la “Casa de la Cultura” y funda el “Teatro del Trabajo”, unido a
la misma. Ese mes empezó a redactar sus carnets,
cercanos al diario íntimo, aunque no los concibe como tal, en los que anota con
regularidad las preocupaciones más personales e íntimas, y que continuaría
escribiendo hasta el momento de su muerte. El primer volumen, tal y como los
conocemos hoy, está formado por tres cuadernos, en los que se reproducen
íntegramente las notas escritas desde mayo de 1935 hasta febrero de 1942,
espacio de tiempo que se corresponde, como sabemos, con sus elucubraciones a
propósito del hombre absurdo; es
decir, aquel que ya no piensa en términos absolutos, que ya no los espera, que
quizá siente nostalgia, pero elige vivir en el tiempo presente de su condición
perecedera. Entre esas notas, más o menos esbozadas, más o menos precisas, se
encuentran algunas reflexiones que jalonaron la elaboración de obras como La muerte feliz (no publicada), El revés y el derecho, Bodas y, sobre
todo, El extranjero, Calígula y El mito de Sísifo.
Aparecen formulados los temas de la madre, la naturaleza
mediterránea, el condenado a muerte, el hombre que evita justificarse, la
amargura de tener razón, e incluso se insinúan los temas mayores de El hombre rebelde. También nos
encontramos formulaciones incipientes de ensayos (“Entre el sí y el no”)
narraciones (El extranjero) e incluso
tragedias (Calígula). Mayor interés
presentan los planes y los apuntes para La
muerte feliz, novela que no llegó a publicarse en vida del autor, así como
las notas de viaje que tomó en su estancia en Pisa y Florencia entre agosto y
septiembre de 1937, empleadas después en “El desierto”, último ensayo de Bodas. Cabe destacar la aparición de los
personajes, anotaciones y fragmentos que, andando el tiempo, se incorporarían a
La peste. Con todo, las anotaciones
de mayor interés son, sin duda, aquellas que se refieren a la alegría de vivir,
a pesar de la precariedad de la vida. Tras el nihilismo que se deriva de la
muerte de Dios, Camus encuentra en la lucidez el único antídoto contra el
absurdo de la vida, es decir, contra la muerte sin esperanza. Tampoco conviene
olvidar las incisivas reflexiones acerca de la guerra. “Ha estallado la guerra.
¿Dónde está la guerra? Fuera de las noticias que hay que creer y de los
carteles que tenemos que leer, ¿dónde
encontrar las señales del absurdo acontecimiento?”.
El
segundo tomo recoge las anotaciones agavilladas entre enero de 1942 y marzo de
1951, periodo que nuestro autor vive bajo la advocación del mito de Prometeo;
excepción hecha de las notas que tomó durante su estancia en América del Norte
(marzo a mayo de 1946) y en América del Sur (junio a agosto de 1949), que
constituyen sendos diarios de viaje publicados independientemente. A principios
de 1942, el poeta del absurdo, inclinado al optimismo ontológico y al
naturalismo lírico, acaba de cumplir los veintinueve años, y está a punto de
publicar El extranjero y El mito de Sísifo, que le reportarían de
inmediato el reconocimiento de críticos y lectores. “A los treinta años, casi
de la noche a la mañana, he conocido la fama —escribe en su cuaderno, con la
humildad y el orgullo que le caracterizaron durante toda su vida—. No lo
lamento. Hubiera podido tener malos sueños más tarde. Ahora ya sé lo que es.
Poquita cosa”. A finales de esa década, ya se había familiarizado con el
pensamiento anarquista, como pone de manifiesto Michel Onfray en su reciente y
apasionado libro L’Ordre libertaire. La
vie philosophique de Albert Camus (Flammarion, 2012).
A juzgar por las anotaciones que redacta durante estos
años, la década de los cuarenta representan la madurez vital y literaria del
autor, y se materializa en obras como La
peste, Los justos y El hombre rebelde. Entre ellas
encontramos numerosas anotaciones sobre La
Peste y sobre lo que el autor llama la “Estética de la rebelión”. A lo
largo de este segundo ciclo creador se intensifican, en efecto, las notas sobre
el hombre rebelde; esto es, el hombre
que asume el sinsentido de la vida, cuya lucidez y deseo de libertad lo sitúan
en numerosas ocasiones frente y contra el espíritu de la época. Aparecen además
abundantes notas sobre el sentimiento de la naturaleza y sobre la irrupción de
la historia, que irá remplazando al primero a medida que se acumulan los
desastres de la guerra. Así, podemos ver: “He vuelto a leer todos estos
cuadernos –desde el primero. Lo que me ha saltado a la vista: los paisajes
desaparecen poco a poco. También a mí me corroe el cáncer moderno”. En esta
segunda fase de sus anotaciones, encontramos con bastante frecuencia los
aforismos perfectos: “La pobreza es un estado cuya virtud es la generosidad”; o
también: “La Belleza, que ayuda a vivir, ayuda también a morir”; más aún: “Los
errores son alegres; la verdad, infernal”.
El
volumen tercero, que los albaceas mantuvieron inédito durante mucho tiempo, y
que hoy puede considerarse el más esclarecedor, reproduce las anotaciones
escritas entre marzo de 1951 y diciembre de 1959, pocos días antes del fatal
accidente que le costó la vida. Consta de tres cuadernos, numerados
correlativamente VII, VIII, IX, siguiendo
el orden los anteriores, cada uno de los cuales recoge las anotaciones
correspondientes a dos a tres años, que coinciden con la época más dura de su
vida. En 1952, tiene lugar su desdichado enfrentamiento con Jean-Paul Sartre,
tras la publicación en Les Temps Modernes del artículo que éste encargó
a Francis Jeanson, en cuyas páginas se le reprochaba con fuerza que su rebeldía
fuera “deliberadamente estética”. En 1956, lanza su “Llamada a la tregua civil”
en Argel, que le reportó la antipatía tanto de los patriotas franceses como de
los independentistas argelinos, enfrentados en una guerra sin cuartel. Cuando
un año después recibe el premio Nobel, cundió la idea entre los intelectuales
orgánicos de que “se lo tenía merecido”. Por su parte, Camus se limita a anotar
en su cuaderno: “17 de octubre. Extraño sentimiento de agobio y de
melancolía. A los veinte años, pobre y desnudo, conocí la verdadera gloria. Mi
madre”.
En
estas notas postreras, la preocupación por el hombre absurdo y el hombre
rebelde da paso a la exaltación del hombre mesurado; o sea, el hombre
entregado al goce cotidiano de vivir, con fidelidad a sus límites y respeto a
su condición; un defensor del reino de los sentidos, en que vida y belleza se
unifican, con la mesura propia del pensamiento griego. Abundan las referencias
a su estado de sequía creadora. A partir de 1954, en que aparece la primera, se
repiten con cierta frecuencia las notas para El último hombre, la novela
inacabada en la que laboró durante los últimos años. Especial interés revisten
las prosas viajeras. A diferencia de lo que sucede en el segundo volumen con
las notas de viaje, este último incluye el relato del crucero que realizó por
los Países Bajos y, sobre todo, por Italia y Grecia, de los que doy cuanta más
adelante, donde queda de manifiesto su profunda veneración por la cultura
grecolatina. Los cuadernos de este último ciclo contienen numerosos aforismos
perfectos: “Empezar a dar es condenarse a no dar lo suficiente aunque lo demos
todo. Y nunca lo damos todo”. O también: “La injusticia hipócrita provoca las
guerras. La justicia violenta las precipita”. O este otro: “Una a una las
estrellas iban cayendo al mar, el cielo goteaba sus últimas luces”. Y aquí
hemos de detenernos, para no fatigar en demasía al lector.
Los diarios de viaje
En las relaciones promiscuas entre literatura y
periodismo, entre literatura ficticia
y literatura facticia, la crónica
ocupa un lugar preponderante. Es, sin duda, la herencia más directa que el
periodismo escrito recibe de la antigua literatura documental. La influencia de
la crónica en la producción de Albert Camus es notoria, igualando en
importancia a los escritos informativos e interpretativos: noticias,
entrevistas y reportajes. Así lo atestiguan los tres tomos de escritos sobre
cuestiones de actualidad recogidos bajo el título de Actuelles (Actualidades), además de los miles de
artículos que andan dispersos en los periódicos y revistas de la época. El
primer volumen agrupa artículos publicados en Combat y editoriales aparecidos entre 1944 y 1948. El segundo
incluye los que corresponden al periodo comprendido entre 1948 y 1953; pero
también incorpora otros escritos de distinta índole, entre los que se cuentan
prólogos a diferentes libros, entrevistas concedidas por el escritor y algunas
cartas que tocan temas referentes a sus obras. En el tercero, subtitulado
significativamente Crónicas argelinas,
se recogen todas las crónicas, impresiones y sentimientos de Camus sobre
Argelia, desde 1939 hasta 1958, entre las que sobresale la notable serie “La
miseria de la Cabilia”.
No ocurre lo mismo con las prosas de viaje, cuya
importancia en la producción editorial de Camus es sensiblemente inferior al
valor literario de los propios textos. Aunque no mostró una afición especial
por los viajes, Albert Camus conoció buena parte de los países que bordean el
Mediterráneo, incluido el suyo, y pudo recorrer las principales naciones de
Europa y América en diferentes ocasiones. El verano de 1936, cuando aún residía
en Argel, viajó por Europa central e Italia y, el verano siguiente, visitó
Francia y volvió a recorrer Italia. El mes de marzo de 1940, se instaló en
París para trabajar en el diario Paris-Soir;
más tarde siguió al equipo del periódico en su exilio a Clermont-Ferrand, y
posteriormente a Lyon. Entre marzo y junio de 1946, cuando su fama de escritor
comprometido ya había traspasado las fronteras de Francia, viajó como
conferenciante por Estados Unidos y Canadá y, entre junio y agosto de 1949,
recorrió varios países de América del Sur con la misma encomienda, de los que
da cuenta en sendos Diarios de viaje.
A mediados de la década siguiente, viajó nuevamente por Italia, entre noviembre
y diciembre de 1954, y llevo a cabo el crucero por las islas griegas, al que
hemos hecho referencia más arriba. Finalmente, en diciembre de 1957, viajó a
Estocolmo para recibir el premio Nobel de Literatura.
Desde muy temprano, el escritor humilde que fue Camus,
cuya relación con el lenguaje está hecha de fe y desconfianza, de gratitud y
escepticismo, practicó el género de literatura viajera con la misma
originalidad y destreza que puso en todos sus escritos. En El revés y el derecho, escrito entre 1935 y 1936, publicado en 1937
y reeditado en 1958, dejó constancia de un viaje por Europa Central e Italia, y
de una visita a Mallorca e Ibiza. “La muerte en el alma” recoge las impresiones
de su viaje por Europa, en particular de Praga, y después, el contrapunto de
los cielos de Italia, cuyo azul despabila los sentidos, donde atisba “la
lección del Sol y de los paisajes que me han visto nacer”. “Amor a la vida”, la
estampa dedicada a Mallorca e Ibiza, intenta captar la nostalgia del origen, la
tierra de sus antepasados, pues María Cardona, abuela materna había nacido en
la isla de Mahón. En Nupcias,
conjunto de estampas compuestas a los veintitrés años sobre algunos lugares emblemáticos
de su geografía cordial (Tipasa, Djemila, Argel), e impreso en 1939, se
complace en evocar la ciudad de Florencia. “El desierto”, dedicado a su amigo y
maestro Jean Grenier, presenta una serie de impresiones de la ciudad
renacentista, transidas de amor por la belleza: “Quizá me equivoque —escribe—.
Pero, en fin, fui feliz en Florencia como lo han sido tantos otros antes de
mí”.
Entre 1939 y 1940 escribe una serie de ensayos líricos,
que publica con el título de El verano
catorce años más tarde. El más extenso, titulado “El Minotauro o la pausa de
Orán”, relata una visita a la vieja ciudad de resonancias españolas, donde el
mal gusto de los colonialistas europeos se había dado cita. El más breve,
titulado “Pequeña guía para ciudades sin pasado”, ensalza los paisajes de
Argelia, Italia y España, a los que el autor se sentía vinculado. “La suavidad
de Argel es más italiana. El brillo cruel de Orán tiene algo de español.
Constantina hace pensar en Toledo. Es a España a la que más se parece esta tierra.
Pero España sin la tradición no sería más que un hermoso desierto”. La
estampa “Regreso a Tipasa” hay que
leerla como complemento de “Nupcias en Tipasa”, y ofrece un ejemplo maravilloso
del amor fati nietzscheano: la
exaltación del paisaje y el lugar más amado por el autor, al que siempre volvía
para encontrarse consigo mismos. Las páginas que cierran el volumen, “El mar
desde muy cerca”, fueron compuestas en el viaje que Camus realizó a Argentina y
Brasil en 1949, aunque llevan la fecha de 1954. Se trata de una serie
meditaciones a propósito del mar que los herederos del autor agruparon en Diarios de viaje varios años más tarde.
Entre marzo y mayo de 1946, el “golfillo de Argel”, en
expresión socarrona de Sartre, se desplaza a Estados Unidos y Canadá en calidad
de conferenciante. Es el viaje de un periodista afamado y de un autor que
todavía no ha conseguido la consagración. Las anotaciones del viaje estaban
integradas en el “Cuaderno V” de sus carnets,
en medio de apuntes relacionados con las circunstancias del momento, entre los
que aparecen algunas notas para La peste;
pero Mme. Camus y Roger Quillot decidieron imprimirlas conjuntamente con el Viaje a América del Sur. Se trata, pues,
de anotaciones en bruto, relativas a la travesía del Atlántico, el descubrimiento
de Nueva York, algunas de las cuales aparecen en “Les pluies de New York”,
mientras que otras se repiten en sus carnets.
El estado de ánimo del autor oscila entre la admiración y el rechazo, como le
manifestó a su antiguo maestro Louis Germain: “Mi viaje a América me ha
enseñado muchas cosas que sería demasiado largo pormenorizar aquí. Es un gran
país, fuerte y disciplinado en la libertad, pero que ignora muchas cosas y, en
primer lugar, a Europa”. Y si quiso experimentar emociones profundas hubo de
esperar a encontrarse con el prodigioso paisaje de Quebec, en su desvío a
Canadá: “Por primera vez en este continente la impresión real de la belleza y
de la verdadera grandeza”.
Tres años después, Camus realiza su segundo y gran viaje
cultural al extranjero, en este caso a
América del Sur (Brasil, Argentina y Chile), desde finales de junio a finales
de agosto de 1949. Es su primer viaje
como autor consagrado, en un momento de crisis física y psicológica que él
mismo había diagnosticado como depresión. Las notas que constituyen el viaje a
“América del Sur” figuraban en un dosier especial entre sus papeles, dispuestas
para la impresión, de ahí que sus albaceas literarios decidieran publicarlas
conjuntamente con las anotaciones del viaje a “Estados Unidos”, bajo el título
general de Diarios de viaje (1978).
Como ocurrió en el viaje anterior, el autor evita referirse al programa cargado
de actividades, a sus conferencias sobre la guerra y la paz, el arte y la
literatura. Algunas le servirían a su autor para componer “El mar, aún más
cerca” (El verano) y otras más para
la novelita “La piedra que crece” (El
exilio y el reino), en las que se subraya el contraste violento entre el
refinamiento y la barbarie, entre los rituales indígenas y el catolicismo
romano. La nota final, datada el 31 de agosto, ofrece una idea acerca del
quebranto físico, sentimental y moral con que el autor concluyó el viaje:
“Enfermo, bronquitis por lo menos… El viaje se termina dentro de un ataúd
metálico, entre un médico loco y un diplomático camino de París”.
Durante el año 1954, Albert Camus tuvo que afrontar un
drama familiar, como consecuencia de la enfermedad de su mujer, un persistente
bloqueo personal, debido a las controversias ocasionadas por El hombre rebelde, y finalmente la
crisis de Argelia, que tomaba definitivamente el camino de la guerra. Del 4 al
7 de octubre, realizó un viaje a los Países Bajos, el más breve de los suyos y
del que menos se ha hablado, a pesar de que le proporcionara materiales para la
redacción de La caída, su última
novela y, sin duda, la más inquietante de todas. Es comprensible que Herbert R.
Lottman, uno de sus principales biógrafos, repare en este viaje, mientras que
pasa por alto otros, como el que hizo a América del Norte o el primer viaje a
Grecia, al que me refiero más adelante. El 5 de octubre, impartió una
conferencia en La Haya, después de la preceptiva recepción oficial, cosa que
solía molestarle. Y al día siguiente, visitó el museo de Mauritshuis, donde
tuvo ocasión de contemplar el retrato de La
joven de la perla, de Vermeer, así como en tres cuadros de Rembrandt: La lección de anatomía, David y Saúl, y Susana y los viejos. Esa misma tarde se
desplazó a Ámsterdam, donde encontró el marco urbano para La caída: un viejo barrio de marineros y, dentro de ese barrio, una
callejuela estrecha, bulliciosa y llena de vida. El día siguiente volvió a
Francia.
Cuando apenas había transcurrido mes y medio de este
viaje, la Asociación Cultural Italiana le pidió que hablara en Turín, Génova,
Milán y Roma, y decidió volver a Italia, que no visitaba desde el año 1937. El
24 de noviembre salió de París con el convencimiento de que los paisajes
mediterráneos le devolverían el equilibrio y la fuerza interior que necesitaba
para volver a escribir. En Turín, visitó los parajes que Nietzsche había
frecuentado antes de sumergirse en las nieblas de la locura; Génova le cautivó,
con sus “callejuelas bulliciosas de vida”; en Milán, pudo comprobar que lo que
Stendhal había amado allí “estaba bien muerto”; Roma le devolvió a los cielos
luminosos de su infancia argelina. En cuanto dio por terminada su gira oficial,
y sus disquisiciones sobre “El artista y su época”, se puso a deambular solo o
en compañía de algún amigo por la ciudad, en la que diecisiete años antes había
descubierto la conjunción perfecta del arte y la vida, seducido por sus colinas
y sus fuentes. El 6 de diciembre empieza a sentirse mal, pero decide marcharse
con Nicola Chiaromonte y el pintor Francesco Grandjacquet, que disponía de un
automóvil, a Nápoles y Paestum. Llegó enfermo a Nápoles, viéndose obligado a
permanecer tres días en la habitación de un hotel, antes de proseguir el viaje
para visitar los templos griegos de Paestum.
Durante
la primavera de 1955, Albert Camus realizó su primer viaje a Grecia, del que
dejó constancia en el Cuaderno VIII de sus carnets.
El 26 de abril, el pensador pagano, que indagaba por entonces sobre la herencia
de la “mesura” griega y el sentido del “limite”, salió del aeropuerto de París
“desolado y vacío de toda alegría” a causa de la enfermedad de su mujer. A la
mañana siguiente ya estaba en la tierra originaria del pensamiento trágico, del
que se sentía deudor, a pesar de que Bernard-Henry Lèvy le niegue “sentimiento
trágico” en su artículo “Los dos siglos de Camus”, excelente en tantos
sentidos. Durante las tres semanas que permaneció en la capital, alternó el
apretado programa de actividades oficiales (recepciones, conferencias,
entrevistas), con la visita a los lugares emblemáticos de Atenas (la Acrópolis,
el museo del Ágora, la colina de las Musas). Una vez concluido el programa,
dedicó su tiempo a conocer ciudades, visitar templos, navegar por el mar,
bañarse en playas inundadas por un mar de luz, bajo un cielo transparente. El
13 de mayo, anota en su cuaderno: “Estos veintidós días corriendo a través de
Grecia los contemplo desde Atenas ahora, antes de mi partida, y se me aparecen
como una sola y prolongada fuente de luz que podré conservar en el corazón de
mi vida”. A los tres días, regresa a París, “con el corazón encogido”.
Tres
años más tarde, y con la responsabilidad del premio Nobel a sus espaldas,
volvió a Grecia en viaje de recreo. El 9 de junio salió de París, acompañado de
María Casares, preocupado por la deriva que estaba tomando el conflicto
argelino. En Rodas se unieron a sus compañeros de crucero: el editor Michel
Gallimard, su mujer Janine y su hija Amie; el artista Mario Prassinos, su mujer
Io y su hija Catherine; y embarcan en El
Fantasía, una lancha de la marina convertida en yate y tripulada por una
pareja de ingleses, cuya mujer ejercía de cocinera. Circunvalaron numerosas
islas, fondearon en algunos puertos y sortearon algunas trabas legales en la
costa turca. Con todo y con eso, Camus tuvo ocasión de admirar algunos de los
deslumbrantes parajes de las islas griegas. En Lido experimentó cierto
“sentimiento de impotencia al no poder alcanzar ni expresar tanta belleza”;
también se dejó seducir por la isla de Tigani, la antigua Samos, “una de las
más bellas a causa de la gran abundancia de olivos y cipreses filiformes que
adornan las laderas de las colinas y montañas que bajan hacia el mar”; repara
finalmente en las hermosos parajes de Sigris, la antigua Lesbos, y Calcis,
donde “la belleza duerme sobre las aguas”. A primeros de junio, se vieron
obligados a interrumpir el viaje debido a las alarmantes noticias que recibían
respecto al conflicto argelino.
Consideraciones finales
La literatura facticia
de Albert Camus no explica el lugar que ocupa entre los escritores más
destacados del confuso siglo XX, el más rico y violento de la historia; pero
ayuda a comprender la lucha solitaria y solidaria que mantuvo contra el espíritu
de la época desde su condición de filósofo
artista: un filósofo que nunca separa vida y pensamiento, que considera el
periodismo un género literario de pleno derecho; un artista que inventa una
actitud al mismo tiempo que produce una obra, que hace teatro y que no se
conforma con escribir novelas. Sus crónicas periodísticas, sus cuadernos de
notas y sus relatos de viaje contienen, algo más que en ciernes, las
principales preocupaciones camusianas: los temas del silencio del mundo, del
absurdo del hombre y del sinsentido de la vida; los problemas de la muerte, el
mal y la violencia; las cuestiones de la justicia, la guerra y la
descolonización. Y, ante todo, la superación del nihilismo. Los lectores
actuales, ajenos al mesianismo histórico, encontrarán en la prosa testimonial y
documental del argelino la lucidez con que asumió las contradicciones de la
condición humana, sin necesidad de recurrir a la evasión religiosa o al refugio
ideológico: una lucidez que le enfrento a la mentira y la injusticia, que le
indujo a buscar reparación o consuelo en el ámbito original de la naturaleza y
de los mitos.
Manuel Neila Lumeras (Hervás, Cáceres, 1950) es Pasó sus años de infancia y juventud en Asturias y cursó estudios de Filosofía y Letras en la Universidad de Oviedo, donde se licenció en Filología Románica. Ejerció como profesor de Lengua Castellana y Literatura antes de dedicarse al oficio de escritor de manera exclusiva. En la actualidad colabora en diversos diarios y revistas de ámbito nacional.
Ha participado como ponente en algunos cursos organizados por las universidades de Madrid, Extremadura, Oviedo, Zaragoza y Salamanca.
Poeta cauteloso y casi secreto, Manuel Neila se decantó enseguida por la poesía esencial y el silencio del que emerge. Tras la publicación de Clamor de lo incesante (1978), con el que se dio a conocer como poeta, fue incluido por José Luis García Martín en su antología Las voces y los ecos (1980).
Entre sus publicaciones más recientes cabe destacar: El camino original [Antología poética 1980-2012] (2012), el volumen de artículos El escritor y sus máscaras (2015), el diario personal Clima de riesgo. Días de 2012 (2015) y los libros de ensayo La levedad y la gracia (2016) y Cristóbal Serra en su laberinto (2017).
Su interés por la escritura fragmentaria, a la que dedica una atención especial, viene materializándose en libros como El silencio roto (1998), Pensamientos de intemperie (2012) y Pensamientos desmandados (2015).
En la actualidad, dirige la colección de aforismos "A la mínima" para la Editorial Renacimiento de Sevilla, donde acaba de publicar la antología Bajo el signo de Atenea. Diez aforistas de hoy (2017).
Ha traducido a Gérard de Nerval, Charles Baudelaire, Philippe Jaccottet, Haroldo de Campos y Àlex Susanna, entre otros. También ha editado Páginas escogidas de Montaigne, Papeles póstumos de Ángel Sánchez Rivero, Sentencias y donaires de Antonio Machado, Hogares humildes. Obra poética de José García-Vela y Aforismos y Charlas de café de Santiago Ramón y Cajal.
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