13 de mayo de 2016

CRÍTICA: La baronesa del circo Atayde. Historia Oficial. Eugenia Muñoz

La Baronesa del circo Atayde
Historias ocultas e ignoradas en la Historia Política oficial

Eugenia Muñoz

Eugenia Muñoz con Jorge Eliécer Pardo

La Baronesa del circo Atayde (Cangrejo Editores, 2015), la novela más reciente del colombiano Jorge Eliécer Pardo presenta, entre otros elementos estructurales, el tratamiento dislocado del tiempo mediante la retrospección alternada de la realidad de los personajes ficticios actantes, que saltan del presente al pasado lejano y, al más cercano, mediante un narrador omnisciente, que a su vez transcribe el discurso oral e interno de sus dos protagonistas, Saúl y Carlos Arturo Aguirre, padre e hijo. 

Otro elemento estructural, recurrente del universo novelesco en las obras de Jorge Eliécer Pardo, es el paralelismo de líneas temáticas a lo largo de todas sus novelas. Estas líneas corresponden por un lado a una realidad ficticia con pasajes oníricos o imaginarios y por otro, a la realidad de la historia de Colombia en cuanto a la política y las batallas por el poder entre los sectores dominantes y las luchas de los grupos oprimidos para lograr justicia, con la consecuente violencia generada.

En La baronesa, el tratamiento de la historia política desde el inicio de la República colombiana hasta mediados del siglo XX, tiene gran relevancia por sí sola, no obstante su constante entrecruzamiento con la ficción novelesca mediante la participación de personajes ficticios, en especial Saúl y Carlos Arturo, en la mencionada historia política, quienes se constituyen en puente entre las dos líneas temáticas.

Después de la lectura de La baronesa, se puede afirmar que además de la ficción creada por su autor, queda muy arraigada en la memoria del lector/a no tanto la cronología de la historia colombiana con nombres de líderes suficientemente mitificados e inmortalizados por la historia oficial, con sus triunfos por el poder para regir los destinos de la nación y de su pueblo, sino la desacralización que de éstos últimos hace Jorge Eliécer Pardo en su empeño por mostrar historias ocultas tanto por la historia oficial como por los investigadores de la historia patria que asumen posiciones parcializadas en favor del imaginario mítico y heroico creado por las élites en el poder. Pardo, mediante el recurso del discurso oral de sus personajes, Saúl y Carlos Arturo, alternados con la voz narrativa omnisciente, revela ampliamente las actuaciones deshumanizadas, individualistas y reprochables de los personajes en sus luchas por o contra el poder político y por ende el económico con sus consiguientes colaboradores, a su vez interesados en el mantenimiento y satisfacción de sus propios intereses: el clero y los países extranjeros. Pero, Jorge Eliécer Pardo no sólo es una voz que se alza irreverente contra “los padres y héroes oficiales de la patria”, sino que al mismo tiempo se constituye en la voz reivindicadora que expone discursos ignorados por la mencionada historia oficial. Son episodios humanos de sufrimientos, de justas razones de lucha por la justicia, de todos aquellos grupos desfavorecidos a través de la historia colombiana en los períodos históricos abarcados en la presente novela. Tal como lo expresó el mismo autor en una entrevista para efe con Roberto Rojas Monroy: “Creo que ya es tiempo para que la novela colombiana empiece a hablar de fenómenos que la crónica, la sociología y la historia patria, que ha hablado desde los vencedores, empiece a hablar con la voz de los vencidos, con los antihéroes, a quienes nadie ha dado voz” (25 de abril de 2012). Afirmación que es reiterada por Carlos Orlando Pardo en una nota critica sobre la novela en mención, refiriéndose a las actuaciones de los desfavorecidos: “Son el telón de acontecimientos que ahondan en personajes anónimos en cuya presencia se recrea a los ignorados cuyas muertes han sido inútiles “ (Diario El Siglo, 14 de junio, 2015).

Rafat Ghotme en su artículo, “Nación y heroísmo en Colombia: 1910-1962 “, expone que a principios del siglo XX la Academia Colombiana de Historia “trató de imponer un modelo ideal de patriotismo y contribuyó, además, con la función de incorporar referentes históricos, culturales y cívicos comunes por medio de los hechos y figuraciones míticas del pasado. Además de cultivar o mitificar la vida de los grandes hombres, los intelectuales nacionalistas, políticos e historiadores de la Academia Colombiana de Historia supusieron en la educación la principal forma como se estructuraría la convicción de pertenencia a la Patria “.

Héroes y villanos

José María Obando y José Hilario López son los primeros héroes oficiales que aparecen en los inicios de la novela, pero no con sus victorias sino con sus deslealtades, ingratitudes y traiciones: Obando perteneció a las tropas realistas españolas en contra de la independencia de las colonias, “comandaba las guerrillas españolas contra Joaquín París que orientaba las tropas nacionales. Obando atacaba en la oscuridad “ (Pardo: 55)[2], pero luego traicionó también a los realistas y se pasó al bando de Bolívar. Más adelante, junto con José Hilario López, se rebeló contra el gobierno que ejercía Bolívar. Y a pesar de que Obando pactó con éste último, aceptándole los ascensos de General en 1829 en Guayaquil y el nombramiento de Comandante General del Departamento del Cauca, quedó implicado como sospechoso del asesinato de Antonio José de Sucre[3], el colaborador más fiel y posible sucesor de Bolívar y quien trató de evitar la disolución de la Gran Colombia. A Obando “lo llamaban el Tigre de Berruecos al ser inculpado por la muerte de Sucre, el Gran Mariscal de Ayacucho, al inicio de La República” (Pardo: 54). Aunque se dice que no se pudo probar la participación de Obando en la emboscada en la que asesinaron a Sucre, son muchas las menciones y versiones en que figura su nombre ligado a tal magnicidio político. Algunas de ellas como la de LMC Escobar, en su artículo: “El dossier del asesinato de Sucre “, muestra una investigación exhaustiva sobre las personas que fueron más señalados como actores intelectuales y los que llevaron a cabo el homicidio de Sucre. Los nombres que aparecen inculpados son los del General quiteño Juan José Flores quien veía en Sucre un rival para su aspiración a la presidencia de Ecuador, un militar venezolano, Apolinar Morillo y un asesino a sueldo de apellido Erazo, encargados de perpetrar el crimen. Pero a quien más se ha implicado de maneras diversas es a Obando, dados sus intereses políticos y las evidencias de su relación con Erazo y Morillo, además de menciones comprometedoras que el periódico “El Demócrata “ de Bogotá, enemigo de Bolívar y Sucre, publicó en un artículo poco antes de la muerte de éste último, cuando se dirigía al sur de Colombia para tratar de impedir la separación de Ecuador de la Gran Colombia: “Acabamos de saber con asombro, por cartas que hemos recibido por el correo del Sur, que el general Antonio José de Sucre ha salido de Bogotá... Las Cartas del Sur aseguran también que ya este General marchaba sobre la provincia de Pasto para atacarla; pero el valeroso general José María Obando, amigo y sostenedor firme del gobierno y de la libertad, corría igualmente al encuentro de aquel caudillo y en auxilio de los invencibles pastusos. Puede que Obando haga con Sucre lo que no hicimos con Bolívar”.


No obstante, la espesa sombra que había sobre la reputación moral y ética de Obando, la historia oficial colombiana ha tratado de disolverla exaltando sus acciones militares y gubernamentales, una vez alcanzó la presidencia de la República. Y mucho menos se han tenido en cuenta sus actuaciones desleales para con los artesanos que lo habían elegido con la esperanza de que los apoyara en sus justas peticiones para mejorar el nivel de vida: “Se sentían traicionados por el presidente José María Obando al que eligieron por sus promesas de fundar talleres de distintas industrias para perfeccionar los conocimientos y subir los impuestos de importación; ante la burla del Congreso de establecer en colegios oficiales escuelas de artes y oficios, los desempleados resentidos armaron bandas de ladrones que atacaban a mansalva en busca de comida” (Pardo: 44).


En cuanto a José Hilario López, aliado de andanzas militares y del poder con el citado José María Obando, Jorge Eliécer Pardo destaca también su deslealtad con los artesanos, especialmente con su negación como presidente de la República para ayudar a salvar al abogado Russi defensor de los artesanos, sentenciado a morir por un asesinato, del cual no se le probó su culpabilidad. Así mismo, en la novela se pone de presente la traición y crueldad de López para con sus amigos caídos en desgracia con él: “No les extrañó la negativa de López a favor de Russi, muchos de sus antiguos amigos fueron puestos en cárceles y colgados de las manos hasta desangrarse, hombres mayores amarrados con cerdos para que sufrieran la burla de los soldados conservadores. Se oía decir que un testigo, Juan Antonio Delgado, escribió a López, desde la prisión: En mi vida he visto dos veces el juicio final, el día en que entró Sámano a Popayán y el día en que entró López a Cali. Los dos aliados, López y José María Obando, llegaron al poder con el apoyo de los artesanos y ahora se sentían traicionados” (Pardo: 43).


También López en su oposición a Bolívar, aparece manchado con la sospecha de su participación en el asesinato de Sucre, por ser el más fiel a Bolívar y continuador de la gesta Bolivariana: “López, a pesar de haber sido señalado como asesino,[4] junto con José María Obando, del mariscal Antonio José de Sucre, cargaba fama de militar civilista” ( Pardo: 31). Curiosa y contradictoriamente, con José Hilario López se evidencia en la novela algo que sucede frecuentemente con políticos que pelean y matan porque están en oposición a otros y sus ideales y luego son ellos mismos los que aparecen ejecutando los ideales de sus enemigos: “Hacía unos meses cumplía el sueño de Bolívar, llamado libertad de vientres, aprobando la ley de abolición de la esclavitud de los nacidos antes de julio de 1821, fecha en la que el congreso de Cúcuta declaró libres los partos de las esclavas y expulsó a los jesuitas por incitar la llamada guerra civil de 1851, alentada por el Partido Conservador, al mando del poeta soldado, Julio Arboleda” (Pardo: 32).

Tomás Cipriano de Mosquera, contemporáneo de José Hilario López y José María Obando, figura en La Baronesa, con sus actuaciones militares y gubernamentales crueles e implacables y con menciones a su vida personal desproporcionada. Mosquera también actuó de manera contradictoria[5] y traicionó a quiénes en algún momento lo habían apoyado.

Es conocida la enemistad de casi toda una vida de Mosquera con Obando, con quien tenía un parentesco lejano de sangre y a quien persiguió implacable por muchos años porque estaba en el bando político contrario de Obando y apoyaba a Bolívar. Son diversas las ocasiones en que estos dos caudillos se enfrentaron militarmente en las guerras civiles llegando hasta retarse a duelo con un resultado sorprendente, que no duró mucho: al fallar mutuamente los dos tiros mortales, se dan la mano como gesto de paz[6]. Sin embargo, una nueva revuelta contra el gobierno los enemistó otra vez debido a algunos equívocos: “Pero en esa ocasión el triunfador fue Mosquera, quien se encargó de perseguir a Obando sin descanso. Este último tuvo que refugiarse primero en Perú y luego en Chile hasta 1845, cuando Mosquera, elegido presidente, le concedió una amnistía. Obando regresa a Bogotá y cuatro años después que este último es elegido presidente, Mosquera, quien se había radicado en Estados Unidos, regresó al país a luchar contra el general José María Melo, quien había derrocado a Obando” (Pardo: 99).

Luego de la lucha exitosa que emprendieron juntos Mosquera y Obando contra el presidente Mariano Ospina Rodríguez, a Obando lo mataron salvajemente: “No importó que Obando se rindiera ante las tropas gobiernistas. Cayó del caballo y un soldado le dio varias estocadas sin atender que se declaraba vencido. Arrastraron por los pies el cadáver hasta la vera del camino. En el acta de levantamiento constaba que José María Obando, expresidente de la República, tenía una cortada profunda en la nariz, cinco heridas mortales de lanza y que arrancaron con navaja su labio superior que mandaron como prueba a Ospina Rodríguez” (Pardo: 76), en palabras del personaje Saúl Aguirre.

De forma irónica, como proviene de las posturas políticas cambiantes Mosquera, a causa de la muerte de Obando, su antiguo enemigo, emprende una implacable venganza que rompió con las leyes y el derecho a un justo juicio de aquéllos que él señaló como los asesinos de Obando sin pruebas suficientes: “Andrés Aguilar, intendente de Bogotá, Plácido Morales, prefecto de la ciudad y, el coronel Ambrosio Hernández... Condenó a los implicados a ser fusilados por encima de las persuasiones de amigos cercanos. Dudaban de la sentencia porque Aguilar defendió a Obando en el Senado, y proclamó la candidatura de Mosquera para la presidencia. Parecía imposible que luego de una estrecha amistad personal y política lo ejecutara sin juicio” (Pardo: 76). Para ampliar el perfil de las actuaciones personales de Mosquera en nombre de la justicia militar, se observa en la cita anterior la facilidad con que podía traicionar a quienes le habían apoyado políticamente a él y a Obando. Su implacabilidad y autoritarismo quedaron plasmados en los diálogos de la novela, en los que tanto amigos cercanos como la misma hija de Mosquera tratan de interceder por los condenados a muerte:

“—Pero, General, esos caballeros tienen derecho a que se les oiga y se les absuelva si son inocentes.

—Yo no soy juez que administra justicia sino General vencedor que aplica el derecho de gentes. He resuelto fusilarlos y usted sabe que sé hacerme obedecer.

Su ayudante, Luis Level de Goda, fue hasta la casa de la hija del General, donde el triunfador se hospedaba, para pedir ayuda.

—¿Es cierto lo que ha dicho, mi General? —preguntó Level con respeto.

—Tan cierto, que si a las cinco de esta misma tarde no están cumplidas mis órdenes, lo hago fusilar a usted” (Pardo: 76).

Diversos aspectos de la vida y actuaciones personales de Mosquera también son objeto de mención en la novela: “Saúl lo vio regresar a Bogotá como Senador de la República y se enteró que a los ochenta años se casó por segunda vez con María Ignacia Arboleda, sobrina de su primera esposa[7]. Le ofreció matrimonio diciéndole: ¿quiere ser la última viuda del general Mosquera? “Inició su carrera muy joven al lado de los ejércitos de Antonio Nariño y un balazo en el maxilar inferior dejó su voz confusa, silbada, y la boca maltrecha; por eso su apodo de Mascachochas, mordedor de chochas o monedas pequeñas. En uno de sus viajes a Europa se hizo poner mandíbula de plata” (Pardo: 101). Ya en su ancianidad, como es sabido, continuaba en los escenarios de la vida política del país, siendo elegido por cuarta vez Presidente pero: “A pesar de los áulicos, a sus sesenta y ocho años, había perdido toda prudencia (Pardo: 100) y hasta “lo detallaron sobre su caballo y frente a la estatua de Bolívar, donde se encontraba un batallón, arengando a los pocos transeúntes con un raro discurso. Corría como demente por Palacio dando órdenes contradictorias” (Pardo: 102). Por ello, fue depuesto por el coronel Daniel Aldana y el general Gabriel Santos Acosta.

Como se mencionó en nota de pie de página, otra de las contradicciones que caracterizó a Mosquera fueron sus relaciones con los partidos políticos liberal y conservador institucionalizados en 1848 y 1849 respectivamente. Y debido a esos cambios de alianza política, por ende su relación con la iglesia católica fue de un extremo a otro, recuérdese que cuando fue miembro del Partido Conservador, con ayuda del ejército y del clero católico llegó a ser presidente de La Nueva Granada (1845). Cuatro años después dejó el cargo, se fue de negocios a Estados Unidos y regresó en1854 encontrando al país en guerra civil entre liberales y conservadores. En esa ocasión rompió con el Partido Conservador y se enlistó en las filas del liberalismo. Luego, como consecuencia de su ruptura con los conservadores y de nuevo en el poder, Mosquera se declara abierto opositor y perseguidor de la iglesia católica, “expulsó a los jesuitas, arrebató sus bienes y prohibió que el arzobispo de la capital usara el título de Señoría Ilustrísima. Fue excomulgado y, ante las persecuciones, el clero ofrecía misas secretas dentro de iglesias y monasterios “ (Pardo: 99). Este enfrentamiento ideológico extremo, se debió también a que Mosquera fue masón, como Bolívar, Washington, San Martín y la mayoría de libertadores de América. Aunque se dice que existen evidencias históricas de su permanente apego a las creencias católicas heredadas de su familia hasta el final de sus días.

En aras de la polarización de puntos de vista, ideologías, actuaciones y conveniencias particulares de los caudillos, de las elites y de las masas que les siguen, los hombres de la historia se convierten en ser y no ser, el malo o el bueno. Por ejemplo, para muchos, Tomás Cipriano de Mosquera “fue un personaje nefasto, proveniente de una familia esclavista, que fusiló sin piedad a sus enemigos. Masón reconocido, expulsó a los jesuitas y persiguió a la Iglesia; soberbio y arbitrario, habría incurrido en excesos como la clausura del Congreso y atemorizado a sus enemigos políticos, durante más de tres décadas” y para otros, “fue una figura extraordinaria, dotado de una sorprendente sensibilidad social. Se habría caracterizado por su valor a toda prueba, para enfrentarse a los sectores más poderosos de la sociedad de su tiempo, en defensa de sus ideales; fue un empresario audaz, que desarrolló la infraestructura de comunicaciones de la República y organizó importantes negocios privados, incluso en los Estados Unidos”. Los artesanos y los desposeídos de su época lo veneraron como a un santo guerrero de su causa, a pesar de la propaganda negra de la Iglesia Católica, que lo presentaba como un demonio y llegó a excomulgarlo”.[8]

Otro personaje de la historia colombiana del siglo XIX, al cual le presta atención Jorge Eliécer Pardo, es Julio Arboleda, no por sus dotes de poeta y artista que para muchos como poeta lírico resaltó por su “ternura, devoción y espiritualidad “ y como ferviente católico. Julio Arboleda era de mucho abolengo familiar profundamente enraizado en la tradición del Partido Conservador “con unas normas jerárquicas fuertemente enquistadas en su cerebro y una condición socio-económica envidiable”[9]. Normas clasistas estas que provocaron su posición esclavista intolerante y de aguerrido opositor de la liberación de los esclavos. Es precisamente por sus acciones antihumanas y pensamiento capitalista que Arboleda en la novela aparece mencionado como “poeta conservador que estuvo en contra de la libertad de los esclavos, una vez promulgada la ley, viajó al Perú a vender los que tenía en su propiedad y los de su familia” (Pardo: 77).

Pero lo que más ampliamente resalta en la novela sobre el aspecto humano del llamado “poeta soldado”, es su capacidad de ordenar fusilamientos a quienes seguían a Tomás Cipriano de Mosquera, su tío y enemigo político cuando éste a su vez, con sus hombres de armas mataron a muchos copartidarios de Arboleda y dispuso ejecutar a los hombres que acusó de la muerte de Obando y también copartidarios del presidente conservador Mariano Ospina. Por lo anterior, Arboleda expidió el siguiente decreto: Cualquier individuo del Ejército Unido que mate a un hombre rendido será pasado por las armas. Procédase a poner en Capilla hoy mismo, en justa y necesaria represalia de los treinta y tantos asesinatos y de los incendios hechos por los agentes del Tirano Mosquera, a los prisioneros más conspicuos por haber servido una revolución tan fecunda en delitos atroces. Por cada prisionero u otro individuo inocente, a quien en lo sucesivo matare o hiciera matar el Tirano Mosquera, de un modo franco y público, se pasará por las armas uno de los suyos; por cada individuo que hiciere asesinar de un modo alevoso y oculto, morirán dos o más de los suyos; por cada mujer inocente a quien mate o haga matar el Tirano Mosquera, morirán tres de sus partidarios; por cada infante que sus bárbaros degüellen, morirán cuatro de los suyos; y por cada población que él o sus tenientes incendien, se pasarán diez o más de sus copartidarios por las armas (Pardo: 77). Para Arboleda la violencia quedaba justificada puesto que “sus principios religiosos, sociales y morales” le llamaban del lado de “los buenos”, en este caso, los que luchaban defendiendo al presidente conservador contra la rebelión de Mosquera y Obando.

Y Saúl narrador agrega sobre el poeta aguerrido: “Ejecutó veinte prisioneros y en el Cauca los indios Guanacas se organizaron para hacer frente a las fuerzas contrarrevolucionarias. Como escarmiento, Arboleda colgó en árboles a siete y evitó que sus allegados les dieran sepultura” (Pardo: 77).

El siguiente comentario de Marco Antonio Valencia Calle amplía más el negativo escenario de sangre y violencia en el que se desenvolvió Arboleda: “Pero una broma del destino hizo que Julio Arboleda dañara su biografía y pasara a la historia como un hombre violento. Un día de 1861, ebrio de rabia, hizo fusilar en Popayán veinte liberales sin otro motivo que vengarse de Tomás Cipriano de Mosquera, que en el contexto de la guerra civil entre 1860-1862, ya había fusilado a siete seguidores de don Julio en Bogotá”. Sin embargo, para José María Samper, solo hay elogios para Julio Arboleda: “Arboleda nos sorprendió y sedujo a todos. Jamás orador alguno entre nosotros había sido tan incisivo y correcto, tan académicamente literario ni tan variado en su elocuencia como aquel poeta militar, joven opulento y afortunado que saliendo del seno de una familia eminente y aristocrática y de las filas del partido conservador, se presentaba en el Congreso como abanderado de la oposición liberal. Su decir era tan hábil en la conversación como vigoroso y grandilocuente en la tribuna”.

Barbarie y civilización, iglesia y poder

¿Qué se puede observar, reflexionar y rechazar desde el punto de vista humanístico a partir de la novela La baronesa del circo Atayde y de las otras fuentes mencionadas, sobre las actuaciones humanas de los caudillos militares a lo largo del siglo XIX citados y no citados en este estudio?

Barbarie, no civilización, injusticia no legitimidad, irracionalismo no razón, traición no lealtad, contradicción e inestabilidad no firmeza y estabilidad, autoritarismo no democracia, orgullo y rencor, no humildad y perdón, violencia y furor, no paz y sosiego, ambición de poderío, no sumisión, jerarquía de clases, no igualdad. Tiranía, mares de sangre inútilmente derramada, lo absurdo e inexplicable de la justificación contra toda ética y moral de las luchas y batallas por una legitimidad guerrera falsa impulsada por el individualismo y los oscuros instintos de la naturaleza humana. Cabe mencionar aquí la alusión a Maquiavelo y la política por el historiador Mauricio Castaño: “La política es un intermediario entre la bestialidad y la humanidad. Es inútil aplazar o mitigar una medida cruel, hay que aplicarla de un solo golpe, sin consideraciones por los sentimientos humanos... Todas las cosas pueden considerarse vergonzosas; pero en la vida política no puede trazarse una línea divisoria bien marcada entre la virtud y el vicio. Ambas cosas cambian de lugar frecuentemente. ... Sólo basta con distinguir lo útil de lo inútil. Para el gobernante no hay prescripciones morales”.

Un protagonista ineludible en la historia política colombiana y por tanto en La baronesa, es la iglesia católica. Como institución, la iglesia católica tradicionalmente estuvo siempre buscando su lugar junto al poder político para mantener sus intereses económicos, especialmente la tenencia de la tierra y el dominio sobre almas y mentes del pueblo creyente y obediente de los credos religiosos. La religión, su espiritualidad, ética y moralidad, fueron usadas como monedas al servicio de los intereses e ideologías de clase de los sacerdotes interesados en la hegemonía materialista de la iglesia. En el caso particular de Colombia, el país “del Sagrado Corazón”, la asociación de la iglesia católica tradicionalmente fue con el Partido Conservador, con líderes que defendían y representaban a la élites aristocráticas y terratenientes, manteniendo el statu quo del poder sobre las clases bajas (esclavos, indígenas, artesanos, obreros). Según refiere Ignacio Giraldo, en la guerra civil de 1851, a causa de la liberación de los esclavos y de la limitación los privilegios feudales de la iglesia católica durante el gobierno de José Hilario López, entre los opositores de estas medidas, además de los conservadores y jerarcas, se hallaba el clero difamando a los defensores a los que llamaba herejes. Así mismo, en La baronesa, Saúl expresa en repetidas ocasiones las enconadas y autoritarias intervenciones de los representantes de la iglesia católica creyentes de su posesión de la verdad y la razón absolutas sobre las de los liberales, masones y guerrilleros[10] y además que “el fervor por los curas y los discursos en el púlpito, que azuzaban a los feligreses conservadores a dar muerte a los rebeldes, eran armas peligrosas que manipulaban la fe del pueblo” (Pardo: 116).

Un episodio que en La baronesa recrea ampliamente las posiciones ideológicas de los sacerdotes, refiere a Avelino Rosas, liberal revolucionario en la guerra de 1885 y las circunstancias antes de su muerte violenta a manos de sus enemigos conservadores. En primera instancia, el lector conoce por boca de Saúl la existencia del obispo español Fray Ezequiel Moreno, enemigo acérrimo de Rosas por representar lo que él más repudiaba y que consignó en su primera pastoral como obispo contra los masones enemigos del gobierno conservador: “Tratarán sus propagadores de ocultar cuanto tienen de absurdas y de horribles esas doctrinas, con los pomposos nombres de libertad, fraternidad, ilustración, progreso y otros parecidos; pero los hechos han puesto en claro que el nombre de libertad no significa otra cosa que corrupción de costumbres; que el de igualdad es la negación de la autoridad; que con el de fraternidad se ha derramado a torrentes la sangre humana; que ilustración es no tener Dios, ni religión, ni conciencia, ni deber alguno, ni vergüenza siquiera; y que progreso es llegar a ser iguales al burro, sin pensar otra cosa que en multiplicar los goces, poner toda la felicidad en disfrutar la materia y desterrar toda idea de espiritualidad” (Pardo: 116).

En consonancia con los puntos de vista diametralmente opuestos que se van presentando en este estudio en cuanto a las historias ocultas de personajes públicos expuestas en la novela y la presentación solamente positiva de algunos de sus biógrafos con “ojos de vista gorda” y/o atenuadora de las actuaciones negativas de aquéllos, con relación al obispo Ezequiel Moreno, se pueden ver los extremos:

En un extremo se observa el fanatismo ciego, beligerante y violento en el mencionado clérigo, especialmente durante la Guerra de los Mil Días que para él fue nada menos que una cruzada contra liberales y masones, y la cual, en palabras de Deas Malcom, al fraile sirvió para “dar oportunidad a madres, esposas y hermanas de mandar hijos, esposos y hermanos a la santa lucha con escapularios bien colgados. Sí, la religión debe ser defendida con Remington y machete. El obispo definió cuándo era lícito para un cura pelear con armas y aun matar, además dio instrucciones más cotidianas, como el modo de detectar el grado de liberalismo del penitente en el confesionario, cómo dirigir los votos en las elecciones, cómo no llamar a Jesucristo “Tribuno del pueblo”: “Todo eso suena a revolucionario, y es mucho más respetuoso y dulce llamarle... Divino Redentor de las almas”.

En el otro extremo, la historia oficial de la iglesia católica en el año 1992 canonizó a Ezequiel Moreno porque siempre se condolió de los enfermos y aun en su enfermedad terminal de cáncer acudió a socorrer otros enfermos y porque “Dios elige a los humildes para hacer cosas grandes. Y humildes fueron los orígenes del que había de ser restaurador de los agustinos recoletos en Colombia, promotor de tres circunscripciones misioneras en esa misma nación, obispo de Pasto y defensor de la Iglesia en su enfrentamiento con el liberalismo en los últimos años del siglo XIX y primeros del XX”[11].

Algo más sobre las actuaciones del clérigo católico: cuando Avelino Rosas, cayó derrotado, apresado y herido de muerte con “un tiro de fusil en el bajo vientre, que acababa de propinarle un soldado, a quemarropa”, se le acerca un sacerdote que quiere ayudarle a bien morir y aliviarle el alma:

“—¿Usted cree en Dios?

—Creo en su obra y aborrezco a los que utilizan su nombre para ocultar egoístas ambiciones y subyugar a la humanidad.

—¡Usted está blasfemando! ¡Está desconociendo la autoridad de la Iglesia de Jesucristo!

—Cristo predicó el amor y lo menos que puede hacer la iglesia es no predicar la guerra.

—Reconozca sus errores y confiese sus pecados, es tiempo de salvar su alma.

—Con Dios estoy en paz” (Pardo: 127).

Resulta evidente en el diálogo anterior, la intención del autor de la novela al exponer por un lado, la aceptación de la existencia de Dios pero no con fines individualistas y la misión del amor predicada por Cristo que Rosas presenta con visión humanística y por otro lado, la distorsión de lo anterior que el sacerdote presenta con visión alienada y fanática.

Así mismo, aparecen en la novela las constantes intervenciones y presiones de la iglesia en las votaciones y el sometimiento de las masas de feligreses, como los labriegos, a la obediencia de ésta y de sus prácticas de expiación: “Las mesas de votación con la consigna que daba la iglesia desde 1916, para elegir a los representantes del conservatismo o sufrir castigo de herejía y excomunión. Los liberales y los demonios se sientan en la misma mesa, pregonaban los sacerdotes en las capillas de los barrios. La feligresía en Chiquinquirá, portando velas, se flagelaba con látigos surcados por nudos y avanzaba de rodillas desde el atrio hasta el altar mayor “ (Pardo: 80).

Violencia e ideologías

Para un novelista comprometido también con la historia de las manifestaciones sociales del país, la representación o descripción cruda de la violencia es tema recurrente en sus obras. Mediante representación, estilo Zola, el efecto en el lector/a sensible no puede ser otro que el rechazo, reflexión y deseo de que esa violencia no sea la verdad infortunadamente endémica en el devenir nacional. En la novelística de Jorge Eliécer el tipo de violencia más sobresaliente es la que proviene de los enfrentamientos y oposiciones entre las ideologías políticas de liberales y conservadores asociados con la iglesia católica y sus dogmas. Esa violencia tiene el modelo primitivo de dirigentes fuertes dominadores de mentes débiles que los siguen sin cuestionamiento, en busca de una seguridad de pertenencia grupal. que los lleva a actuar en masa de manera absurda porque “la dicotomía entre racionalidad y la realidad del comportamiento humano se hace más patente en el funcionamiento de la masa, tanto la agresora como la victimizada. El individuo masificado no mentaliza en el registro adulto sino en un estado ontológico y filogenéticamente regresivo”, de acuerdo con Cecilio Paniagua y Javier Fernández Soriano, quienes agregan que en La rebelión de las masas (1929), Ortega trató de la sinrazón del “hombre masa”, de su vulgaridad, de su tendencia a reaccionar violentamente y de su carácter incivilizado “Precisamente, en el mismo año, “Sigmund Freud, en El malestar en la cultura, trató el tema de la miseria psicológica de las masas”.

Ya se han citado de La baronesa ejemplos individuales de las conductas violentas de los líderes y caudillos, a los que se agregan los que conforman las masas políticas que ponen de relieve la práctica de los odios encarnizados, los sadismos de “ojo por ojo, diente por diente”, la pérdida de la humanidad reemplazada por una bestialidad empeorada con la maldad consciente legitimada y por ello sin culpa, ni asomo de consideración por sentimientos y dolores humanos de quienes caen derrotados o son simplemente adversarios del bando opositor. Los partidarios de uno y otro bando enfrentado se transforman en antisociales o sicópatas tal cual lo define, Luis Ángel Ríos Perea: “El Antisocial posee un patrón de conducta violenta, criminal, inmoral o explosiva y en la incapacidad de sentir afecto por los demás. Anteriormente se les llamaba sociópatas o psicópatas. La personalidad antisocial rara vez muestra el menor vestigio de ansiedad o sentimiento de culpabilidad por sus actos. Acusan a la sociedad o a sus víctimas por las acciones antisociales que cometen”.
El comportamiento sádico y la saña con que los conservadores que se decían fieles a su patria y creyentes católicos trataron a Rosas y a otro que había asesinado a uno de los suyos, se ve a continuación: “El cuerpo del general Avelino Rosas fue amarrado a la tabla de una mesa y expuesto en el balcón donde uno de los comandantes del ejército vencedor pronunció un discurso mientras señalaba el cadáver sangrante, inculpándolo. Vociferaba: …¡demonios, masones, peste de la patria! Ordenó que ataran los despojos en una viga y los pasearan por campos y veredas hasta la ciudad de Ipiales. En medio de la plaza, la soldadesca borracha se burlaba del General muerto que permanecía con los ojos abiertos. Los conservadores mostraban poder. Exhibieron en las calles de Ibagué, ensartada en un asta, la cabeza de Joaquín Rojas, asesino del general conservador Lucas Gallo, traída desde Armenia” (Pardo: 128).

También se expone lo anterior con la caída y muerte del liberal Tulio Varón, ferviente admirador de Rosas, quien era a su vez feroz y sanguinario, masón anticlerical que en una de sus victorias sobre los conservadores entró en una iglesia, profiriendo blasfemias y sacando escapularios bendecidos para ponerlos al cuello de las mulas de sus hombres. Por tanto, a más motivos de venganza, más justificación de la barbarie en aras de la justicia por el partido y la religión: “Al identificar el cadáver, uno de los soldados del gobierno sacó el machete y le partió en dos el cráneo, quedando unido apenas por el cuero cabelludo. Bajaron sus pantalones y cercenaron el sexo como hizo uno de sus valientes del escuadrón Rosas con el general conservador Juan Aguilar. La batalla se perdía. Lo arrastraron por las calles; desde las casas vitoreaban al Partido Conservador y lanzaban piedras contra el ensangrentado guerrero. Los guardianes cívicos lo amarraron con cabuyas a una guadua y lo siguieron mostrando como trofeo. De una de las cantinas salió el alcalde bajo el aguacero.

—¿A quién llevan ahí?

—¡A Tulio Varón!

—Está bueno el lechón —vociferó en medio de carcajadas.

Llegaron a una de las plazas principales en busca de la vivienda de Cleotilde Montealegre, esposa de Varón. Por encima del muro arrojaron el pene al zaguán y gritaron desde la calle:

—¡Salgan, rojos cobardes, que aquí les traemos a su hijueputa General! ” (Pardo: 138).

Además de la barbaridad, se pueden observar, en la cita anterior, el ambiente de circo romano con espectadores gustosos de ver la sangre derramada, el desprecio y burla del cadáver visto como animal. Así mismo, como producto del primitivismo del macho triunfador, la búsqueda del placer de deshonrar a los vencidos cercenándoles el pene como símbolo de su virilidad derrotada.

Terminada la violenta Guerra de los Mil Días entre los sempiternos enemigos conservadores y liberales “después de ochenta mil colombianos caídos en la guerra, de una población de cuatro millones, los tratados de Chinácota, Neerlandia y Wisconsin, aplazaban la siguiente violencia” (Pardo: 137). Pero a mediados del siglo XX, con los conservadores en el poder con Mariano Ospina Pérez como presidente, estalló de nuevo la violencia más desastrosa, duradera y de consecuencias más funestas para la sociedad y el país: la del llamado Bogotazo. A diferencia de la violencia generada en el siglo XIX, en la que los caudillos se enfrentaban principalmente en los campos de batalla y vale notarlo, se exponían con valentía a las heridas físicas y muchos de ellos en aras de sus creencias erradas o no, perdieron la vida de manera cruel a manos de sus adversarios, los dirigentes políticos del siglo XX se muestran instigadores y propiciadores de la violencia sin exponerse directamente a las consecuencias de sus acciones. Las conspiraciones agazapadas en las sombras resultaban más convenientes porque no permitían una afirmación certera de la culpabilidad de los autores intelectuales recayendo la acusación y consecuencias en individuos que aparentemente tenían “motivos” de odio o inestabilidad mental para empuñar el arma asesina contra líderes opositores que representaban un peligro para la estabilidad del poder. Como fue el caso en los asesinatos de dos líderes que abogaban por los justos derechos de las clases populares: Rafael Uribe Uribe[12] y Jorge Eliécer Gaitán, a quien “los ricos lo despreciaban, lo llamaban ‘el negro Gaitán’ como una forma de burlarse de él por su amor por el pueblo” (Pardo: 183).

En la novela, el relato sobre Gaitán y su gran influencia en las masas populares es relatada por Carlos Arturo Aguirre, quien había participado de dos eventos históricos bajo la dirección del líder populista: El primero, cuando Gaitán lanzó su candidatura a la presidencia de la nación en el circo de toros Santamaría en la marcha de las antorchas encendidas que era “un inmenso río” por las calles de Bogotá: “Gaitán llegó a las tres de la tarde a la Marcha de las Antorchas. Vestía un impecable traje negro cruzado, con el abrigo en el brazo y el sombrero en la mano. Después de la oración en su voz tierna, vigorosa, lo sacaron en hombros por la calle, coreando el lema, gústele o no le guste, cuádrele o no le cuadre, Gaitán será su padre. Y al final el gritó: … en el Circo de Santamaría murió la oligarquía” (Pardo: 186). En esta ocasión Gaitán no ganó las elecciones presidenciales sino Ospina Pérez, pero él fue elegido como máximo jefe del liberalismo. El segundo evento, La Manifestación del Silencio, en la cual solo se oían banderas y pancartas movidas por el viento. Gaitán la organizó para pedir al presidente Ospina que actuara para que cesara la violencia de conservadores matando liberales: “La ira de las masas, reprimida por una orden, dice Aguirre. Tenían un jefe al que seguirían cuando dijera y hacia donde dijera. Pedía que se combatiera la violencia con la no violencia y ellos llenaban la Plaza con sollozos bajos. Las bandas de música que llegaron de provincia tocaban marchas fúnebres y la multitud miraba hacia el balcón, con rostro fijo. En ese memorable sábado de la Marcha del Silencio, lo oyen leer su discurso” (Pardo: 186).

No es difícil creer que con tanto apoyo e influencia sobre las masas populares, Jorge Eliécer Gaitán no representara una amenaza para los conservadores en el poder y que el día del asesinato corrieran como pólvora las voces de sus seguidores no sólo hombres sino también mujeres enceguecidos de indignación y desenfreno, acusando al Partido Conservador: En el radio Zenith Trasatlántico de la biblioteca Últimas Noticias, que escuchaban los gaitanistas. “Decían que los conservadores y el gobierno del presidente Mariano Ospina Pérez acababan de acribillar a Gaitán … ¡Pueblo, a las armas! ¡A la carga! A las calles con palos, piedras, escopetas, con todo lo que tengan a mano. ¡Asalten ferreterías y roben dinamita, pólvora, herramientas, machetes!... la ciudad está hecha un mar de llamas, como la Roma de Nerón. Pero no ha sido incendiada por un emperador sino por el pueblo en legítima defensa de su Jefe. …¡Arden los edificios del gobierno asesino!…¡la sangre de Gaitán tiene que ser el precio de nuestra victoria para derrotar la esclavitud, de no ser así, habría que dudar de la conciencia viril de los hombres y necesitaríamos que viniera otra nación a libertarnos! ” ( Pardo: 179).

El destino final de Juan Roa Sierra “el supuesto asesino”[13] de Gaitán en palabras del narrador, muestra una vez más la furia de las masas: “Mientras seguían por la Calle Real lo desnudaron, el saco y la camisa primero, luego los pantalones; quedó en pantaloncillos, hecho jirones. Dos corbatas amarradas de los brazos facilitaban tirar el cuerpo. Carlos Arturo no quería presenciar cómo lo masacraban. Un hombre agitaba las prendas, el saco, los pantalones y la camisa del asesino, amarrados a un palo. Junto a las ropas untadas de sangre, varias banderas tricolor y rojas se batían en señal de descontento.

—¡Viva Colombia! ¡Abajo los godos asesinos! ” (Pardo: 183).

A pesar de la evidencia de un asesino que perpetró la acción material, no se pudo probar la existencia de un plan organizado por autores intelectuales, pero para los “rojos “ liberales fueron “los godos “ conservadores con su gobierno quienes asesinaron a Gaitán. Por ello, la violencia partidista extrema continuó por décadas.

En 1950, después de muchos años de aspiración al cargo presidencial y golpes de estado fallidos a otros presidentes el aguerrido político conservador Laureano Gómez logra ser el presidente sin contendor liberal, “cómo no iba a ganar Laureano si el liberalismo ordenó no votar y ¡qué democracia es esa, si de once millones de colombianos, Gómez ganó con un millón de votos! (Pardo: 199). Pero, “Las guerrillas liberales, después del asesinato de Gaitán y las múltiples masacres, empezaban a llenar montañas y llanos de Colombia y Carlos Arturo y sus amigos contactaron a los dirigentes liberales para la nueva guerra. Necesitaban armas para tumbar a Laureano” (Pardo: 189).

Entre las masacres partidistas de lado y lado y las divisiones internas con los copartidarios políticos en los altos puestos del gobierno por las órdenes arbitrarias y anticonstitucionales y la oposición del expresidente conservador Ospina, la presidencia de Laureano Gómez llegó a su fin en 1953 con el golpe de Estado del general de las fuerzas armadas Gustavo Rojas Pinilla apoyado por liberales, conservadores, militares y clero que “creyeron en la llegada del Segundo Bolívar. Esa noche Roberto García-Peña, director de El Tiempo, dio una serenata en honor del que detendría el fusilamiento de liberales” (Pardo: 196). Y también Carlos Arturo, el representante novelesco del ya existente Partido Comunista, “se sintió, de todas maneras, complacido porque dejarían de asesinar a sus camaradas en las montañas de la Cordillera Central y en los Llanos Orientales. Trescientos mil colombianos morirían en la Guerra de Laureano” (Pardo: 196).

Rojas Pinilla quedó ratificado como Presidente del país por una Asamblea Nacional Constituyente hasta agosto de 1954 para completar el periodo del presidente Gómez. Y el narrador cuenta que la luna de miel de todos los estamentos políticos y grupos guerrilleros liberales con el gobierno militar de Rojas Pinilla, arrojó frutos positivos; “cerca de treinta mil personas desplazadas pudieron regresar a sus pueblos y minifundios, se restableció la circulación de los periódicos censurados y los guerrilleros de los Llanos Orientales, entregaban sus armas en largas filas y los rebeldes liberales del centro y sur del país, se acogían al desarme, la desmovilización, la amnistía general e incondicional y se incorporaban como informantes o colaboradores del gobierno” (Pardo: 201).

Pasado el término de su presidencia, Rojas Pinilla logra hacerse reelegir hasta 1958 por los buenos resultados que obtenidos especialmente con la pacificación del país, pero la citada luna de miel con liberales, conservadores, clero, prensa y guerrilleros terminó en este segundo mandato en el que Rojas se transformó en dictador y en el que todos perdieron su poder e influencia tradicionales en los destinos del país. Nuevamente se desata en el país la violencia, la represión, la censura de la prensa y del pensamiento independiente. Con Rojas Pinilla como dictador resurge, como siempre, la traición política cuando se opone a quienes lo habían apoyado en aras de sus propias ambiciones políticas. Rojas se alió por conveniencia con la masa popular creando el partido de Alianza Nacional Popular, anapo. “Carlos Arturo prendía la discusión, que miraran bien para dónde iba el Segundo Bolívar, hacía rancho aparte de sus copartidarios conservadores; al no poder manipular a la Unión Nacional de Trabajadores de Colombia, utc, de origen católico, ni a la Central de Trabajadores de Colombia, ctc, liberal y conservadora, se aferró de la Confederación Nacional de Trabajadores, cnt, afiliada a la Latinoamericana patrocinada por Juan Domingo Perón” (Pardo: 202).

Rojas Pinilla, declaró ilegal al Partido Comunista con consiguientes persecuciones: “El General Presidente no se contentaba con bombardear las cordilleras donde las guerrillas comunistas soportaban los fríos de los páramos, encaletados al acecho de las tropas para exterminarlas y tomarse el poder” (Pardo: 203) y asoció a los comunistas con el protestantismo diciendo que con ello buscaban el triunfo de sus planes venciendo primero las creencias religiosas del pueblo. Inicialmente contó con el beneplácito de la iglesia representada por el Arzobispo Primado de Colombia Crisanto Luque, pero se acabó la complacencia eclesiástica cuando Rojas empezó a “usurpar” y a llevar a cabo ceremonias del dominio exclusivo de la iglesia y por ello ésta “deslegitimizó “ la dictadura: “El General Presidente agarró el crucifijo, lo levantó frente a la multitud y con voz airada tomó juramento en nombre de Cristo y Bolívar. La gente lo aclamó, quizás como aquellos que se arrodillaron frente a él con velas en la mano, en la Plaza Mayor de Tunja” (Pardo: 202).

Las persecuciones armadas del régimen dictatorial son objeto de mención en la novela como en el caso de la matanza de estudiantes opuestos a Rojas Pinilla cuando hacían una manifestación en memoria de un estudiante asesinado en 1929. Carlos Arturo se solidariza con los estudiantes: “Cuando se dispersaban sonaron disparos espaciados. Un estudiante cayó. Al día siguiente regresaron protestando de nuevo. Una patrulla abrió fuego contra la manifestación. En medio de carreras y persecuciones, Carlos Arturo fue llevado a la Estación de Policía y arrestado por comunista. Gerardo Molina, exrector de la Universidad Nacional y el socialista Antonio García, figuraban en la lista de los cuatro mil doscientos prisioneros del régimen dictatorial” (Pardo: 203). Y no solo las matanzas eran en las ciudades sino contra poblaciones campesinas indefensas como la de un grupo que iba con niños, enseres y animales hacia las montañas porque la orden para el ejército era “no dejar con vida ningún guerrillero pro-soviético”, según lo comentan Carlos Arturo Aguirre y sus amigos.

En la obra también se cuenta el enriquecimiento personal de Rojas Pinilla a través de las cartas clandestinas del periodista liberal Luis Eduardo Nieto Caballero que desempeñó un rol muy activo en contra de la dictadura. Las cartas eran recibidas por artesanos y también por grupos estudiantiles quienes las mimeografiaban para repartirlas: “… se asegura que en tres años usted se ha hecho millonario: que remató el ingenio de Berástegui y sus tierras en un millón setecientos mil pesos no obstante en estar avaluadas en ocho millones; que otra hacienda no le costó nada, porque a una de las instituciones del Estado le vendió la mitad montañosa, la de menor valor, por el mismo medio millón de pesos en que había comprado la hacienda entera” (Pardo: 221).

El final de la dictadura de Rojas Pinilla, se produjo en 1957, antes que él pudiera organizar su tercer mandato, a instancias de la oposición que resultó irónicamente de la unión de los tradicionalmente enemigos el Partido Conservador y el Liberal, junto con la burguesía, los estudiantes y los sindicatos. “Rojas presentó la renuncia a su cargo en favor de una Junta Militar. La transición fue pacífica. De esta manera se abría paso la propuesta de reconciliación política partidista que se iniciaría al año siguiente con el Frente Nacional”.[14]

Independientemente de las obras positivas que los presidentes y sus allegados políticos hayan dejado al país colombiano en los períodos que comprende La baronesa, no pueden ser borradas por el olvido las memorias de sus injusticias, barbaridades, destrucciones y desperdicio de vidas y que de no haber actuado tan lamentablemente, habrían forjado un mejor país para todos y no para ellos y las minorías que los acompañaron en el poder y lo que es peor, para los aliados extranjeros con sus propios intereses económicos.

La guerra y los Estados extranjeros

No podía faltar en La baronesa en su temática de desacralización de los héroes políticos del XIX hasta mediados del XX, las menciones a los colombianos que en el ejercicio del poder y en aras de sus propios intereses políticos, condenaron al país a la malversación y dependencia económica, aún desde el momento de su nacimiento como Nación, inicialmente de Inglaterra. Ignacio Torres Giraldo comenta que: “La Nación comenzó su existencia sobrecargada de deudas internas y externas contraídas durante las luchas de independencia. Los suministros militares fueron adquiridos con base en pagos futuros y se contrajeron deudas en el mercado financiero por casi siete millones”. Es así como desfilan en la novela de Jorge Eliécer Pardo nombres como el del presidente Marroquín en relación con la pérdida de Panamá: Saúl Aguirre le explica a Carlos Arturo todavía niño que “José Manuel Marroquín recibiría su parte por la venta del Canal y que era el comienzo de la nueva colonia de Estados Unidos en América del Sur. Asaltaban Panamá para su provecho” (Pardo: 143). Cuando en 1923 Estados Unidos le dio a Colombia “una indemnización” de veinticinco millones de dólares por el negocio que había hecho a su favor en la compra de Panamá, el gobierno de Pedro Nel Ospina “para completar los negocios, necesitaba organizar las finanzas del Estado; por eso llamó a los norteamericanos para que repartieran los millones por la venta de Panamá y distribuyeran el patrimonio de la expropiación. Al señor Edwin Walter Kemmerer se le vio rondando por Palacio, enviando mensajes en las estaciones inalámbricas de la Casa Marconi” (Pardo: 49). Y según Álvaro Tirado Mejía, la misión del “Doctor Dinero” como se llamó a Kemmerer, dio como resultados el desplazamiento por completo de los bancos ingleses por los de Norte América, la intensificación del comercio con ese país y las reformas propiciadas por aquél, de tal manera que Estados Unidos se convirtiera en la mayor fuente de capital extranjero para Colombia”.

En cuanto a la Tropical Oil Company que empezó a explotar el petróleo colombiano en 1919 durante el gobierno de Marco Fidel Suárez y la United Fruit Company, cultivadora y exportadora del banano en territorio latinoamericano desde 1890, también son objeto de obligada mención en la novela, siendo los puntos de más atención las huelgas de los trabajadores y la represión y matanza de trabajadores colombianos en 1928 por la United Fruit Company, apoyada por el gobierno del presidente conservador Abadía Méndez, caso este que se mencionará más adelante.

Poder y argucia y levantamientos populares

Jorge Eliécer Pardo revela las historias ignoradas de los vencidos también a través de las voces de Saúl y Carlos Arturo no solo como cronistas de ellas, sino como testigos y actores en algunas. Esas historias ignoradas son primordialmente las de las clases populares representadas por grupos de campesinos, artesanos, obreros, sindicalistas, comunistas, socialistas y estudiantiles. Todos ellos tienen en común la posición desventajosa frente a las clases y élites en el poder político y económico de las cuales pretenden lograr una justicia y equidad por el derecho natural de una vida más digna y placentera. Dado el factor común de la imposibilidad de participación en las decisiones y por tanto de la lucha por lograr sus peticiones y aspiraciones, estas agrupaciones son declaradas ilegales por quienes detentan el poder. Por lo tanto, el camino que les queda es la formación de grupos activistas clandestinos, informaciones camufladas, llevar a cabo protestas públicas, huelgas, paralización del trabajo entre otros mecanismos, como medidas de coerción. Actividades consideradas subversivas del orden establecido y por ello sus participantes “merecedores “ de castigos, encarcelamientos, torturas y muerte.

Se mencionarán a continuación algunos de los ejemplos sobresalientes en la novela sobre estas luchas desventajosas, iniciadas en el siglo XIX con la citada traición a los artesanos por el presidente Obando. Al principio de la novela Saúl cuenta con detalle la historia del abogado Russi dado que “este caballero es enemigo de los monopolistas y defiende a los obreros. No permitirá la entrada de ropa extranjera —secreteó—. La policía lo tiene entre ojos para desaparecerlo” (Pardo: 18). Y en efecto, fue acusado sin pruebas suficientes de ladrón y asesino y por ello fue fusilado.

También en el XIX se narra que Saúl Aguirre se unió al ejército del general José María Melo por la solidaridad que éste último tenía con la situación cada vez más desventajosa en que estaban viviendo las clases más pobres: “El Ciudadano General transformaba las consignas que aprendió en su exilio en Europa de vivir trabajando o morir luchando, por: pan, trabajo o muerte. Las mercancías llegadas del exterior acababan con almacenes, incipientes factorías y mercados; los trabajadores del campo, frente a los ejidos de carácter colonial, no tenían posibilidad de mantener sus pequeñas sementeras ni lugar para pastar sus ganados y, al igual que los artesanos de los centros urbanos, se pauperizaban” (Pardo: 51).

Es de observar que en la novela, además del general Melo, se cuentan las historias, mencionadas antes, de Rafael Uribe Uribe y Jorge Eliécer Gaitán, líderes de mente abierta, pertenecientes a clases sociales altas, que lucharon por las masas populares trabajadoras en el siglo XX cuyas vidas fueron truncadas a causa de sus ideales de labor humanística de justicia e igualdad y que de forma irónica fueron asesinados a manos de hombres de la clase baja a la cual ellos defendían. Esta ironía es semejante en las circunstancias de los ideales y muertes a las de Mahatma Gandhi y Martín Luther King.

La imagen personal del conservador Marco Fidel Suárez durante su presidencia (1918-1921) en cuanto a su relación con la clase artesanal, es un caso interesante respecto a la diversidad de puntos de vista de biógrafos e historiadores, agregando aquí el presentado por Jorge Eliécer Pardo[15]. Durante el gobierno de Suárez en 1919 sucedió un incidente con un grupo de artesanos liberales y de obreros que exacerbó las acusaciones y confrontación política aguerrida de los liberales contra el presidente Suárez. Dichos manifestantes estaban frente al palacio presidencial protestando porque el ministerio de guerra había dado preferencia a firmas extranjeras para la confección de ocho mil uniformes para el ejército, ignorando las capacidades y necesidad de los trabajadores colombianos. El resultado de la protesta fue la muerte de varios de los manifestantes, otros quedaron heridos y trescientos fueron encarcelados por parte de la policía que defendía el palacio del Presidente. Según el punto de vista de algunos, entre ellos el que aparece en La baronesa, el presidente Suárez , “olvidándose de su origen de pobre”, igual o mayor que el de los manifestantes, ordenó el ataque contra éstos últimos. Así mismo, se dice que: “El gobierno de Marco Fidel Suárez resultó contradictorio desde sus inicios, pues a la vez que promulgaba la caridad cristiana y la benevolencia y ayuda de los ricos a los pobres como la mejor solución a los nacientes problemas sociales, su acción fue abiertamente hostil a las reivindicaciones obreras”. Por otro lado, hay quienes explican que el incidente fue el resultado de la provocación inicial de uno de los manifestantes y la reacción defensiva de un policía: “Los artesanos reunidos a las afueras del Palacio de Nariño empezaron a atacar a los policías y uno de ellos disparó contra la multitud, matando a unos artesanos. Este episodio fue el punto de partida de los liberales para hacer fuerte oposición al gobierno, llegando a no dar su apoyo en temas de carácter urgente”.[16]

Cabe observar, con respecto a las versiones del incidente en mención, que si fue cierto que el presidente Suárez ordenó atacar con las armas a los manifestantes, esa acción es altamente censurable por la falta de humanidad y la gran contradicción con su educación religiosa y espiritual que lo llevó de joven a querer ser un sacerdote. Sin embargo, debido a la explicación de cómo sucedieron los hechos en la cual se dice que el resultado violento fue a causa de la iniciativa de los artesanos de atacar a los policías, se puede pensar que esos policías, sin justificarles el uso que hicieron de las armas, dada su condición masculina, ante la agresión recibida como cuestión de “honor” respondieron y ejercieron la defensa ya sea de la propia y/o la de la seguridad del palacio donde se encontraban el Presidente y quienes le rodeaban en el momento. De ser cierta esta versión, cabe preguntarse si el mismo presidente fue quien ordenó la acción armada y así mismo si fue él y no el ministro de guerra, quien tomó la decisión de solicitar al extranjero los uniformes militares, causa inicial esta que llevó a la consecuencia funesta de violencia y muertes. No es fácil obtener una respuesta acertada, la verdad histórica queda enmarañada ante las versiones de los opositores políticos en aquel entonces y las diversas versiones de los hechos lejanos en el tiempo.

En el acontecimiento histórico de la masacre en las bananeras de la United Fruit Company, ampliamente descrito en la novela, es de notar que Jorge Eliécer Pardo hace énfasis en la historia de Raúl Eduardo Mahecha, personaje no grato para la historia del Partido Conservador en el poder político, aliado con el poder económico norteamericano en Colombia; un personaje arraigado en la memoria histórica de las masas obreras por su lucha incansable en pro de la justicia y los derechos humanos de los obreros contra el imperialismo norteamericano y de quien dice José Eduardo Rueda Enciso: “Raúl Eduardo Mahecha Caycedo es, quizás, el líder obrero y antiimperialista colombiano más importante de los años veinte, comparable con figuras latinoamericanas de la talla de Farabundo Martí o Augusto César Sandino”.

En la novela, Carlos Arturo, en su papel de participante activo y relator de los movimientos y partidos defensores de los derechos de los trabajadores, conoció y trató a Mahecha en Barrancabermeja, “ese hombre alto y cobrizo, que hacía temblar a los patronos “, cuando aquél decidió con un grupo de amigos artesanos ir allá a apoyar la lucha de los trabajadores de la Tropical Oil Company, a pesar de que “el gobierno hubiera declarado toda huelga subversiva y que los conflictos laborales fueran resueltos por el Ministerio de Guerra. El presidente Abadía pidió al Congreso doblar el pie de fuerza, que era de seis mil quinientos hombres, y crear la Alta Policía para encarcelar ciudadanos sospechosos” (Pardo: 69).

Mahecha, contribuyó en la organización de la huelga y cese de labores de los trabajadores bananeros en 1928 ayudando a organizarlos, prohibiendo la venta de licor[17], por ser elemento impulsor de la violencia que él quería evitar, al menos por parte de los trabajadores. Así mismo, participó en la redacción del manifiesto de solicitudes: “Pedían reconocimiento del seguro colectivo de acuerdo con la ley; tratamiento médico en accidentes de trabajo; descanso dominical remunerado; pago semanal del salario; aumento del cincuenta por ciento del valor de los jornales fijos y en los contratos a destajo; reconstrucción y mejoramiento de las habitaciones de acuerdo con la Junta Central de Higiene; supresión de préstamos en vales y de los comisariatos y libertad para establecer comercio en la zona cultivada; cambio de los acuerdos individuales por colectivos para que los obreros figuraran en la nómina de La Compañía y creación de hospitales y establecimientos de servicios médicos eficaces” (Pardo: 70).

La cita anterior evidencia los abusos laborales impunes de la United Fruit Company y vale añadir respecto a los comisariatos, que eran una fuente más de ingresos para la compañía al traer mercancías de Estados Unidos en los barcos que regresaban después de dejar el petróleo colombiano en territorio norteamericano. Los trabajadores compraban los productos al precio que la compañía imponía y por añadidura, les hacía vales pagaderos con el salario.


Ante el cese de trabajo, el gerente de La Compañía, Thomas Hradshaw alarmado por las pérdidas, exigente solicitó al gobierno de la región que “obligara a los jornaleros volver al trabajo”. Este último le prometió que el mismo presidente solucionaría el “impasse”. En efecto, como lo dice el narrador, el apoyo del presidente Abadía no se hizo esperar y a la ciudad de Ciénaga llegaron con plenos poderes de ejecución “el general Carlos Cortés Vargas, su Estado Mayor y el cuerpo de tropa equipado con ametralladoras, cañones de montaña, rifles y bayonetas, sables al descubierto, en desfile marcial de arrogancia y valor” (Pardo: 71).

Mientras tanto Mahecha y los otros dirigentes, inspiraban la esperanza y los ánimos de los huelguistas diciendo que las exigencias eran legales y se creyó que los representantes de la compañía y del gobierno y los trabajadores aceptarían y firmarían el pliego de peticiones. Esa creencia provocó una euforia y ambiente de fiesta y solidaridad colectiva entre los huelguistas y el pueblo: “Una banda de música, en medio de la multitud que se agolpaba en la plaza de la estación del ferrocarril, rompió el aire con acordes del himno nacional y, un grito sonoro de ¡viva Colombia libre!, viajó con la brisa tibia. Mientras avanzaba la parranda, treinta cocinas improvisadas repartían refrigerios gratuitos. Pescadores, matanceros, comerciantes de granos, vivanderos, leñadores y panaderos, entregaban sus aportes a manos llenas” (Pardo: 71).

Pero pasaron veinticinco días sin el ansiado momento de la conciliación, y las autoridades declararon sujetos a acusaciones de “vagos y rateros” a los que no regresaran a trabajar y decretó perturbado el orden público a causa de la huelga y en la plaza donde estaban reunidos los huelguistas el 6 de diciembre de ese año aciago de 1928, con ametralladoras y fusiles arremetieron contra la multitud y “la gritería y el pánico se apoderaron de la plaza. Los militares bajaron de los parapetos y se lanzaron contra los que huían, con las bayonetas montadas, perforando cuerpos suplicantes” (Pardo: 72). Después los militares en “tres camiones llevaron los cadáveres a las fosas comunes, cavadas de afán en campos lejanos; cubrieron en secreto los ojos abiertos, de espanto, de los asesinados” (Pardo: 73). Luego dijeron que sólo ocho habían muerto en el combate provocado por los huelguistas.

Un poco más adelante del relato de la masacre, Carlos Arturo cuenta a sus hijas Sofía y Matilde, las andanzas e interacción ideológica política de Mahecha en otros países: “Todos sabían que andaba por Montevideo donde habló ante un gran auditorio sin leer su intervención porque decía que los soldados y guerreros no llevan papeles nunca. En París estuvo al lado de Farabundo Martí y Sandino y, en Moscú, Stalin lo animó para que regresara a su país” (Pardo: 73).
El fin de las actividades políticas y los últimos años de Mahecha, se narran en una de sus biografías[18] de la siguiente manera: “La década de 1930 es la de su caída en la lucha, entre otros por los ataques que le dirigieron algunos miembros del naciente Partido Comunista. Entonces dejó el mundo sindical y la vida partidista, siendo hasta su muerte un luchador social, un hombre del pueblo, luchando siempre por el bienestar del pueblo. En 1934 se casó con Filomena Sarmiento, profesora con la que tuvo tres hijos, muriendo a los 56 años el 17 de julio de 1940 en el Barrio Olaya de Bogotá”. De manera interesante, Jorge Eliécer Pardo ha entrelazado la ficción de su novela con Mahecha cuando el narrador comenta que las hijas de Carlos Arturo lo “conocieron en una de las reuniones políticas “y que en sus últimos años” luego de tantas aventuras por la revolución, de triunfos y fracasos, decía Carlos Arturo, Mahecha terminó en el barrio Olaya Herrera de Bogotá, viviendo con una amiga de Rebeca, profesora mentalista que le dio dos hijos” (Pardo: 73). Es más, Carlos Arturo asiste al entierro de Mahecha llevando a su hija Sofía de diez años y a Matilde de ocho.

Una observación acerca del final de Mahecha, es que al menos, él a diferencia de otros héroes que lucharon por la justicia y reivindicación de la clase trabajadora, a pesar de que sufrió encarcelamientos, no cayó asesinado en aras de sus ideales.

Ficción, historia y literatura

Para finalizar, La Baronesa del circo Atayde es una novela muy lograda en su estructura temática de la historia por la labor y compromiso incansables de Jorge Eliéer Pardo de constituir, por un lado, una voz desacralizadora que no está alinderado con quienes ocultan las historias de actuaciones humanas reprochables que han influido en el desarrollo del destino histórico nacional y, por otro, en ser la voz de muchas historias ignoradas de los vencidos y de los héroes de las luchas de las clases oprimidas contra los poderes políticos y económicos.


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[2] Pardo Rodríguez, Jorge Eliécer, La baronesa del circo Atayde, Bogotá: Cangrejo Editores, 2015.
Para efectos de abreviación del título se referenciará  en el estudio como La baronesa.
[3] En su artículo "Gran Mariscal de Ayacucho: Paradigma de respeto a los derechos humanos", Merlín Suárez exalta la figura militar y patriota de Sucre y su sentido humanitario: "Antonio José de Sucre y Alcalá fue político, estadista y militar, prócer de la independencia, también presidente de Bolivia, gobernador de Perú, General en Jefe del Ejército de la Gran Colombia y comandante del Ejército del Sur. En noviembre de 1820, el general Sucre fue nombrado por el Libertador Simón Bolívar como jefe del Estado Mayor del Ejército patriota, en cuyo desempeño se encargó de redactar el Tratado de Armisticio para la Regularización de la Guerra, acuerdo firmado por Bolívar, máximo líder republicano, y Pablo Morillo, jefe del Ejército español. El profesor de historia Orlando Balbás Sánchez destacó que con el tratado de armisticio el general Sucre se convirtió en un paradigma en defensa de los derechos humanos, pues era justo con los prisioneros de guerra y logró enaltecer el respeto al vencido. Bolívar consideró este tratado "como digno del alma del general Sucre; el más bello monumento a la piedad aplicada a la guerra".


[4] LMC Escobar, menciona sobre López que "Pocos días antes de su llegada a Popayán, Sucre pasó por la ciudad de Neiva cuyo Gobernador era el general José Hilario López, con quien tuvo una discusión sobre el destino de Colombia" y por eso "Algunos autores lo implican en la muerte de Sucre, que se produciría en unos días".
[5] De acuerdo con sus contemporáneos Mosquera, fue un hombre contradictorio en su pensamiento político, porque en un principio lideró guerras a nombre del partido conservador y contó con su apoyo para llegar a la presidencia en 1845, y luego combatió al lado de los liberales, algunos de ellos enemigos de guerra anteriores, para derrocar al gobierno conservador de Mariano Ospina Rodríguez. [...] El 1 de abril de 1845 Mosquera llegó por primera vez a la Presidencia, con el respaldo de los antiguos bolivarianos o ministeriales, que comenzaban a denominarse conservadores. http://www.banrepcultural.org/blaavirtual/ayudadetareas/politica/presidentes_colombianos
[6] Parafraseado de la Revista Semana http://www.semana.com/nacion/articulo/las-otras-batallas/423700-
[7] El matrimonio de Mosquera con su primera esposa también prima suya Doña Mariana Benvenuta Arboleda Arroyo, distó de ser feliz, por sus diferencias ideológicas y religiosas (están comprobados sus largos alejamientos del hogar, so pretexto de su carrera política-militar y los consecuentes devaneos amorosos del General por fuera del matrimonio, fruto de los cuales dejó varios hijos).
[8] https://es.wikipedia.org/wiki/Tom%C3%A1s_Cipriano_de_Mosquera
[9] http://socialesaula21.blogspot.com/2015/07/el-poeta-y-el-soldado.html
[10] Hayden White, hablando de la escritura histórica como ciencia burguesa, manifestó que "Es obvio que cualquier sociedad, para sostener las prácticas que le permiten funcionar en interés de sus grupos dominantes debe idear estrategias culturales para fomentar la identificación de sus sujetos con el sistema moral y legal que "autoriza" las prácticas de esa sociedad".
[11] Tomado de http://www.catequesisenfamilia.org/confirmacion/vida-de-los-santos/3633-san-ezequiel-moreno-obispo-de-pasto-colombia.html
[12] La postura defensora de las clases populares, iba alejando a Rafael Uribe Uribe de las élites políticas liberales y conservadoras históricas, quienes veían en él una figura de poca confianza y demasiado inmadura y belicista. El 15 de octubre de 1914, Rafael Uribe Uribe caminaba por la Plaza de Bolívar (el parque central de Bogotá) hacia el Capitolio Nacional de Colombia y llevaba debajo de su brazo un proyecto destinado a proteger a los trabajadores colombianos de los accidentes de trabajo, cuando fue asesinado por dos carpinteros que dijeron estar resentidos con él. Uno de ellos se declaró liberal republicano. Tomado de https://es.wikipedia.org/wiki/Rafael_Uribe_Uribe
[13] En Wikipedia se encuentra una amplia información en torno al asesino Roa Sierra: "Una posible teoría explicativa del asesinato es la que sugiere que sus creencias rosacrucistas, sus fijaciones supersticiosas y su ingenuidad fueron explotadas para hacerle creer que él tenía un destino o misión muy alta y provincial, al punto de llevarlo a cometer el crimen o por lo menos a cooperar con él, ya sea con el objeto de obtener provecho económico y/o lograr un provecho espiritual no muy claro". También sobre las investigaciones y testimonios recogidos de personas que estuvieron cerca del acontecimiento del asesinato de Gaitán: "Varios testigos dijeron que se habían escuchado otros disparos adicionales no dirigidos a Gaitán. Fue un individuo quien disparó contra él, y hubo otro más que le dio la señal, indicándole que el político salía del edificio. Después de atajar al asesino, una de los testigos se quedó con él mientras otro se fue a atenderlo. Gabriel García Márquez, que casualmente estuvo presente minutos después, narra que un hombre aseguraba que habían sido tres los que se turnaron para disparar. El verdadero se había escabullido entre la muchedumbre revuelta. Otro caminó sin prisa y se subió en un tranvía en marcha".
[14] Tomado de http://www.biografiasyvidas.com/biografia/r/rojas_gustavo.htm
[15] Aquí solo se hace referencia a la imagen negativa de Marco Fidel Suárez porque tanto en la historia oficial como en biografías o libros sobre su vida, se exaltan muchos logros tanto  de superación personal como en la literatura y en su carrera política.
[16]Las dos citas anteriores fueron tomadas  de  http://www.biografiasyvidas.com/biografia/s/suarez_marco.htm y http://www.colombia-sa.com/presidentes/marco_fidel_suarez.html respectivamente
[17] En la novela es frecuente la mención del uso del licor por las diversas masas y grupos de combatientes, haciendo notar su efecto negativo que obnubila la razón y exacerba las actuaciones violentas.
[18]http://www.escuelapopularjmc.co/personajes/biografias/388-ra%C3%BAl-eduardo-mahecha.html

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