entre la
desesperanza y el amor
Emma
Bohórquez
“En la caja
de madera, tallada en olivo, compacta como huevo que estallará, el redoblante y
los cantos de guacamayas anunciaron su aparición. Desnuda, emergió su hermoso
todo ante los ojos del domador – dueño, su larga cabellera agitada por la brisa
que llegaba desde la entrada del circo, colgada a una cuerda invisible, fue
ascendiendo mientras le nacían alas y garras de búho en sus pies semi
perfectos”[1].
La
Baronesa del Circo Atayde, es presentada como una musa, diosa, náyade;
medusa incólume en constante fuga, sirena ondina que espejea; maga fluctuante
que nace y renace una y otra vez como un fénix infinito. Es María Rebeca, es la
imagen tallada en madera, es Sofía Álvarez, es la madre muerta de Sofía y
Matilde; la mujer fugitiva y cautiva en los pensamientos de Carlos Arturo.
Todas en una sola mujer que se desdobla una y otra vez, bien sea en el
escenario del circo o en la mente de Carlos A.
La Baronesa se describe
como una mujer alada que en los momentos previos a su fuga de manos del
domador-dueño que la quiso doblegar, extiende su vuelo:
“Rompió el
mortecino de la caja y la vieron completa, expuesta y bella, con sus risos
serpenteando. Se elevó en la misma cuerda donde todas sus vidas girarían
millones de veces más rápido que la tierra. Batía suave las alas transparentes
en busca de la claraboya para ganar la noche, las estrellas, la luna negra. Sería
viento, espíritu. Buscaría otra carpa tosca, un socavón en donde anidar en su
mortaja, en el mar purpúreo donde tendría hijos paridos en los sueños”[2].
La Baronesa vuela constantemente,
huye de su familia, de la madre asesina, del domador dueño, de Carlos Arturo,
del circo, o quizás del destino que sin lugar a dudas, jamás logra atraparla. Su
carácter errátil se desglosa a lo largo de la novela como si ella se encontrara
más allá del tiempo, del amor y de la misma historia que se entreteje en las
calles bogotanas, desde los recuerdos y las vivencias de Carlos A. y su padre,
Saúl Aguirre.
Esta tendencia libertaria y fugitiva de la Baronesa delinea
la condición de desesperanza tanto en ella como en Carlos Arturo; de un lado,
María Rebeca no descubre posibilidad alguna en el futuro ni siquiera en el
amor, pues es consciente de que en cualquier momento este puede fenecer:
“-¡Qué bueno que estés aquí!
- Vine para quedarme ¿no fue ese el compromiso?
-Nos casaremos
-No hablo de matrimonio. Hablo de estar juntos.
-Hasta que el amor aguante - dijo como si las palabras
recreadas en sus encuentros sobresalieran en su pensamiento.” [3]
De este modo, el amor no
se constituye como elemento salvador de la desesperanza, teniendo en cuenta que
esta se define como: “no esperar nada que no vaya más allá del ´aquí´ y del
‘ahora’” [4] .Esta inmediatez o alusión
al aquí y al ahora, se hace vigente en la ausencia de futuro y pasado en la Baronesa:
“Lo lamento
Carlos A - por primera vez lo llamó así - soy la mujer equivocada, sin pasado
posible. No hay nada que nos una, ni un beso verdadero, ni una promesa, ni un
juramento, nada. Presiento que eres un buen hombre Carlos A, pero no hay
futuro. No quiero que esos hijos que dices que tendremos mendiguen en el muro
de La Capuchina”[5].
Teniendo en cuenta las
características que Álvaro Mutis otorga a la desesperanza como la lucidez, la
incomunicabilidad, la soledad y la relación estrecha con la muerte[6]. Esta característica de la
ausencia o imposibilidad de futuro, se relaciona con la lucidez, ya que el
sujeto desesperanzado es consciente de su condición, es decir, no se lamenta ni
lucha por salirse de la misma; situación evidente en María Rebeca en quien la
desesperanza es tal, que hasta en la misma descendencia, la Baronesa no
descubre posibilidad alguna, todo se signa bajo el hálito de la posible desgracia,
que se confirma cuando el taller se quema y ella queda relegada a la
inmovilidad.
La desesperanza se asume
como una condición propia del mundo moderno, pues “separado del mito y de lo
sagrado, red primordial del sentido, el hombre moderno se hunde en la
desesperanza, en sensaciones de soledad y abandono, todo lo cual se traduce en
una consecuencial pérdida del sentido de vivir”[7].
Estas sensaciones de
soledad y abandono se hacen recurrentes en Carlos A, quien pareciera que
esperar toda la vida, aunque tal espera se hace vana, pues la Baronesa se
desliza para siempre: “Intentaba odiarla, reprochar el abandono, pero al cerrar
los ojos con rabia, desde el azul que llenaba la semioscuridad, emergía ella,
con su sombrero de ala ancha, volando hacia sus pupilas”[8]. Esta sensación de
abandono, acompaña a Carlos Arturo hasta el final de sus días, como lo percibe
Matilde: “No separó los ojos de la cama donde yacía Carlos Arturo y supo que,
desde la fuga de Rebeca, lo vio desolado, murmurando versos en las noches”[9].
Para la Baronesa, la
vida es fluctuante, no hay una sola dirección, constantemente su existencia
espejea con vidas paralelas y alternas que se dejan ver a través de Carlos
Arturo, cuando la descubre en los carteles cinematográficos.
Este carácter efímero de
la mujer, consolida en Carlos Arturo una de las condiciones del individuo
desesperanzado, pues aviva su soledad y ratifica que si bien, el amor se puede
interpretar como un paliativo, su irrealización fortalece el carácter
desesperanzador de la existencia:
“No sabía si
su esperada comprometida era diestra y encontró, en el pedazo de cuerpo,
caricias en sus muslos y vientre, percibiendo huellas dactilares, dibujos
informes. Los nudos de madera, crestas papilares, surcos imperceptibles, los
rellenaba con aserrín, polvillo de cedro, suave como esas falanges que lo
acariciaban, lo acariciaban. Perennes, inmutables, como su amor y desesperanza”[10].
Bajo esta perspectiva,
en La Baronesa del circo Atayde, amor
y desesperanza están unidos, van de la mano en un camino infinito, debido en
gran parte al carácter errante de la Baronesa, lo cual vigoriza en Carlos
Arturo la condición de desesperanzado, pues la mujer es la única vía que
encuentra para hallar el amor y la pasión. Para Octavio Paz: “El amor es uno de
los más claros ejemplos de ese doble instinto que nos lleva a cavar y ahondar
en nosotros mismos y, simultáneamente, a salir de nosotros y realizarnos en
otro: muerte y recreación, soledad y comunión”[11].
María Rebeca es una
imagen viva, que surge y agoniza constantemente deambulando en el circo y en
los aires, también dentro de Carlos Arturo, que la conoce por primera vez en la
sombrerería y la espera eternamente.
María Rebeca se
constituye en una especie de diosa itinerante, que aparece en el circo Atayde,
en el taller de Carlos A, en las películas junto a Pedro Infante y en las
fiestas de disfraces; ojos perennes que busca el carpintero quien muere de
leucemia, aunque para él, la causa real es el amor y el abandono: “Culpaba de
la enfermedad a Rebeca y la veía dibujada en los exámenes médicos que
engrosaban la carpeta que Matilde archivaba. Acusaba al amor, o la falta de
amor, de que sus células blancas se comieran lentamente su sangre y su médula”[12].
María Rebeca, la Baronesa,
es el motivo de esperanza y desesperanza para Carlos A, es la representación
del amor y la ausencia, de la vida y la muerte, mezcla mortal que sacude el
alma del carpintero, lo cual se relaciona con lo acotado por Octavio Paz al
afirmar que la creación y destrucción se funden en el acto amoroso.
La Baronesa se puede
constituir como creación desde el sinnúmero de criaturas que surgen de su
presencia. María Rebeca deviene en multiformes aspectos, todos relacionados con
seres alados que representan su carácter efímero y letal: “En otras plazas no
era búho sino pelícano, erizo, cuervo, chacal, avestruz, hiena, cabra salvaje,
buitre, halcón, ardilla, fauna de su espectáculo, herencia de su primer hombre,
y con membranas o patas, emprendía la fuga, la libertad”[13].
En su conferencia de
1965 sobre la desesperanza, Mutis aduce que una de las características del
desesperanzado es la incomunicabilidad, surgida a raíz de que la desesperanza
“se intuye, se vive interiormente y se convierte en materia misma del ser”[14], por ello se asocia al
silencio, a la no manifestación abierta de ningún sentimiento por avasallador
que este sea, lo que instituye al desesperanzado como un sujeto incomunicado
que no expresa ni comparte con nadie su condición; conforme a eso, todas las
luchas interiores las lleva en sí mismo bajo una extrema introspección de sus
emociones.
Esta característica se
hace presente en Carlos Arturo y en María Rebeca. Carlos Arturo se hunde en sus
silencios y en la tristeza constante que le genera la espera por la mujer que
ama, espera que inicia desde el momento en que la conoce en la sombrerería y a
partir del cual, talla su imagen de madera, que similar a la historia de
Pigmalión, cobra vida en la contemplación que de ella realiza el carpintero;
así mismo, al esfumarse en el incendio, la figura tallada también se va
disolviendo con María Rebeca que cae en estado inmóvil que se quebranta cuando
huye y abandona su familia.
A pesar de la soledad en
la que se ve fundido Carlos A, no comunica la desazón de su derrota ante la
partida de la mujer; es más, el abandono es sustituido por la muerte aparente
en el parto de Matilde. El carpintero asume el abandono y la fatalidad del
amor, auscultando el dolor en el licor o en las salidas con sus amigos.
De otro lado, María
Rebeca en medio de la desgracia huye, situación evidente cuando escapa del
domador dueño y cuando el taller se consume en llamas, pues si bien, no huye
inmediatamente desde un punto de vista material, si lo hace en un alejamiento
de la realidad que los médicos le atribuyen a la demencia:
“Los médicos
aconsejaron a Carlos Arturo que la internara en un asilo; se negó. Rebeca
volvería de su viaje, seguía en gira, en sus camarotes; iría al Atayde a
rescatar su alma para juntarla con el cuerpo que miraba un solo punto de la
habitación o el patio, sentada en la mecedora de mimbre reventado”. [15]
Así mismo y relacionado
con la incomunicabilidad, se descubre la Baronesa: “María Rebeca, en el
devenir, el silencio, encontró una manera no de morir, sino de sobrevivir”[16]. De este modo, el
silencio como elemento del sujeto desesperanzado se presenta en los dos
personajes.
Otra condición de la desesperanza
a la que se refiere Mutis y que se desarrolla en la novela de Pardo, es la soledad:
“nacida por una parte de la incomunicación y, por otra, la imposibilidad de
parte de los demás de seguir a quien vive, ama, crea y goza sin esperanza”[17]. En La Baronesa del circo Atayde, Carlos A, no puede seguir a la Baronesa,
porque su carácter inconstante lo impide, por ello se relega a esperarla y si
bien suple sus deseos con las niñeras boyacenses que hicieron las veces de
nodrizas.
Desde Octavio
Paz “la soledad es el fondo último de la condición humana”[18] , y se hace notoria a
partir de la conciencia que tiene el sujeto de ser arrojado en el mundo con sus
cataclismos personales y el desenfreno de su tiempo y su sociedad. De ahí que
Carlos A, no solo se enfrenta al abandono, también a todo un contexto histórico
que le deviene desde las luchas y los testimonios de su padre Saúl, y desde sus
mismas vivencias en las que descubre la constante presencia de la guerra y la
injusticia social.
Por lo tanto,
la desesperanza se fortalece desde el abandono, la ineficacia e imposibilidad
de realizar el amor, y la lucidez plena para saber, que nada podrá ser
diferente. De un lado, está la esperanza nula que posee Carlos A, en la llegada
de la Baronesa, que solo aparece después de su fuga, en los carteles y las
pantallas como un espejismo. En María Rebeca esta condición parece mucho más
materializada, pues desde el principio concibe la existencia ausente de pasado
y futuro, y hasta cierto punto carente de raíces:
“Se abría la
caja. Emergía el primer llanto, aliento primigenio, sin aceptarlo o negarlo, la
lumbre, la descubría, pequeña cabeza. ¿Dónde su padre? ¿la madre asexuada? En
ese lugar y en todos destinada al ciclo perverso de la muerte. ¿Desaparición?
Prolongación en otros que no eran los suyos…quizás la totalidad lo era”[19].
Bajo esta
perspectiva, se descubre en La baronesa
del circo Atayde, una novela en la que se vincula la re-creación de
diversos acontecimientos históricos, desde las vivencias de Saúl Aguirre y su
hijo Carlos Arturo y anexo a ello, el trasegar de dos personajes en los que la desesperanza,
condición moderna, se hace latente desde la presencia de la soledad, la
incomunicabilidad y la nula posibilidad de la realización del amor.
Emma Bohorquez Bonilla (1985)
Magister en Literatura de la Universidad Tecnológica de Pereira. Egresada
de la licenciatura en Lengua Castellana de la Universidad del Tolima. Ubicada
dentro de los diez mejores ECAES a nivel nacional por el área de Humanidades y
Lengua Castellana en el 2007. Ganadora del Concurso Nacional de Cuento Corto de
la Universidad Externado en el 2010. Tesis sobresaliente en la Maestría en
Literatura de la UTP, por su investigación sobre el pensamiento mágico en la
literatura latinoamericana. Actualmente se desempeña como docente en la
Institución Técnica Isidro Parra del municipio del Líbano.
[1]PARDO, Jorge Eliécer. La Baronesa del circo Atayde. Bogotá: Cangrejo
editores, p. 96-97.
[2] Ibíd., p.92.
[3] Ibíd., p. 62.
[4] Becerra
Mayorga, Witton. “La estética de la
desesperanza: Un bel morir de Álvaro Mutis y la crítica a la modernidad.
Revista Colombiana de Humanidades ISSN: 0120-8454 | No. 70 | Año 1 | pp.
203-218 |.
[5] Ibíd., p. 26.
[6] García Aguilar, Eduardo. “La prosa de la desesperanza” en Caminos y
encuentros de Maqroll el Gaviero. Ediciones Altera: España, 2001. p. 208.
[7] CRUZ Kronfly,
Fernando. La tierra que atardece: Ensayos sobre la modernidad y la
contemporaneidad. Bogotá: Ariel, 1998. p. 41.
[8] PARDO, Op. cit., p.237.
[9] Ibíd., p. 243.
[10] Ibíd., p.35.
[11] PAZ, Octavio. El laberinto de la Soledad Postdata/Vuelta a El
laberinto de la soledad. México: Fondo de cultura Económica. 1981. p. 186.
[12] Ibíd., 175.
[13] PARDO, Op. cit., p 92.
[14] MUTIS, Álvaro. La Desesperanza. Conferencia dada por Álvaro Mutis
en la Casa del Lago de la Universidad Nacional Autónoma de México, en 1965. p.
24.
[15] PARDO, Op. cit., p 149.
[16] Ibíd., p. 120.
[17] MUTIS, Op. cit., p. 192.
[18] PAZ, Octavio. El laberinto de la Soledad Postdata/Vuelta a El
laberinto de la soledad. México: Fondo de cultura Económica. 1981. p. 179.
[19] PARDO, Op. cit., p p. 27.
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