Sin nombres, sin rostros ni rastros[1]
—Jorge Eliécer Pardo—
A las
amorosas mujeres colombianas
Como a mis hermanos los han desaparecido, esta
noche espero a las orillas del río a que baje un cadáver para hacerlo mi
difunto. A todas en el puerto nos han quitado a alguien, nos han desaparecido a
alguien, nos han asesinado a alguien, somos huérfanas, viudas. Por eso, a
diario esperamos los muertos que vienen en las aguas turbias, entre las
empalizadas, para hacerlos nuestros hermanos, padres, esposos o hijos.
Cuando bajan sin cabeza
también los adoptamos y les damos ojos azules o esmeralda, cafés o negros, boca
grande y cabellos carmelitas. Cuando vienen sin brazos ni piernas, se las damos
fuertes y ágiles para que nos ayuden a cultivar y a pescar. Todos tenemos a
nuestros nn en el cementerio, les
ofrecemos oraciones y flores silvestres para que nos ayuden a seguir vivos
porque los uniformados llegan a romper puertas, a llevarse nuestros jóvenes y a
arrojarlos despedazados más abajo para que los de los otros puertos los tomen como
sus difuntos, en reemplazo de sus familiares. Miles de descuartizados van por
el río y los pescadores los arrastran a la playa para recomponerlos. Nunca
damos sepultura a una cabeza sola, la remendamos a un tronco solo, con agujas
capoteras y cáñamo, con puntadas pequeñas para que no las noten los que quieren
volver a matarlos si los encuentran de nuevo. Sabemos que los cuerpos buscan
sus trozos y que tarde o temprano, en esta vida o la otra, volverán a juntarse
y, cuando estén completos, los asesinos tendrán que responder por la víctima.
Si la justicia humana no castiga a los verdugos, la otra sí los pondrá en el
banquillo de los que jamás volverán a enfrentarse a los ojos suplicantes de los
ultimados.
Esta noche hemos salido a
las playas a esperar a que bajen otros. Nos han dicho que son los masacrados
hace varias semanas, los que sacaron a la plaza principal y aserraron a la
vista de todos. Quiero que venga un hombre trabajador y bueno como los
pescadores y agricultores de por allá arriba y que yo pueda hacerle los honores
que no le dieron cuando lo fusilaron. Mis hermanas tirarán las atarrayas y los
chiles para no dejarlos pasar, uno no sabe si el que le toca es el sacrificado
que con su muerte acabará la guerra. Aquí todas creemos que nuestros difuntos
prestados son los últimos de la guerra, pero en los rezos nos damos cuenta de
que es una ilusión. Cuando traen ojos se los cerramos porque es triste verles
esa mirada de terror, como si en sus pupilas vidriosas estuvieran reflejados
los asesinos. Nos dan miedo esos hombres armados que quedan en el fondo de los
ojos de los muertos, parecen dispuestos a matarnos también. Muchos párpados ya
no se dejan cerrar y, dicen en el puerto, que es para que no olvidemos a los
sanguinarios. Los enterramos así, con el sello del dolor y la impunidad mirando
ahora la oscuridad de las bóvedas.
Algunos están comidos por
los peces y los ojos desaparecidos no dan señales del color de sus miradas. A
muchos de los que nos regala el río y no tienen cara, nosotras les ponemos las
de nuestros familiares desaparecidos o perdidos en los asfaltos de las
ciudades. Pegamos las fotografías en los vidrios de los ataúdes para
despedirlos con caricias en las mejillas. Fotos de cuando eran niños, con sus
caras inocentes. Las novias hacen promesas, las esposas les cuentan sus dolores
y necesidades y las madres les prometen reunirse pronto donde seguramente Dios
los tiene descansando de tanta sangre. Las solteras les piden que les traigan
salud, dinero y amor. Y cuando las palomas anidan en las tumbas es el anuncio
de que deben emigrar para otra parte de Colombia o para Venezuela, España o los
Estados Unidos.
Los primeros meses poníamos
en sus lápidas las tristes letras de nn
y debajo un número para que todos supieran que era un muerto con dueño, o mejor
un desparecido reencontrado. Cuando nadie viene por ellos y las autoridades
también los dejan a la buena de Dios, los dueños de los cadáveres los
rebautizan con los nombres de sus muertos queridos. Es como un nacimiento al
revés: parido entre el agua del río y lavado después en la arena. Les llevamos
flores, les encendemos veladoras y les regalamos rosarios completos y unos
cuantos responsos. Todas sabemos que en cada rescatado hay un santo.
Los lunes nos reunimos en
un rezo colectivo porque ya todas tenemos muertos y sabemos que están muy solos
y que todavía sienten la angustia de haber sido degollados, descuartizados o
ejecutados con desmayo en la humillación. El dolor produce una mueca que nos
hace respetar más al sacrificado. A los aterrorizados les tenemos más amor y
consideración porque uno nunca sabe cómo es ese momento de la tortura lenta y
cómo enfrentaron las motosierras, las metralletas, los cilindros bomba.
Cuando oímos los llantos
colectivos de las viudas errantes buscando a sus muertos, en peregrinación por
las riberas, como nuevos fantasmas detrás de sus maridos, les damos los rasgos
corporales y les entregamos los cadáveres recuperados. Lloramos con devoción y
esa misma noche se los llevan envueltos en costales de fique, en sábanas viejas,
en barbacoas o en los cajones simples que nosotras hemos alistado para los
difuntos santificados. Romerías con linternas apuntando el infinito con
estrellas como pidiendo orientación al cielo para no perderse en los manglares,
tras la huella invisible del río. Lloran como nosotras la rabia de la
impotencia. Cuando no encuentran al que buscan nos dejan su foto arrugada
porque ya no importa tanto la justicia de los hombres sino la cristiana
sepultura de los despojos.
Nos hemos contentado con
recibir y adoptar pedazos porque tener uno entero es tan difícil como el
regreso de nuestros muchachos reclutados para la muerte. Ellos no volverán,
mucho menos las noticias porque la guerra se los come o los ahoga. Cuando no se
los traga la manigua, los matan las enfermedades de la montaña o el hambre.
Nos han dicho que no somos
los únicos en el puerto, que en Colombia los ríos son las tumbas de los
miserables de la guerra. Los viejos nos han dicho que siempre los ríos grandes
y pequeños albergan a las víctimas, desde la violencia entre liberales y
conservadores de los siglos pasados cuando venían inflados, flotando, con un
gallinazo encima.
Al reemplazar el nn en la lápida por el nombre de nuestro
esposo o hijo, la energía que viene del cemento es como la que sentimos cuando
nos abrazábamos antes de la desaparición. Lo sabemos porque al golpear la pared
y empezar las conversaciones secretas, después de las palabras, aquí
estamos, no estás solo, nos llega un vientecito tibio como el calor de los
cuerpos de nuestros seres inmolados. Los santos asesinados son los mismos en
todo el mundo, en todas las guerras y nosotras lo sabemos sin decírnoslo. A
algunas de nuestras vecinas les han dicho que se vayan del puerto, que busquen
en las ciudades un mejor porvenir para los niños y muchas se han ido sin
regreso posible. Entonces regalan o encargan a su muerto, a su Alfredo o
Ricardo, a su Alfonso o Benjamín, para que los guíe y cuide en los largos y
miedosos tiempos del errabundaje. Así el puerto se ha quedado con muy pocos niños
y las adolescentes desaparecen antes de que los padres las saquen de las zonas
de candela. Por eso creemos que nuestros muertos, los descendientes
sacrificados que nos da el río, reemplazarán a tantas familias que mendigan por
Colombia. Mi esposo seguramente ha sido redimido por otra madre desconsolada,
más abajo de aquí, porque hemos sabido que lo arrojaron desnudo y dividido, lo
acusaban de enlace de los grupos armados. Tendrá otras manos y otra cabeza,
pero no dejará de ser el hombre que amaré por siempre, así me lo hayan
arrebatado untado con mis lágrimas. Se me ha acabado el agua de mis ojos pero
no la rabia. El perdón, el olvido y la reparación, han sido para mí una ofensa.
Nadie podrá pagar ni reparar la orfandad en que hemos quedado. Nadie. Ni siquiera
el río que nos devuelve las migajas, nos da la comida para vivir y nos entrega
los muertos para no perder la esperanza.
Nuestro cementerio no es de
desconocidos como pretendieron hacernos creer. Nosotras no pedimos a nuestros
muertos números de suerte ni pedazos de tierra para una parcela, pedimos paz
para los niños que aún no entran en la guerra a pesar de que a muchos de
nuestros sobrinos los han quemado o arrojado al agua. Los niños no llegan a las
playas, no son pescados por manos bondadosas. Dicen que a ellos los rescata un
ángel cuando los asesinan. El río los purifica.
Después de tantas noches de
cielo hechizado, de tanto llanto contenido, mi hija ha quedado viuda. Por eso
está conmigo esta noche en la orilla, rezando para que baje un hombre por quien
llorar junto a nosotras. Más arriba hay chorros de linternas. Sabemos que cada
uno tiene los muertos que el río buenamente le entrega. No importa que seamos
un pueblo de mujeres, de fantasmas, o de cadáveres remendados, no importa que
no haya futuro. Nos aferramos a la vida que crece en los niños que no han podio
salir del puerto. A nuestras criaturas inocentes las hemos dejado dormidas para
salir a pescar a los huérfanos de todo. Mañana nos preguntarán cómo nos fue y
nosotras les diremos que hay una tumba nueva y un nuevo familiar a quien
recordar.
Bajan canoas y lanchas. No
sabemos si estamos dentro de un sueño o nosotras flotamos despedazadas en el
agua turbia, en espera de unas manos caritativas que nos hagan el bien de la
cristiana sepultura.
[1] Refiere hechos ocurridos en Colombia, en distintas regiones.
Primer premio del concurso nacional de cuento, 2008, sobre Desaparición
forzada. Del libro Los velos de la
memoria.
Cuentos —Antología personal— Pijao Editores, 2014.
Fotografías, Jorge Eliécer Pardo.
Cuentos —Antología personal— Pijao Editores, 2014.
Fotografías, Jorge Eliécer Pardo.
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