El célibe
Jorge Eliécer Pardo
Jorge Eliécer Pardo
Desde hace dos años, por decisión propia, me convertí en
célibe. Soy pintor egresado de Bellas Artes y músico por afición. He amado el
amor, las mujeres son las que me lo han entregado y no me arrepiento haber sido
la mayoría de veces su vasallo. ¿Quién no, ante sus caricias, ante la ternura
que tienen y dan? Detesto el machismo sin creer definitivamente en el amor
libre. Lo que más me erotiza de esas bellas damas es no sólo su hermosura
física sino su inteligencia y sensualidad.
Es cierto, había fracasado en varias
relaciones, dos matrimonios y tres convivencias. Creía que vivir solo era el
estado ideal. Además de la misoginia me retiré de mis convicciones radicales
sobre la guerra en el país. Antes creía en la revolución armada como
posibilidad, ahora, en el celibato, me he vuelto humanista, crítico y hasta
reaccionario. Pero como no es de política que hablaré, me centraré en la mujer
que haría sucumbir mi conciencia de los no compromisos.
Vivo en un edificio de veinte pisos al norte de la
ciudad, cerca a los cerros de Bogotá. Tomé el piso diez, de ochenta metros,
iluminado y con vista al parquecito. Dividí la sala de recibo, puse al lado de
los ventanales el taller, mis caballetes, mis pinturas, mis bastidores y mis
arreos, dispuesto a terminar la exposición siempre aplazada. Retiré de mi
temática el cuerpo humano y, por supuesto, el erotismo en mis óleos. Me
aventuraría con el abstracto. Todo estaba dispuesto para seguir en el silencio
de mis horas de ocio, rompiendo la rutina oyendo mi colección de bossa nova.
Hacía años que no sacaba del estuche los binoculares que
heredé de un tío a quien le gustaba el fútbol en primer plano. Pasaba tardes
enteras espiando ventanas y balcones. Soy un hombre que ama la imagen, el cine,
la fotografía, la pintura, por eso lo sentía normal hasta cuando me encontré
con la vecina del edificio del frente, justo en la vidriera del piso diez, al
otro lado de la calle. Debía tener cuarenta años, cinco menos que yo. Edad
envidiable en las mujeres que no le temen al fracaso. Las he oído afirmar que
quieren vivir el aquí y el ahora. Hermosa y taciturna la veía leer en la que
supuse su sala.
Por más que traté de enfocar las páginas, era imposible saber
qué tipo de libro sostenía en sus manos y por qué lo devoraba todas las medias
tardes. Algunas de esas tardes la detallé acicalando a una adolescente que
especulé sería su hija y, también, supuse, estaba divorciada o, por lo menos,
sola. Yo pintaba un fondo cerúleo y volvía a mi trinchera voyerista. La
empleada abría las cortinas a las once de la mañana y mi enigmática vecina las
cerraba a las seis de la tarde, infaltable.
Generalmente los viernes, cuando yo
pensaba recibir a algunos amigos, comer una pasta a la carbonara y beber unos
vinos, mi vecina limpiaba los vidrios. Lo hacía en principio en un short que
permitía ver sus líneas seductoras y provocativas, una verdadera hermosura.
Conseguí una cámara digital con buen zoom pero fue frustrante: el vidrio hacía
que las tomas se desenfocaran y no lograba atraparla en ese fugaz movimiento
que luego me acosaría en las medias noches. En el insomnio iba a mi ventana
para espiar la suya sin que jamás se asomara en las noches. Además, si lo
hacia, tras las cortinas no la veía por las luces apagadas. Me derroté durante
meses y puse en la mira la puerta de su edificio para atraparla como paparazzi
cuando saliera. Debía salir siempre por el parqueadero subterráneo en su carro
porque no lo conseguí en mis turnos de espía. Me dije que esa mujer no podía convertirse
en obsesión pero de nuevo el viernes estábamos los dos en los cristales, yo con
mis gemelos, ella limpiando, ahora luciendo una bata vaporosa y unos
calzoncitos que me volvían loco. Tenía que buscar la manera de abordarla, no
seguiría teniendo actitudes de adolescente. Contabilicé infinitas semanas en
esa tragedia y dejé de hacer reuniones con mis colegas porque no quería que se
dieran cuenta de mi obsesión y menos de mi amor. ¿Enamorado de una imagen? Me
desconsolé uno de esos sábados eternos porque hizo una fiesta, abrió las
ventanas y no sé por qué maldita circunstancia me vio observándola por los
binóculos. Me sentí delincuente y me escondí en el dormitorio, acusándome. Ya
lo sabía, ella sabía que la espiaba y me denunciaría a la policía o vendría a
golpear mi puerta pidiendo explicaciones. Esa semana no abrí las cortinas pero
volvió el viernes a fingir que lavaba los vidrios. Estaba seguro de que lo
hacía para que yo la viera porque separaba su bata y luego la cerraba con
picardía. Al final ya no le importaba.
He tenido amigas que manejan el discurso del karma y el
destino de los sucesos que tienen que suceder, porque están determinados, y lo
confirmé al encontrar a mi bella y deseada vecina en el supermercado. Casi se
me explosiona el pecho y se me detiene la respiración, como en los años de
colegio cuando tuve mi primera novia y me prometió un beso en la boca.
Estúpido, me dije. La perseguí a discreta distancia por los corredores del
autoservicio y me arriesgué a pasar junto a ella para conocer su olor. Dios
mío, fue peor, ese aroma de mujer se quedó en mi ropa, en mis manos, en las
cortezas de las naranjas y las manzanas, no pude sacarlo de mis lechugas ni
empapándolas con vinagreta. Por entre las hileras de los productos pude verla
muy cerca. Se humedecía los labios y olfateaba las frutas con un deleite que yo
desconocía. En un momento creí que lo hacía para complacerme. Recapacitaba al
darme cuenta de que era un hombre elemental que, con el overol manchado, no
llamaba la atención a nadie, que seguía siendo un seudo vegetariano que llevaba
verduras para completar su soledad. Miré el carrito para saber qué comía.
Llevaba también lechugas, acelgas, apios, zanahorias, brócolis. Era una especie
de coneja como yo. También consumía vino tinto cabernet de la misma marca del
que yo compraba. ¿Coincidencia? Lo que fuera, las evidencias me hacían creer
que era la mujer que esperaba para derrotar mi celibato.
Mis colegas se burlaban cuando me visitaban con amigas y
la trampa de ponerme tentaciones pero no, sabía que una noche con una de ellas,
bellas e inteligentes, se convertiría en pequeño compromiso. Existe una extraña
atracción de las mujeres cuarentonas por los hombres solitarios, una forma de
burlar los divorcios anteriores y por qué no, unir sus repetidas vidas, como la
mía, a otra persona que no habla de la importancia del amor sino de la
compañía. Empezaban a llamar y a comentar el ciclo de cine, las exposiciones
nuevas, los conciertos y se cansaban al notarme esquivo. Amigos de mis amigos
llegaron a creer que me volvía homosexual. No me importaba, tenía clara mi
sexualidad y más mi acecho por esa mujer que me atormentaba.
Nuestro encuentro en la tienda fue un sábado. Lo recuerdo
porque tenía visita de un viejo amor que vivía en Barcelona y vendría a comer
esa noche. Sentí que jugaba sucio a mi vecina por recibir ese antiguo capricho,
dándome cuenta de la nueva estupidez. Mientras comíamos con mi amiga, en la
sala de mi vecina había una reunión tranquila que supuse íntima. Me tenía
detectado porque abrió las cortinas. No desaproveché el momento en que mi
invitada fue al baño para sacar mis binoculares y saber qué pasaba. Comían, la
adolescente que suponía su hija y un hombre de mi edad. Yo había puesto velas
en la mesa improvisada y mi enamorada tenía las luces plenas para que viera la
escena. Mi invitada prefirió pedir un taxi a que la acompañara y no hice
presión para llevarla hasta su hotel porque no aguantaba las ganas de volver a
mi ventana indiscreta y saber si era una retaliación de mi enigmática
enamorada. Abrí descaradamente mis cortinas para que se diera cuenta de que
seguía solo. Me tomé el resto de la botella de vino y esperé a que la luz de
ella se apagara. No fue así, los concurrentes se fueron y la luz y las cortinas
seguían como al comienzo. Fue en ese instante cuando me surgió la idea de
declararle mi amor. De una manera no agresiva, diferente y a distancia.
Confirmé que ella también me observaba y sabía quién era. Esa noche maquiné mi
plan y dormí mal.
Madrugué al almacén de arte, compré tres pliegos de papel
periódico y me encerré, con otro cabernet, a inventar lo que le diría. Después
de elegir palabras sobre una hoja en blanco decidí lo que escribiría en el
enorme aviso que pegaría en los ventanales que daban a los suyos: TE AMO.
En letras
grandes, rojas, gordas, que no se prestaran a equívocos. A media noche lo
adherí con la ilusión puesta en mi mensaje sencillo, directo. El sueño me
dominó a las tres de la madrugada. Me desperté a la media mañana y corrí a la
ventana. Cuál sería mi sorpresa cuando vi que en la suya de cortinas abiertas
había también un cartel, más pequeño que el mío pero con un mensaje. Busqué
desesperado mis binoculares para conocer la respuesta. Un eterno momento como
el de una noticia nefasta entró por mis ojos ansiosos: SE ARRIENDA.
Edición de la revista Panorama.
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