15 de mayo de 2013

TEXTOS: CUENTO: EL CÉLIBE, (español e inglés).



El célibe

Jorge Eliécer Pardo


Desde hace dos años, por decisión propia, me convertí en célibe. Soy pintor egresado de Bellas Artes y músico por afición. He amado el amor, las mujeres son las que me lo han entregado y no me arrepiento haber sido la mayoría de veces su vasallo. ¿Quién no, ante sus caricias, ante la ternura que tienen y dan? Detesto el machismo sin creer definitivamente en el amor libre. Lo que más me erotiza de esas bellas damas es no sólo su hermosura física sino su inteligencia y sensualidad. 


Es cierto, había fracasado en varias relaciones, dos matrimonios y tres convivencias. Creía que vivir solo era el estado ideal. Además de la misoginia me retiré de mis convicciones radicales sobre la guerra en el país. Antes creía en la revolución armada como posibilidad, ahora, en el celibato, me he vuelto humanista, crítico y hasta reaccionario. Pero como no es de política que hablaré, me centraré en la mujer que haría sucumbir mi conciencia de los no compromisos.
Vivo en un edificio de veinte pisos al norte de la ciudad, cerca a los cerros de Bogotá. Tomé el piso diez, de ochenta metros, iluminado y con vista al parquecito. Dividí la sala de recibo, puse al lado de los ventanales el taller, mis caballetes, mis pinturas, mis bastidores y mis arreos, dispuesto a terminar la exposición siempre aplazada. Retiré de mi temática el cuerpo humano y, por supuesto, el erotismo en mis óleos. Me aventuraría con el abstracto. Todo estaba dispuesto para seguir en el silencio de mis horas de ocio, rompiendo la rutina oyendo mi colección de bossa nova.
Hacía años que no sacaba del estuche los binoculares que heredé de un tío a quien le gustaba el fútbol en primer plano. Pasaba tardes enteras espiando ventanas y balcones. Soy un hombre que ama la imagen, el cine, la fotografía, la pintura, por eso lo sentía normal hasta cuando me encontré con la vecina del edificio del frente, justo en la vidriera del piso diez, al otro lado de la calle. Debía tener cuarenta años, cinco menos que yo. Edad envidiable en las mujeres que no le temen al fracaso. Las he oído afirmar que quieren vivir el aquí y el ahora. Hermosa y taciturna la veía leer en la que supuse su sala. 
Por más que traté de enfocar las páginas, era imposible saber qué tipo de libro sostenía en sus manos y por qué lo devoraba todas las medias tardes. Algunas de esas tardes la detallé acicalando a una adolescente que especulé sería su hija y, también, supuse, estaba divorciada o, por lo menos, sola. Yo pintaba un fondo cerúleo y volvía a mi trinchera voyerista. La empleada abría las cortinas a las once de la mañana y mi enigmática vecina las cerraba a las seis de la tarde, infaltable. 

Generalmente los viernes, cuando yo pensaba recibir a algunos amigos, comer una pasta a la carbonara y beber unos vinos, mi vecina limpiaba los vidrios. Lo hacía en principio en un short que permitía ver sus líneas seductoras y provocativas, una verdadera hermosura. Conseguí una cámara digital con buen zoom pero fue frustrante: el vidrio hacía que las tomas se desenfocaran y no lograba atraparla en ese fugaz movimiento que luego me acosaría en las medias noches. En el insomnio iba a mi ventana para espiar la suya sin que jamás se asomara en las noches. Además, si lo hacia, tras las cortinas no la veía por las luces apagadas. Me derroté durante meses y puse en la mira la puerta de su edificio para atraparla como paparazzi cuando saliera. Debía salir siempre por el parqueadero subterráneo en su carro porque no lo conseguí en mis turnos de espía. Me dije que esa mujer no podía convertirse en obsesión pero de nuevo el viernes estábamos los dos en los cristales, yo con mis gemelos, ella limpiando, ahora luciendo una bata vaporosa y unos calzoncitos que me volvían loco. Tenía que buscar la manera de abordarla, no seguiría teniendo actitudes de adolescente. Contabilicé infinitas semanas en esa tragedia y dejé de hacer reuniones con mis colegas porque no quería que se dieran cuenta de mi obsesión y menos de mi amor. ¿Enamorado de una imagen? Me desconsolé uno de esos sábados eternos porque hizo una fiesta, abrió las ventanas y no sé por qué maldita circunstancia me vio observándola por los binóculos. Me sentí delincuente y me escondí en el dormitorio, acusándome. Ya lo sabía, ella sabía que la espiaba y me denunciaría a la policía o vendría a golpear mi puerta pidiendo explicaciones. Esa semana no abrí las cortinas pero volvió el viernes a fingir que lavaba los vidrios. Estaba seguro de que lo hacía para que yo la viera porque separaba su bata y luego la cerraba con picardía. Al final ya no le importaba.

He tenido amigas que manejan el discurso del karma y el destino de los sucesos que tienen que suceder, porque están determinados, y lo confirmé al encontrar a mi bella y deseada vecina en el supermercado. Casi se me explosiona el pecho y se me detiene la respiración, como en los años de colegio cuando tuve mi primera novia y me prometió un beso en la boca. Estúpido, me dije. La perseguí a discreta distancia por los corredores del autoservicio y me arriesgué a pasar junto a ella para conocer su olor. Dios mío, fue peor, ese aroma de mujer se quedó en mi ropa, en mis manos, en las cortezas de las naranjas y las manzanas, no pude sacarlo de mis lechugas ni empapándolas con vinagreta. Por entre las hileras de los productos pude verla muy cerca. Se humedecía los labios y olfateaba las frutas con un deleite que yo desconocía. En un momento creí que lo hacía para complacerme. Recapacitaba al darme cuenta de que era un hombre elemental que, con el overol manchado, no llamaba la atención a nadie, que seguía siendo un seudo vegetariano que llevaba verduras para completar su soledad. Miré el carrito para saber qué comía. Llevaba también lechugas, acelgas, apios, zanahorias, brócolis. Era una especie de coneja como yo. También consumía vino tinto cabernet de la misma marca del que yo compraba. ¿Coincidencia? Lo que fuera, las evidencias me hacían creer que era la mujer que esperaba para derrotar mi celibato.
Mis colegas se burlaban cuando me visitaban con amigas y la trampa de ponerme tentaciones pero no, sabía que una noche con una de ellas, bellas e inteligentes, se convertiría en pequeño compromiso. Existe una extraña atracción de las mujeres cuarentonas por los hombres solitarios, una forma de burlar los divorcios anteriores y por qué no, unir sus repetidas vidas, como la mía, a otra persona que no habla de la importancia del amor sino de la compañía. Empezaban a llamar y a comentar el ciclo de cine, las exposiciones nuevas, los conciertos y se cansaban al notarme esquivo. Amigos de mis amigos llegaron a creer que me volvía homosexual. No me importaba, tenía clara mi sexualidad y más mi acecho por esa mujer que me atormentaba.

Nuestro encuentro en la tienda fue un sábado. Lo recuerdo porque tenía visita de un viejo amor que vivía en Barcelona y vendría a comer esa noche. Sentí que jugaba sucio a mi vecina por recibir ese antiguo capricho, dándome cuenta de la nueva estupidez. Mientras comíamos con mi amiga, en la sala de mi vecina había una reunión tranquila que supuse íntima. Me tenía detectado porque abrió las cortinas. No desaproveché el momento en que mi invitada fue al baño para sacar mis binoculares y saber qué pasaba. Comían, la adolescente que suponía su hija y un hombre de mi edad. Yo había puesto velas en la mesa improvisada y mi enamorada tenía las luces plenas para que viera la escena. Mi invitada prefirió pedir un taxi a que la acompañara y no hice presión para llevarla hasta su hotel porque no aguantaba las ganas de volver a mi ventana indiscreta y saber si era una retaliación de mi enigmática enamorada. Abrí descaradamente mis cortinas para que se diera cuenta de que seguía solo. Me tomé el resto de la botella de vino y esperé a que la luz de ella se apagara. No fue así, los concurrentes se fueron y la luz y las cortinas seguían como al comienzo. Fue en ese instante cuando me surgió la idea de declararle mi amor. De una manera no agresiva, diferente y a distancia. Confirmé que ella también me observaba y sabía quién era. Esa noche maquiné mi plan y dormí mal.
Madrugué al almacén de arte, compré tres pliegos de papel periódico y me encerré, con otro cabernet, a inventar lo que le diría. Después de elegir palabras sobre una hoja en blanco decidí lo que escribiría en el enorme aviso que pegaría en los ventanales que daban a los suyos: TE AMO. 

En letras grandes, rojas, gordas, que no se prestaran a equívocos. A media noche lo adherí con la ilusión puesta en mi mensaje sencillo, directo. El sueño me dominó a las tres de la madrugada. Me desperté a la media mañana y corrí a la ventana. Cuál sería mi sorpresa cuando vi que en la suya de cortinas abiertas había también un cartel, más pequeño que el mío pero con un mensaje. Busqué desesperado mis binoculares para conocer la respuesta. Un eterno momento como el de una noticia nefasta entró por mis ojos ansiosos: SE ARRIENDA.








Edición de la revista Panorama.












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