El pianista que llegó de Hamburgo:
las tragedias de la historia y la música como redención
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Edición del domingo 13 de mayo de 2012 en el diario El Espectador |
Años después de conocer las travesías de las Weismann por Europa, antes
de llegar a algún rincón de esta América, seguimos los trayectos de Hendrik
Joachim Pfalzgraf, quien, como ellas, llega a Colombia huyendo de la Segunda
Guerra Mundial y se encuentra con el estallido de la Violencia partidista. Estamos
ante dos novelas y dos momentos históricos paralelos: El jardín de las Weismann (1982), publicada en 1978 como El jardín de las Hartmann, y El pianista que llegó de Hamburgo (2012).
En las dos se debate la terrible experiencia de la persecución nazi y el horror
de la muerte, y se confronta la no menos horrorosa violencia vivida en nuestro
país, desde la muerte de Gaitán. Las dos hablan de judíos inmigrantes, de seres
que pierden su patria y a su manera buscan asidero en la existencia. En este
sentido está en la línea de obras como Gentes
en la Noria, de Simón Brianski, El
rumor del astracán, de Azriel Bibliowicz, Los elegidos, de Alfonso López Michelsen, El salmo de Kapplan, de Marco Schwart y Los informantes, de Juan Gabriel Vásquez. Además, esta novela de
Pardo pone en contexto la realidad colombiana, al hablar de desplazados que han
debido abandonar sus territorios en busca del lugar que está en ninguna parte y
que puede llegar a concentrarse en ese infierno que gravita en el submundo de
la gran ciudad, alegoría de la diversidad de factores en conflicto que al prolongarse
a nuestros días han alimentado nuestro propio desastre.
El aquí y el allá se entrecruzan, al relacionar por alusión y evocación hechos
históricos de otras partes, como la terrible Noche de los Cuchillos Largos o el énfasis con el que los Camisas Negras quisieron imponer el
fascismo italiano, o La Noche de los
Cristales Rotos asumida como una forma de venganza de Hitler contra quienes
no estuvieron a su favor, que se asocian a la ficción de un niño que se hace
adulto sintiendo que la “guerra tomaba el camino del no retorno”, un niño que entendía
que “donde acaban las palabras empieza la música” y que debía salir de Alemania
en junio de 1940, conducido por su tío Azriel hacia Norteamérica en busca de la
tierra prometida.
Sería un viaje sin regreso, que después de varias peripecias
desviaría a Barranquilla y luego a Bogotá, en épocas del gobierno de Eduardo
Santos. Se trataba de sobrevivir a costa de todo en un país que cerraba las
puertas a los inmigrantes y que afirmaba como “un fenómeno comprobado en la
historia universal”, según palabras autoritarias de uno de sus representantes, Luis
López de Mesa y reafirmadas por un presidente conservador, quien decía que “el
semita es el enemigo del país donde reside y está siempre listo a dañar a aquel
país que lo acoge”.
Luis López de Mesa |
Si las bellas alemanas de la primera novela encontraron sitio en un lugar
andino donde los jardines florecían, y donde lograron distraer las angustias de
las guerras que suceden como espejos enfrentados, atrajeron las ternuras del
amor para reivindicar el deseo de vivir en toda su genealogía, Hendrik, el
personaje de esta novela de Jorge Eliécer Pardo, el judío alemán de ojos
azules, cabellos rubios y ensortijados que quedó huérfano a los dos años y tuvo
que soportar encerrado en un sótano hasta huir como desertor, ese transeúnte
impenitente que ama la música y los pianos, busca en muchas partes un lugar o,
mejor, busca hogar para encontrar sosiego, al hallar el amor también encuentra la
plenitud y también jirones de miseria en el abandono. La guerra que lo obliga a
huir se prolonga como una pesadilla que resuena en su trayecto vital durante su
largo medio siglo en Colombia: “huía de la guerra pero la guerra lo persiguió
siempre”, dice la voz narrativa al comienzo, lo que a su vez anuncia en las
primeras páginas una suerte de destino signado por su genealogía, en esos
padres que estuvieron unidos por la desgracia de la guerra; pues ellos no
imaginaron jamás “que su único hijo viviría, muy cerca y en su frágil corazón
de artista, la violencia, en remotas tierras americanas”.
Novela de inmigrantes, de historia, de ciudad, de aprendizaje o
iniciación, de amor y tragedia, narrada por una voz omnisciente que entra y
sale del personaje mientras construye el relato que acompaña hechos o
situaciones históricas y de ficción, en un avanzar de manera lineal pero a la
vez jugando con tiempos y espacios, así como entrecruzando discursos
históricos, políticos, de otras ficciones, de poemas, de personajes, del cine,
de la música, del arte, de fotografías que miran, acusan y reflexionan, todo
ello en un franco diálogo de textos que dan vida a la época o a los lugares
referidos. Es importante destacar la presencia de los pianos y sus marcas, los
fragmentos de partituras y las fotografías que parecen sostener las paredes,
pues con ellos se muestra una historia de retazos y de referentes que se
desvanecen.
Como toda novela de inmigrantes que se abren camino en la nueva sociedad
a la que arriban, El pianista que llegó
de la guerra lee y confronta la historia y la política nacional, y en
algunos aspectos revisa la de Europa, particularmente la del Holocausto en esa primera
mitad del siglo XX. Si el personaje se abre camino como músico en la ciudad
gris en la que estalla el Bogotazo,
también encuentra refugio en la creación de una familia que una vez constituida
lo abandona a su suerte en el territorio colombiano, para verse sujeto a nuevas
experiencias vitales que lo hacen retomar constantes procesos de iniciación. De
ahí que podamos leerla también como la reiterada aventura de viaje de un
personaje sometido a permanentes desplazamientos que en sí mismos son rituales de
iniciación y purificación: cada lugar que convierte en su sitio de vivienda o
de exploración (Bogotá, Villavicencio, la Selva, el Cartucho), cada encuentro
con otro, cada relación amorosa, cada irse y volver, en fin, cada uno de sus trayectos
y travesías es una forma de conocimiento y de comunicación que se fortalece con
la música: de ahí la presencia de la escuela o la enseñanza de la música, la
imagen imponente de los pianos que van y vienen redimiéndolo, de ahí el dolor
de la pérdida de aquellos importados de Alemania que mueren consumidos por el
fuego del 9 de abril de 1948.
Una de las modalidades de las epopeyas es la del viaje del héroe, quien cumple
ciclos de aprendizaje hasta convertirse en personaje representativo. Hendrik encarna
al héroe moderno que pasa de la epopeya a la novela. A diferencia del personaje
clásico es, pues, un antihéroe que no regresa a casa para morir y encontrar
honor y gloria, es más bien un inestable individuo que viaja, busca abrirse
camino, conoce, aprende, se relaciona con otros y generalmente estos son
“ángeles guardianes” que no sólo lo ayudan, acompañan y compensan, sino lo
orientan y le abren ventanas. Son relaciones incompletas. Sólo la música,
dondequiera que vaya lo libera, lo redime, lo hace menos infeliz. En sus
momentos más álgidos, cuando no compone, interpreta un concierto, generalmente
el Numero Uno de Brahms, con un instrumento imaginario. Algo de Schumann, de
Chopin, de Debussy, un arpa que se rasgue en el llano, una canción o una lied
que rompan el aire. Para él, como para Niestzche, “sin la música la vida sería
un error”, pues, como dice quien narra: “La música alejaba los malos espíritus
llamando a los buenos, que lo ayudarían a ser menos infeliz”.
J. Brahms |
La violencia que lo persigue se convierte en termómetro de una época, de
unos países y de la Historia: por un lado sus reiteradas pesadillas que
entretejen el pasado de la patria abandonada o la presencia de una mujer ideal
que lo sostiene; por otro, el desangre que inunda a Colombia durante casi todo
el siglo con las imágenes de los descamisados, las de los pájaros y los chulavitas, las de las guerrillas liberales y sus
personajes legendarios, las de las dictaduras, las de los camaradas, las de las
componendas políticas, las de las mafias, las del mas y tantas otras que sumadas entre sí muestran no sólo el resquebrajamiento
de la sociedad y del territorio, sino la confluencia del desastre histórico.
La ciudad, Bogotá, se muestra hecha y deshecha; se reconoce en ella la
paradoja: los desastres modernizan las urbes, ya que de la destrucción surgen los
proyectos modernizadores que como la violencia, van aboliendo todo vestigio de
memoria o van reconstruyendo lo perdido, armando lo nuevo con necesarias
transformaciones arquitectónicas; en la ciudad se percibe el crecimiento
demográfico causado por el desplazamiento, así como la creación de avenidas,
del velódromo, del hipódromo, del estadio, de las casas Tudor y el estilo inglés,
del desplazamiento de la Candelaria a Teusaquillo, a Chapinero, al norte, como
una de las formas de tránsito social. Y si ella se desarrolla, también desde
ella se nombra al país aludiendo sucesos o personajes emblemáticos que sugieren
hitos históricos y fechas satisfactorias, “terapia del olvido histórico”: Luz
Marina Zuluaga es elegida Miss Universo; Ramón Hoyos gana la vuelta a Colombia,
se crea el Frente Nacional; en busca de estabilidad se viven “cacerías de
brujas”, hasta llegar a un hecho culminante: el asesinato de Rodrigo Lara
Bonilla. Así pues, desfilan, como una marcha fúnebre los años cuarenta,
cincuenta, sesenta, setenta, ochenta, prolongándose hasta la década de los
noventa para mostrar un sitio sincrético y definitivo, alegoría de la devastación
y la decadencia: El Cartucho, esa suerte de centro del dolor, del horror y la
nada, suma de la historia y del despojo, lugar de los “hijos de los hijos de
los menesterosos que desde el siglo XIX estuvieron asistidos en el Asilo de
Mendigos (...)”. Lugar donde “se juntaban no sólo los que provenían de la
miseria absoluta de la ciudad sino los espoleados por la guerra y el desamparo.
Allí convergían de distintas zonas del país, primero con sus familias y luego
desmembrados por la cloaca que todo lo destruye.”
J. E. Pardo |
Hendrik, es un personaje nacido en la guerra y perseguido, alimentado y
devorado por la guerra. Gran paradoja para un individuo “que salió de Hamburgo
huyendo de la guerra y que no era más que un expatriado que pretendía esconderse
del exterminio”. Nacido para el amor, el amor lo atrapa, lo abandona y
destruye. Ya el autor había explorado el tema del amor en sus obras anteriores,
particularmente en Irene y en Seis hombres una mujer. Paradoja para
alguien que encontraba en la poesía de Hölderlin la resonancia de sus propios
sentimientos: “¿No es más bella la vida de mi corazón/ desde que amo?”. De ahí
que leída como novela de amor, es claro que éste es remanso, refugio, amparo, sin
embargo, los amores aquí son trágicos, pues no alcanzan la plenitud salvadora:
abandonan y se ausentan, dejan en orfandad, en una soledad delirante que
desequilibra y destruye.
las tragedias de la historia y la música como redención
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Como en tantos autores contemporáneos, en esta novela de Jorge Eliécer
Pardo, el arte es la única salida: en este caso la música que, contrario al
amor y su muerte, acompaña. Es arte supremo, verdadera iniciación, fortaleza,
redención, religión, es decir, en sentido estricto, religare, unión profunda,
vibración del oído al corazón.
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