O la voz del
silencio que se levanta cada vez más fuerte…
Luis Carlos
Muñoz Sarmiento
Al igual que en El pianista que
llegó de Hamburgo, a través del personaje, alemán, Joachim Hendrik
Pfalzgraf, en La baronesa del Circo
Atayde, se asiste a la narración de una crónica-histórica (en el primer
caso, abierta; en el segundo, íntima), contada por un narrador omnisciente y
por dos románticos de distinto tenor, a un melodrama, con visos de ópera y
opereta y trasfondo de violencia: algo que hasta ahora, en el contexto general
del país, no se puede refutar ni, mucho menos, remediar, aun con las esperanzas
puestas en los diálogos de La Habana. No es, por demás, nada gratuito que ya
desde el título, su autor, Jorge Eliécer Pardo, introduzca al lector en
terrenos de lo que históricamente se conoce como “Pan y Circo” y esto se dice, claro,
desde una lectura particular pero no obvia ni irrelevante. El pan se da a
través de la escandalosa e histórica cifra de políticos corruptos (una suerte
de pleonasmo, al menos aquí, en México y en la Argentina de Menem) que han
desvirtuado el arte de la política y lo han reducido a la más primaria y
reptiliana de las actividades, así como a través de la insufrible red de
contratistas que compran votos y a los que se les compra el suyo y luego se les
cambia por más contratos. El circo es “Atayde, el grupo trashumante de artistas
de la carpa, que venía de Argentina” (Pardo: 14), aunque sus dueños sean
mexicanos: allí se presenta todo tipo de actos, desde los más elevados y
artísticos, hasta los más pedestres y bestiales, es decir, propios de asesinos.
En un país, Colombia, en el que el crimen anda agazapado a la sombra del
secreto (“a la sombra del secreto no trabaja sino el crimen”, p. 220, se dice
en la novela) y, al mismo tiempo, el crimen se consuma a plena luz y en el que
la falsa historia la han escrito siempre los ganadores y los poderosos y la
verdadera historia la han dejado de contar los vencidos y los supuestos débiles.
En la novela, el narrador omnisciente dice de Carlos Arturo Aguirre: “Él sabía
que la falsa historia la escribían los vencedores, la verdadera la contaban los
derrotados” (Pardo: 127).
En efecto, La
baronesa del Circo Atayde, describe la relación de amor entre Carlos Arturo
Aguirre y María Rebeca Pérez: el primero, un hombre orgulloso de ser
carpintero, masón y comunista, lo que desde entonces y hasta ahora representa
una carga inconsciente sobre la conciencia, un fardo existencial innegable:
para los sectarios; la segunda, una mujer independiente, a la que sólo le
interesa el ahora y escoger bien al padre de sus hijos, capaz de ser y de ir
libre por el mundo. Carlos Arturo, perteneciente al gremio de los artesanos, a
una secta que pregona la libertad de culto, en fin, a una tendencia política
proscrita a lo largo y ancho de la historia, por la decisión unilateral del
país que a partir de la Doctrina Monroe (1823) quiso ser un continente, luego
el mundo y ahora Mr. Universe, con la
rodilla en tierra del resto del planeta. María Rebeca, la Baronesa de un circo que igual podría llamarse Colombia, en lugar del mexicano Atayde,
pero que desde distintas orillas tienen tanto en común: razón por la que, coloquialmente,
se dice que aquí la clase baja quiere ser mexicana, la media, gringa, y la alta,
inglesa, esto es, un país en el que al parecer no hay colombianos. Y eso para
no hablar desde la incómoda posición de no tener historia ni, por ende,
identidad.
Una historia que no ha sido
justa ni sensata
En contraste con lo anterior, por fortuna, esta
es parte de la tarea que a partir del primer tomo de El Quinteto de la frágil
memoria, El pianista que llegó de
Hamburgo, se propuso Pardo, reconocer al país y a sus habitantes desde la
mirada a veces más certera de un extranjero, y que continúa en el segundo, La baronesa del Circo Atayde, ya no
desde una supuesta o real mirada euro centrista y antropocéntrica, de un alemán,
por suerte romántico, que huye del régimen nazi, sino desde la mirada amorosa,
también romántica, nacionalista, si se quiere, de dos seres que, desde distinta
orilla, encarnan y/o representan lo mejor o por lo menos lo más deseado de una
idiosincrasia ética por honesta, trabajadora por responsable, arriesgada por
comprometida. Aquella que labora desde el anonimato por cambiar un país y que
lucha con denuedo, así se la invisibilice o ignore, para tratar de revertir una
anómala situación, ya hecha costumbre, según la cual la traición es la única
ave, de mal agüero, que vuela por los siniestros corredores del poder y las
elecciones son el resultado de un fusil puesto en la cabeza del incauto o de un
almuerzo lanzado a las manos del hambriento o de unas tejas y un cemento
depositados en zonas de paramilitares, todos ellos elegidos a la hora de ser
votantes y luego ignorados a la hora de ser ciudadanos, trátese de campesinos,
de negros o de indios: es decir, seres sin perspectiva alguna de cambio en sus
vidas ahora miserables.
En los 47 capítulos, cada uno de ellos breve,
Pardo expone la historia de un país que, desde la perspectiva y sobre todo el
accionar de sus dirigentes, no ha sido justa ni sensata con las clases menos
favorecidas ni con las disidentes, antagonistas u opuestas a sus (malos)
designios, salvo, eso sí, con las clases pudientes, poderosas, privilegiadas:
“Carlos Arturo se dio cuenta de que únicamente los ricos tenían garantías” (Pardo:
80). Desde el sueño inconcluso del general Uribe Uribe y “la última guerra
civil”, la de los Mil Días (1899-1902); el homicidio premeditado del abogado de
los artesanos, José Raimundo Russi, quien de mensajero de cartas de amor pasó a
ser fusilado (pp. 41-45); el caso de José María Obando, expresidente (1853-54),
primero santanderista y luego liberal draconiano, acusado del asesinato, nunca probado claro, del Mariscal Sucre;
la llegada al país, en 1823 para asesorar a Pedro Nel Ospina, de la Misión
Económica del Doctor Dinero Edwin W.
Kemmerer, eufemismo para que los estadounidenses “repartieran los millones por
la venta de Panamá y distribuyeran el patrimonio de la expropiación” (Pardo: 49)
y por cuya gestión se crearon la Contraloría General y el Banco de la
República; el borracho asesinado, que resultó luego muerto de pulmonía, por el
general José María Melo, quien había ofrecido el poder dictatorial al Tigre de Berruecos y quien de Bogotá pasó
a vivir en Ibagué para alternar su actividad de comerciante con la de docente (Pardo:
54); el auge y la caída de la Flor del
Trabajo, María Cano, la primera mujer líder política en Colombia, mujer
socialista con ideas propias en una organización revolucionaria apenas
gestándose, que a finales de los años 20 e inicios de los 30 más luchó por la
igualdad laboral en defensa de las mujeres y de las obreras, en un medio
machista y antropocéntrico, y por las ocho horas de trabajo, ocho de estudio y
ocho de descanso; la lucha sindicalista de Mahecha, su posterior ida al exilio,
su ocaso como quiromante en el barrio Olaya de Bogotá y su final anticipado por
él mismo: “… y se dedicó a leer la palma de la mano adivinando en su derecha
que fallecería a los 56 años, de muerte natural, luego de muchos atentados a
bala” (Pardo: 73).
De la Masacre de las
Bananeras a la satanización del liberalismo
Desde la tristemente célebre Masacre de las Bananeras, antesala de la
actual violencia y comienzo del fin de Gaitán, por defender a los trabajadores
que la United Fruit Company o La
Compañía, como ya en La casa grande (1962)
la llama Álvaro Cepeda, nunca aceptó como tales: “No importaban los muertos del
general Cortés Vargas, ellos pedían ser reconocidos como empleados de la
Compañía [la UFC] y no como simples contratistas para evadir las obligaciones,
decía Carlos Arturo a los que él llamaba de
la base, cuando ponían el tema en las reuniones del Partido [PCC]” (Pardo: 83);
la acusación del senado a Obando, a causa del golpe de Melo, por traición a la
patria y su expulsión del gobierno y del país; el sometimiento o, si se
prefiere, la absorción, en los años 30, del Partido Socialista Revolucionario
(PSR) por el Partido Comunista Colombiano, que Pardo, en gesto noble, llama “acuerdo”
(Pardo: 81): “Con las derrotas del socialismo en la huelga de
las bananeras a fines de 1928, en la fallida insurrección de junio del año
siguiente y en la pírrica participación en las elecciones presidenciales de
inicios de 1930, se impuso la autocrítica en el seno de la organización
revolucionaria. María Cano, junto con Tomás Uribe e Ignacio Torres Giraldo […]
fueron víctimas de la purga interna. El naciente Partido Comunista los marginó
bajo la acusación de ‘putchistas’ y ‘aventureros’. (Revista
Semana, La flor rebelde, Mauricio
Archila) (1); el fusilamiento del Ciudadano General y eterno rebelde,
tras la celada del 1º de junio de 1860 (Pardo: 86), José María Melo, quien
sostenía que las constituciones políticas del hemisferio no eran más que letra
muerta: “… y como el libertador Bolívar, pensaré que las constituciones
políticas en Sur América, no han dejado de ser simples cuadernos” (Pardo: 68).
Desde las leyes de poca monta que eran aprobadas
por el Congreso, como la creación del Día de la Paz, el 21 de noviembre, en un
país de guerra perpetua, por la efemérides de la Guerra de los Mil Días (Pardo:
81): un verdadero exabrupto; los esquiroles o rompe-huelgas que desde los años
30, los de Olaya Herrera y los de López Pumarejo también en los 40, vendían a
los movimientos sindicales: a cuyos líderes, por contraste, y aunque no se diga
en la obra de Pardo, hoy continúan matando como parte del Terrorismo de Estado,
con ayuda paramilitar, y no propiamente por traidores a su clase; los humanos
que, sabiéndose hechos del mismo barro, creen poder dominar a otros, por una
visión machista ancestral, mientras la mujer siempre es capaz de proclamar la
igualdad, quizás no sólo sexual, más bien vital, íntegra: “Yo soy, yo soy, en
ti estoy… soy tu igual” (Pardo: 91); la articulación periódica de los
personajes de una y otra novela, El
pianista que llegó de Hamburgo y La
baronesa del Circo Atayde, para mostrar detrás de sus vidas el devenir,
antes que el desarrollo, de un país (Pardo: 97); la controvertida figura del
general Tomás Cipriano de Mosquera, el Mascachochas,
por mordedor de chochas o moneditas, a
raíz de un balazo que recibió en el maxilar, y no por otra cosa, varias veces
presidente, buscador de empréstitos en Europa, como tantos otros ayer y hoy
también en EE.UU, que a mitad de su cuarto gobierno se proclamó dictador y que
a sus 78 años perdió la prudencia, lo que llevó a que los liberales fueran
satanizados: “En Palacio gritaban a sus subalternos que el católico no puede ser republicano. Sus enemigos contestaron que el que es liberal no puede ser católico.
Desde entonces el estigma satánico de ser liberal y católico se propagó, sirvió
de escudo en los púlpitos y de justificación de asesinatos sin pecado.” (Pardo:
100); los Generales que se turnaban en la presidencia, mientras la mujer de
Saúl Aguirre huía con un comerciante deslumbrada, tal vez como pretexto, por la
revolución de las máquinas industriales, y los dueños del poder se perdonaban
entre sí en un hecho que indignaba a las familias por la traición de sus falsos
héroes: “Saúl […] veía crecer su familia mientras los Generales se turnaban el
ejercicio de la presidencia; … cuando [Saúl] logró salir en astral […] tenía
cinco hijos y su mujer se marchó con un comerciante de telas que pasó por su
taller hablando de la revolución de las máquinas industriales. […] Fue el mismo
año en que el General Mosquera, por el que se jugaron la vida muchos de sus
amigos, regalaba al general Santos Acosta, que [sic] lo depuso y lo desterró,
la espada que lo acompañó en tantas victorias.” (Pardo: 103).
Recogiendo alhajas y
limosnas para hacer la guerra
Desde la conspiración del borracho José Manuel
Marroquín a Manuel Antonio Sanclemente, en quien éste había delegado sus
funciones y la posterior entrega de Panamá por el autor de La perrilla, Marroquín, quien cuando fue vituperado por el hecho,
respondió alcohólico-cacofónico: “¿Y qué más quieren? Me entregaron una
república y yo les entrego dos.” (Wikipedia) (2); la
reconstrucción del pasado, por parte de Carlos Arturo y María Rebeca, para
revivirlo, con base en las sensaciones olfativas de las flores y el agua de
colonia y cuyos olores hacían parte del goce cuando jugaban a no dejarse nunca,
cosa que no se atrevieron a confesar (Pardo: 108); las diferentes batallas de
la Guerra de los Mil Días, como Peralonso, Palonegro (citada en la novela “Palo
Negro”, Pardo: 112), La Rusia, en las que, como cuando se trata de votar, nadie
sabe por quién lo hace y, en este caso, “la mayoría, sin saber la verdad de la
contienda” (Pardo: 112); las torturas, una práctica que no se acaba, llevadas a
cabo por el jefe de policía Aristides Fernández, como gobernador de
Cundinamarca, en el antiguo Panóptico, hoy Museo Nacional, en una especie de
vuelta de tuerca, ya no literaria, para pasar olímpicamente del horror al arte:
“Implantó atroces sistemas de tortura en el Panóptico, aplicados a más de cinco
mil presos políticos durante los tres años de la conflagración.” (Pardo: 114); el
deseo de Marroquín de entregar la zona de Panamá, para la construcción del
canal, a los gringos con el objeto de obtener un soborno para acabar con el
conflicto interno: “Marroquín quería entregar a los norteamericanos la franja
del Istmo de Panamá para construir el canal, a cambio de una compensación
económica que destinaría a financiar los gastos militares necesarios para
sofocar de manera definitiva la rebelión interna.” (Pardo: 115); la historia
del obispo español, hoy beato Ezequiel Moreno, “enemigo y perseguidor de los
liberales”, quien pregonaba que “ser liberal era pecado, que el ejército de
Jesucristo derrotaría a los blasfemos” (Pardo: 116), similar a la del beato Miguel
Ángel Builes, a quien se cita en una novela que no figura en el canon de la
literatura colombiana, teniendo méritos de sobra, Marea de ratas (1960), de Arturo Echeverri: dice el Capitán que en Los Andes o Andes, tierra de Gonzalo Arango en Antioquia, “un jerarca de
santidad reconocida bendecía mi fusil antes de cada acción.” (1994: 216) (3).
La guerra civil como forma
de suicidio colectivo
En fin, desde el llamado a los hombres a la
guerra para luego regresar desechos, mutilados, escindidos, traumatizados,
resentidos y con ánimos de venganza y “otros envueltos en banderas o en
pequeños cofres húmedos” (Pardo: 119) y ahora, en el colmo de la ignominia y el
desprecio por la vida humana, en vulgares bolsas plásticas negras (sobre todo
cuando se trata de guerrilleros o, lo que no es igual, de “guerrilleros muertos
en combate”, por lo general civiles acusados de tales y asesinados extra
judicialmente, lo que se conoce con el eufemismo de falsos positivos, por los cuales aún nadie responde) como si se
tratara de simple basura para botar en La
Escombrera, pasando por la posibilidad de abrir cupos para las mujeres en
la Universidad (“Nada mejor que un país para ellas, reafirmaba [Carlos Arturo]
con la certeza de que las alianzas entre trabajadores y gobierno serían para
asegurar el futuro. La esperanza, siempre la esperanza”, Pardo: 125), hasta la
Guerra contra el Perú que se hizo comprando una flotilla de barcos viejos en
Europa por iniciativa de Alfredo Vásquez Cobo; pidiéndole un préstamo de
500.000 dólares a los gringos por cuenta de Olaya Herrera a cambio de darle
todas las garantías y exenciones de impuestos a la United Fruit Company para su operación en la Zona Bananera, lo que
al filo del tiempo trajo como resultado la Masacre del 6 de diciembre de 1928,
que no sólo ocasionó la pérdida de incalculables vidas humanas sino el futuro
sometimiento del país, el comienzo del fin de Gaitán, la generalización de la
Violencia, la persecución de todo lo que signifique o pueda significar
izquierda o comunismo, así como el saqueo de sus riquezas y de sus recursos; y.
como se dice en la obra de Pardo, recogiendo alhajas entre las esposas de los
ricos y anillos de boda de los políticos “para fundirlas en un solo bloque que
pesó cuatrocientos kilos de oro puro para financiar la guerra.” (Pardo: 132).
De ahí en adelante en la novela, todo es despojo, saqueo, horror, enfermedad y
muerte, una sucesión de guerras internas y conflictos que los distintos
gobiernos sucesivos jamás reconocieron como tales, sabiendo, quizás, que como
dice el abuelo Saúl Aguirre: “Una guerra civil es, de muchas formas, un
suicidio colectivo” (Pardo: 137). Vienen luego, ya para terminar, la
desaparición, primero, de María Rebeca, en medio de sucesivas e imaginarias
muertes —pues no se sabe con certeza de su deceso ni del lugar donde pudo o
puede haber ocurrido, si Colombia o México, sino sólo de su nacimiento en 1900—,
como la ocurrida en el circo. ¿La causa? “Un cuchillo, lanzado por un celoso de
su voluptuosidad, se clavó en su pecho mientras la rueda giraba y el
despreciado impulsaba sus aceros contra la madera. La sangre de La Baronesa […] empapó la arenilla y el
público la aclamó, festejó el número mientras, arrastrada hacia el camerino,
con sus lentejuelas fisuradas, extraían el arma que penetró hasta la empuñadura”
y cuyo lanzador “se entregó a las autoridades y fue condenado a cadena perpetua
y apareció degollado en su celda solitaria.” (Pardo: 141); luego, la del abuelo
Saúl, enfermo de la gripa española, pensando en ascender al Oriente gracias a
la caja que hizo (el ataúd de Russi) “con las manos de la inocencia y la
esperanza del porvenir” (Pardo: 147) y cansado de pensar en la eterna posibilidad
de lograr la paz, no sin antes señalarle a su hijo que ahí en el escaparate
estaban los libros, “lo que verdaderamente debía leer, que El Tiempo y El Espectador eran
de los ricos y lo que decían sus páginas estaba al servicio de sus intereses.”
(Pardo: 146); y, claro, la de Carlos Arturo, quien ya desecho por la ruina
económica y socio-política de un país que aún no aprende de su historia, sus
derrotas ni sus errores, afectado por el extravío existencial y emocional,
delirante entre aguardiente y vodka, oyendo boleros, rancheras, tangos,
sabiendo que un hombre no debe llorar y
que el tango es como La Comedia Humana,
muere de leucemia viendo los restos del retrato despedazado de su heroína en el
inodoro, pero antes exhala el último suspiro “de su brújula del amor para que
ella fuera nube” (Pardo: 241). Al final, supo Matilde, su padre tenía razón:
“todas sus muertes habían muerto. El cielo azul no tenía nubes.” (Pardo: 244).
La desgracia, habitual compañera
de la Historia
Los hechos anteriores ofrecen un panorama
desolador de un país al que terca y tontamente se le sigue designando como el
segundo más feliz de la tierra, uno donde la historia es una de las más trágicas.
“La historia y la felicidad rara vez coinciden”, escribió Nietzsche y esto es
no sólo cierto sino demostrable en La
baronesa del Circo Atayde, novela que recuerda que es la desgracia, más
bien, la habitual compañera de la historia: sin la cual, a propósito, no hay
novela. En su libro En esto creo,
Carlos Fuentes sostiene: “No hay novela sin historia. Pero la novela,
introduciéndonos en la historia, también nos permite buscar el camino fuera de
la historia a fin de ver claramente a la historia y ser, auténticamente,
históricos. Estar inmersos en la historia, perdidos en sus laberintos sin
reconocer las salidas es, simplemente, ser víctimas de la historia.” (Seix
Barral, 2002: 203). Y Pardo nos introduce en la historia del país a través de
dos personajes de sexo opuesto, una rara pareja libertaria con búsquedas
complementarias más que opuestas, para buscar el camino fuera de la historia
oficial y, no pocas veces, en forma paralela pero para desmentirla,
cuestionarla, descomponerla, con el objetivo de que podamos reconocernos en
ella y a nosotros mismos a ver si, por fin, podemos ser no solo auténticamente
históricos sino trascender hacia el encuentro de la identidad, para dejar de
ser víctimas de la historia. Esto es, pasar de ser objetos pasivos a sujetos
activos de la historia, capaces de reconocer salidas colectivas a través de la
construcción de puentes comunes y no basados en el ego, la vanidad, el éxito. Puentes
como los que intenta erigir Carlos Arturo Aguirre desde la Sociedad de
Artesanos, la masonería, el Partido Comunista o María Rebeca Pérez desde su
posición de artista circense, de mujer autónoma e independiente, de madre de la
bailarina Sofía y de Matilde, muerta muy joven, a quienes siempre les inculcó
el amor por el arte y no por el oropel material o la duración engañosa de la
fama, esos 15 minutos de los que habló Andy Warhol pero que hoy son sólo
segundos. No obstante los esfuerzos del autor por presentar un mundo lo menos
desastroso posible, la lectura de La
baronesa del Circo Atayde deja al final el sabor amargo de una experiencia
literaria, aun así generosa: amargo, obvio, no por esta, la experiencia
literaria, sino por los desajustes, los desequilibrios, las mentiras que hacen
parte del mapa cotidiano socio-político de un país dependiente de una potencia
que no requiere nombrarse por evidente y menos cuando se sepa que tiene diez
bases militares en suelo colombiano y que, además, es el promulgador oficial-clandestino
del pretexto original que impulsa a los paramilitares en el país: destruir a
los simpatizantes del comunismo. En la historia que a partir de un robo Saúl
Aguirre relató a su hijo Carlos Arturo, no sólo hablaba de su participación en
las guerras, en las muchas guerras civiles que Colombia tuvo en apenas el siglo
XIX (se habla de nueve) sino que, mediante caricaturizaciones, “demostraba cómo
se atornillaba y desatornillaba el poder desde la traición y cómo la política
en Colombia era el resultado no solo de las armas sino de las argucias” (Pardo:
20). Un balance somero, a vuelo de pájaro(s), deja las siguientes nueve guerras
civiles: 1. Guerra Civil Centralistas vs. Federalistas (1812-15); 2. Guerra de
los Supremos (1839-41); 3. Guerra Civil 1851; 4. 1854; 5. 1860-62; 6. 1876-77;
7. 1884-85; 8. 1895; 9. Guerra de los Tres Años o de los Mil Días (1899-1902).
Balance tan espeluznante como problemático, siempre invisibilizado por los
gobiernos como quien intenta tranquilizar a la población o llama a la Ley del
Silencio.
En tal sentido, el escritor Mílan Kúndera (así
se pronuncia) recuerda que la novela es una perpetua re-definición del ser
humano como problema. Al respecto Carlos Fuentes anota: “Todo ello implica que
la novela se formule a sí misma como incesante conflicto de lo que aún no se ha
revelado, recuerdo de cuanto ha sido olvidado, voz del silencio y alas para el
deseo de cuanto ha sido rebajado por la injusticia, la indiferencia, el
prejuicio, la ignorancia, el odio o el miedo.” (2002: 205). Y esto parece
tenerlo muy en cuenta Pardo en La
baronesa del Circo Atayde. Su novela revela muchas nuevas cosas sobre el
conflicto incesante que ha sumido a Colombia durante casi todo el periodo
republicano, con algunos baches de paz; recuerda otras tantas que han sido
olvidadas, que el Establecimiento mismo pretende olvidarlas, como quien busca
hacer pasar un vendaval por una ventisca. Su novela es también voz del silencio
que grita sordamente reconociendo los errores de un pasado cuyas cabezas del
terror y de la corrupción se reproducen como las de la hidra. Y alas para el
deseo de todo aquello rebajado por la injusticia, la desidia, la intolerancia,
en fin, de todo aquello a lo que no presta atención el oído (anagrama de odio) a
quien desde su orilla de la marginalidad grita ¡oídme! (anagrama de miedo),
siendo apenas víctima del odio y sin haber sido escuchado: al que apenas se le
deja hablar para estigmatizarlo, para condenarlo o para matarlo.
“La memoria es el único
tribunal incorruptible”
Por todo esto, en conclusión, duele y es amargo
el sabor que dejan las 47 historias que cuenta La baronesa del Circo Atayde, así sea al calor de una cerveza, un
aguardiente, un vino, un brandy o un vodka, mientras suenan esta vez ritmos
populares, mucho más que en El pianista
que llegó de Hamburgo que se inclina hacia el clasicismo romántico de
Brahms, Beethoven y compañía, como el bolero, la ranchera, el tango y uno que
otro exponente de la llamada música clásica, como Tchaikovski por ejemplo, para
detrás de toda esa conjunción sonora mostrar las pasiones altas y bajas de un
pueblo que si quiere transformarse debe verse a sí mismo y al resto del mundo
como proyecto inacabado, seres humanos permanentemente incompletos y voces que
no se sientan, nunca, diciendo la última palabra. Si quiere transformarse debe
articular sin descanso una tradición y promover la posibilidad de ser hombres y
mujeres que no sólo están en la historia sino que hacen la historia, su propia
historia. Un mundo en vertiginoso cambio propone redefinirse de forma
permanente como seres problemáticos, no sin conflictos sino resueltos a
interpretarlos y luego a resolverlos o, por lo menos, a intentarlo, pero nunca
como portadores de verdades reveladas, de respuestas dogmáticas o de asuntos
finiquitados, de realidades concluidas. Lo que se evidencia en La baronesa del Circo Atayde a través de
una estructura literaria construida minuciosamente, con un rigor que anima a
leer y cómo no a escribir, sin pensar en la novela como guion de cine, y con
una desbordante imaginación y una concentrada memoria, como quien recuerda al
Giardinelli de Santo oficio de la memoria,
quien a través no de un hombre sino de una mujer, la abuela Sebastiana, lega a
la historia una frase capital: “La memoria es el único tribunal incorruptible”
(Seix Barral, 2000: 380): llamado a la responsabilidad histórica y tácito
desacato a los desafueros del Poder, a la extralimitación de quienes se creen Mesías, a la perversión de los que sin
decirlo quieren un paisaje de sólo oprimidos. Esto se puede inferir de la
propia experiencia vital y artística de Carlos Arturo y de María Rebeca,
personajes representados más desde lo vital, la vista (observar), el gusto y el
olfato (sabores y aromas), el tacto (contacto con la piel, lo más profundo),
que desde una óptica psicológica (introspección, monólogo interior o torrente
de conciencia), seres humanos que proponen la posibilidad de una imaginación
verbal como realidad no menos real que la historia misma, que anuncian desde la
escritura del texto un mundo nuevo, inevitable e inminente que se opone a otro
caduco, pervertido, desvirtuado, como quienes saben, por vía del autor, que
después de la terrible guerra dogmática, inoculada en el pueblo por vía del
imperialismo europeo, inglés y español, y del gringo, la historia se ha
convertido en una posibilidad, nunca más en una certeza. Ambos creían conocer
el mundo, ambos deben, antes de que empiecen a ver las flores desde la raíz,
imaginarlo ahora para el lector, en un gesto de generosidad compartida con el
autor.
Una voz, ya no sorda, que
se levanta
Hombres y mujeres, los de Pardo en su novela,
que lejos de los reflectores de la farándula, las charreteras de la autoridad,
las marionetas del Poder, en fin, las maquinarias de la burocracia, son los que
han ayudado, desde el anonimato, a construir un país menos desigual, más justo
“tantito así” (Che decía que no cabría confiar en los gringos “ni tantito así”),
menos dependiente y ojalá más democrático. De vez en cuando viene bien contar
la historia desde los derrotados, ofendidos y humillados, no para satisfacer a
la galería, sino con un fin harto más noble y un compromiso tanto menos
obligatorio: hacer de la novela el derecho de criticar al mundo pero antes
mostrando capacidad para criticarse a sí misma. Sólo así se revela la labor del
artista y, ante todo, del arte, tanto como la dimensión social y, por qué no,
socializante de una obra. Socializante, involuntaria, eso sí, sin obedecer a
intenciones, nada más produciendo resultados y tan cercana a la emoción antes
que a la coherencia que es lo que de forma natural pretende el arte. O, mejor
dicho, es el arte: emoción antes que coherencia. Al cabo, obedece más a los
abismos y demonios del artista que a su lógica o a su razón: estas, las que dan
orden y sentido, para el lector, a un discurso de por sí confuso, caótico,
indescifrable pero que, paradójicamente, con sólo mostrar una aldea puede
ofrecernos un mundo quizás no agradable, más bien amargo, en todo caso más
humano. Un mundo en el que la voz del silencio, ya no sorda, se levanta cada
vez más fuerte…
Bogotá, 4 de septiembre de 2015
NOTAS:
3. Echeverri Mejía, Arturo. Marea de ratas, Editorial Universidad de Antioquia, 1994, 314 pp.:
216.
Al igual que en El pianista que
llegó de Hamburgo, a través del personaje, alemán, Joachim Hendrik
Pfalzgraf, en La baronesa del Circo
Atayde, se asiste a la narración de una crónica-histórica (en el primer
caso, abierta; en el segundo, íntima), contada por un narrador omnisciente y
por dos románticos de distinto tenor, a un melodrama, con visos de ópera y
opereta y trasfondo de violencia: algo que hasta ahora, en el contexto general
del país, no se puede refutar ni, mucho menos, remediar, aun con las esperanzas
puestas en los diálogos de La Habana. No es, por demás, nada gratuito que ya
desde el título, su autor, Jorge Eliécer Pardo, introduzca al lector en
terrenos de lo que históricamente se conoce como “Pan y Circo” y esto se dice, claro,
desde una lectura particular pero no obvia ni irrelevante. El pan se da a
través de la escandalosa e histórica cifra de políticos corruptos (una suerte
de pleonasmo, al menos aquí, en México y en la Argentina de Menem) que han
desvirtuado el arte de la política y lo han reducido a la más primaria y
reptiliana de las actividades, así como a través de la insufrible red de
contratistas que compran votos y a los que se les compra el suyo y luego se les
cambia por más contratos. El circo es “Atayde, el grupo trashumante de artistas
de la carpa, que venía de Argentina” (Pardo: 14), aunque sus dueños sean
mexicanos: allí se presenta todo tipo de actos, desde los más elevados y
artísticos, hasta los más pedestres y bestiales, es decir, propios de asesinos.
En un país, Colombia, en el que el crimen anda agazapado a la sombra del
secreto (“a la sombra del secreto no trabaja sino el crimen”, p. 220, se dice
en la novela) y, al mismo tiempo, el crimen se consuma a plena luz y en el que
la falsa historia la han escrito siempre los ganadores y los poderosos y la
verdadera historia la han dejado de contar los vencidos y los supuestos débiles.
En la novela, el narrador omnisciente dice de Carlos Arturo Aguirre: “Él sabía
que la falsa historia la escribían los vencedores, la verdadera la contaban los
derrotados” (Pardo: 127).
En efecto, La
baronesa del Circo Atayde, describe la relación de amor entre Carlos Arturo
Aguirre y María Rebeca Pérez: el primero, un hombre orgulloso de ser
carpintero, masón y comunista, lo que desde entonces y hasta ahora representa
una carga inconsciente sobre la conciencia, un fardo existencial innegable:
para los sectarios; la segunda, una mujer independiente, a la que sólo le
interesa el ahora y escoger bien al padre de sus hijos, capaz de ser y de ir
libre por el mundo. Carlos Arturo, perteneciente al gremio de los artesanos, a
una secta que pregona la libertad de culto, en fin, a una tendencia política
proscrita a lo largo y ancho de la historia, por la decisión unilateral del
país que a partir de la Doctrina Monroe (1823) quiso ser un continente, luego
el mundo y ahora Mr. Universe, con la
rodilla en tierra del resto del planeta. María Rebeca, la Baronesa de un circo que igual podría llamarse Colombia, en lugar del mexicano Atayde,
pero que desde distintas orillas tienen tanto en común: razón por la que, coloquialmente,
se dice que aquí la clase baja quiere ser mexicana, la media, gringa, y la alta,
inglesa, esto es, un país en el que al parecer no hay colombianos. Y eso para
no hablar desde la incómoda posición de no tener historia ni, por ende,
identidad.
Una historia que no ha sido
justa ni sensata
En contraste con lo anterior, por fortuna, esta
es parte de la tarea que a partir del primer tomo de El Quinteto de la frágil
memoria, El pianista que llegó de
Hamburgo, se propuso Pardo, reconocer al país y a sus habitantes desde la
mirada a veces más certera de un extranjero, y que continúa en el segundo, La baronesa del Circo Atayde, ya no
desde una supuesta o real mirada euro centrista y antropocéntrica, de un alemán,
por suerte romántico, que huye del régimen nazi, sino desde la mirada amorosa,
también romántica, nacionalista, si se quiere, de dos seres que, desde distinta
orilla, encarnan y/o representan lo mejor o por lo menos lo más deseado de una
idiosincrasia ética por honesta, trabajadora por responsable, arriesgada por
comprometida. Aquella que labora desde el anonimato por cambiar un país y que
lucha con denuedo, así se la invisibilice o ignore, para tratar de revertir una
anómala situación, ya hecha costumbre, según la cual la traición es la única
ave, de mal agüero, que vuela por los siniestros corredores del poder y las
elecciones son el resultado de un fusil puesto en la cabeza del incauto o de un
almuerzo lanzado a las manos del hambriento o de unas tejas y un cemento
depositados en zonas de paramilitares, todos ellos elegidos a la hora de ser
votantes y luego ignorados a la hora de ser ciudadanos, trátese de campesinos,
de negros o de indios: es decir, seres sin perspectiva alguna de cambio en sus
vidas ahora miserables.
En los 47 capítulos, cada uno de ellos breve,
Pardo expone la historia de un país que, desde la perspectiva y sobre todo el
accionar de sus dirigentes, no ha sido justa ni sensata con las clases menos
favorecidas ni con las disidentes, antagonistas u opuestas a sus (malos)
designios, salvo, eso sí, con las clases pudientes, poderosas, privilegiadas:
“Carlos Arturo se dio cuenta de que únicamente los ricos tenían garantías” (Pardo:
80). Desde el sueño inconcluso del general Uribe Uribe y “la última guerra
civil”, la de los Mil Días (1899-1902); el homicidio premeditado del abogado de
los artesanos, José Raimundo Russi, quien de mensajero de cartas de amor pasó a
ser fusilado (pp. 41-45); el caso de José María Obando, expresidente (1853-54),
primero santanderista y luego liberal draconiano, acusado del asesinato, nunca probado claro, del Mariscal Sucre;
la llegada al país, en 1823 para asesorar a Pedro Nel Ospina, de la Misión
Económica del Doctor Dinero Edwin W.
Kemmerer, eufemismo para que los estadounidenses “repartieran los millones por
la venta de Panamá y distribuyeran el patrimonio de la expropiación” (Pardo: 49)
y por cuya gestión se crearon la Contraloría General y el Banco de la
República; el borracho asesinado, que resultó luego muerto de pulmonía, por el
general José María Melo, quien había ofrecido el poder dictatorial al Tigre de Berruecos y quien de Bogotá pasó
a vivir en Ibagué para alternar su actividad de comerciante con la de docente (Pardo:
54); el auge y la caída de la Flor del
Trabajo, María Cano, la primera mujer líder política en Colombia, mujer
socialista con ideas propias en una organización revolucionaria apenas
gestándose, que a finales de los años 20 e inicios de los 30 más luchó por la
igualdad laboral en defensa de las mujeres y de las obreras, en un medio
machista y antropocéntrico, y por las ocho horas de trabajo, ocho de estudio y
ocho de descanso; la lucha sindicalista de Mahecha, su posterior ida al exilio,
su ocaso como quiromante en el barrio Olaya de Bogotá y su final anticipado por
él mismo: “… y se dedicó a leer la palma de la mano adivinando en su derecha
que fallecería a los 56 años, de muerte natural, luego de muchos atentados a
bala” (Pardo: 73).
De la Masacre de las
Bananeras a la satanización del liberalismo
Desde la tristemente célebre Masacre de las Bananeras, antesala de la
actual violencia y comienzo del fin de Gaitán, por defender a los trabajadores
que la United Fruit Company o La
Compañía, como ya en La casa grande (1962)
la llama Álvaro Cepeda, nunca aceptó como tales: “No importaban los muertos del
general Cortés Vargas, ellos pedían ser reconocidos como empleados de la
Compañía [la UFC] y no como simples contratistas para evadir las obligaciones,
decía Carlos Arturo a los que él llamaba de
la base, cuando ponían el tema en las reuniones del Partido [PCC]” (Pardo: 83);
la acusación del senado a Obando, a causa del golpe de Melo, por traición a la
patria y su expulsión del gobierno y del país; el sometimiento o, si se
prefiere, la absorción, en los años 30, del Partido Socialista Revolucionario
(PSR) por el Partido Comunista Colombiano, que Pardo, en gesto noble, llama “acuerdo”
(Pardo: 81): “Con las derrotas del socialismo en la huelga de
las bananeras a fines de 1928, en la fallida insurrección de junio del año
siguiente y en la pírrica participación en las elecciones presidenciales de
inicios de 1930, se impuso la autocrítica en el seno de la organización
revolucionaria. María Cano, junto con Tomás Uribe e Ignacio Torres Giraldo […]
fueron víctimas de la purga interna. El naciente Partido Comunista los marginó
bajo la acusación de ‘putchistas’ y ‘aventureros’. (Revista
Semana, La flor rebelde, Mauricio
Archila) (1); el fusilamiento del Ciudadano General y eterno rebelde,
tras la celada del 1º de junio de 1860 (Pardo: 86), José María Melo, quien
sostenía que las constituciones políticas del hemisferio no eran más que letra
muerta: “… y como el libertador Bolívar, pensaré que las constituciones
políticas en Sur América, no han dejado de ser simples cuadernos” (Pardo: 68).
Desde las leyes de poca monta que eran aprobadas
por el Congreso, como la creación del Día de la Paz, el 21 de noviembre, en un
país de guerra perpetua, por la efemérides de la Guerra de los Mil Días (Pardo:
81): un verdadero exabrupto; los esquiroles o rompe-huelgas que desde los años
30, los de Olaya Herrera y los de López Pumarejo también en los 40, vendían a
los movimientos sindicales: a cuyos líderes, por contraste, y aunque no se diga
en la obra de Pardo, hoy continúan matando como parte del Terrorismo de Estado,
con ayuda paramilitar, y no propiamente por traidores a su clase; los humanos
que, sabiéndose hechos del mismo barro, creen poder dominar a otros, por una
visión machista ancestral, mientras la mujer siempre es capaz de proclamar la
igualdad, quizás no sólo sexual, más bien vital, íntegra: “Yo soy, yo soy, en
ti estoy… soy tu igual” (Pardo: 91); la articulación periódica de los
personajes de una y otra novela, El
pianista que llegó de Hamburgo y La
baronesa del Circo Atayde, para mostrar detrás de sus vidas el devenir,
antes que el desarrollo, de un país (Pardo: 97); la controvertida figura del
general Tomás Cipriano de Mosquera, el Mascachochas,
por mordedor de chochas o moneditas, a
raíz de un balazo que recibió en el maxilar, y no por otra cosa, varias veces
presidente, buscador de empréstitos en Europa, como tantos otros ayer y hoy
también en EE.UU, que a mitad de su cuarto gobierno se proclamó dictador y que
a sus 78 años perdió la prudencia, lo que llevó a que los liberales fueran
satanizados: “En Palacio gritaban a sus subalternos que el católico no puede ser republicano. Sus enemigos contestaron que el que es liberal no puede ser católico.
Desde entonces el estigma satánico de ser liberal y católico se propagó, sirvió
de escudo en los púlpitos y de justificación de asesinatos sin pecado.” (Pardo:
100); los Generales que se turnaban en la presidencia, mientras la mujer de
Saúl Aguirre huía con un comerciante deslumbrada, tal vez como pretexto, por la
revolución de las máquinas industriales, y los dueños del poder se perdonaban
entre sí en un hecho que indignaba a las familias por la traición de sus falsos
héroes: “Saúl […] veía crecer su familia mientras los Generales se turnaban el
ejercicio de la presidencia; … cuando [Saúl] logró salir en astral […] tenía
cinco hijos y su mujer se marchó con un comerciante de telas que pasó por su
taller hablando de la revolución de las máquinas industriales. […] Fue el mismo
año en que el General Mosquera, por el que se jugaron la vida muchos de sus
amigos, regalaba al general Santos Acosta, que [sic] lo depuso y lo desterró,
la espada que lo acompañó en tantas victorias.” (Pardo: 103).
Recogiendo alhajas y
limosnas para hacer la guerra
Desde la conspiración del borracho José Manuel
Marroquín a Manuel Antonio Sanclemente, en quien éste había delegado sus
funciones y la posterior entrega de Panamá por el autor de La perrilla, Marroquín, quien cuando fue vituperado por el hecho,
respondió alcohólico-cacofónico: “¿Y qué más quieren? Me entregaron una
república y yo les entrego dos.” (Wikipedia) (2); la
reconstrucción del pasado, por parte de Carlos Arturo y María Rebeca, para
revivirlo, con base en las sensaciones olfativas de las flores y el agua de
colonia y cuyos olores hacían parte del goce cuando jugaban a no dejarse nunca,
cosa que no se atrevieron a confesar (Pardo: 108); las diferentes batallas de
la Guerra de los Mil Días, como Peralonso, Palonegro (citada en la novela “Palo
Negro”, Pardo: 112), La Rusia, en las que, como cuando se trata de votar, nadie
sabe por quién lo hace y, en este caso, “la mayoría, sin saber la verdad de la
contienda” (Pardo: 112); las torturas, una práctica que no se acaba, llevadas a
cabo por el jefe de policía Aristides Fernández, como gobernador de
Cundinamarca, en el antiguo Panóptico, hoy Museo Nacional, en una especie de
vuelta de tuerca, ya no literaria, para pasar olímpicamente del horror al arte:
“Implantó atroces sistemas de tortura en el Panóptico, aplicados a más de cinco
mil presos políticos durante los tres años de la conflagración.” (Pardo: 114); el
deseo de Marroquín de entregar la zona de Panamá, para la construcción del
canal, a los gringos con el objeto de obtener un soborno para acabar con el
conflicto interno: “Marroquín quería entregar a los norteamericanos la franja
del Istmo de Panamá para construir el canal, a cambio de una compensación
económica que destinaría a financiar los gastos militares necesarios para
sofocar de manera definitiva la rebelión interna.” (Pardo: 115); la historia
del obispo español, hoy beato Ezequiel Moreno, “enemigo y perseguidor de los
liberales”, quien pregonaba que “ser liberal era pecado, que el ejército de
Jesucristo derrotaría a los blasfemos” (Pardo: 116), similar a la del beato Miguel
Ángel Builes, a quien se cita en una novela que no figura en el canon de la
literatura colombiana, teniendo méritos de sobra, Marea de ratas (1960), de Arturo Echeverri: dice el Capitán que en Los Andes o Andes, tierra de Gonzalo Arango en Antioquia, “un jerarca de
santidad reconocida bendecía mi fusil antes de cada acción.” (1994: 216) (3).
La guerra civil como forma
de suicidio colectivo
En fin, desde el llamado a los hombres a la
guerra para luego regresar desechos, mutilados, escindidos, traumatizados,
resentidos y con ánimos de venganza y “otros envueltos en banderas o en
pequeños cofres húmedos” (Pardo: 119) y ahora, en el colmo de la ignominia y el
desprecio por la vida humana, en vulgares bolsas plásticas negras (sobre todo
cuando se trata de guerrilleros o, lo que no es igual, de “guerrilleros muertos
en combate”, por lo general civiles acusados de tales y asesinados extra
judicialmente, lo que se conoce con el eufemismo de falsos positivos, por los cuales aún nadie responde) como si se
tratara de simple basura para botar en La
Escombrera, pasando por la posibilidad de abrir cupos para las mujeres en
la Universidad (“Nada mejor que un país para ellas, reafirmaba [Carlos Arturo]
con la certeza de que las alianzas entre trabajadores y gobierno serían para
asegurar el futuro. La esperanza, siempre la esperanza”, Pardo: 125), hasta la
Guerra contra el Perú que se hizo comprando una flotilla de barcos viejos en
Europa por iniciativa de Alfredo Vásquez Cobo; pidiéndole un préstamo de
500.000 dólares a los gringos por cuenta de Olaya Herrera a cambio de darle
todas las garantías y exenciones de impuestos a la United Fruit Company para su operación en la Zona Bananera, lo que
al filo del tiempo trajo como resultado la Masacre del 6 de diciembre de 1928,
que no sólo ocasionó la pérdida de incalculables vidas humanas sino el futuro
sometimiento del país, el comienzo del fin de Gaitán, la generalización de la
Violencia, la persecución de todo lo que signifique o pueda significar
izquierda o comunismo, así como el saqueo de sus riquezas y de sus recursos; y.
como se dice en la obra de Pardo, recogiendo alhajas entre las esposas de los
ricos y anillos de boda de los políticos “para fundirlas en un solo bloque que
pesó cuatrocientos kilos de oro puro para financiar la guerra.” (Pardo: 132).
De ahí en adelante en la novela, todo es despojo, saqueo, horror, enfermedad y
muerte, una sucesión de guerras internas y conflictos que los distintos
gobiernos sucesivos jamás reconocieron como tales, sabiendo, quizás, que como
dice el abuelo Saúl Aguirre: “Una guerra civil es, de muchas formas, un
suicidio colectivo” (Pardo: 137). Vienen luego, ya para terminar, la
desaparición, primero, de María Rebeca, en medio de sucesivas e imaginarias
muertes —pues no se sabe con certeza de su deceso ni del lugar donde pudo o
puede haber ocurrido, si Colombia o México, sino sólo de su nacimiento en 1900—,
como la ocurrida en el circo. ¿La causa? “Un cuchillo, lanzado por un celoso de
su voluptuosidad, se clavó en su pecho mientras la rueda giraba y el
despreciado impulsaba sus aceros contra la madera. La sangre de La Baronesa […] empapó la arenilla y el
público la aclamó, festejó el número mientras, arrastrada hacia el camerino,
con sus lentejuelas fisuradas, extraían el arma que penetró hasta la empuñadura”
y cuyo lanzador “se entregó a las autoridades y fue condenado a cadena perpetua
y apareció degollado en su celda solitaria.” (Pardo: 141); luego, la del abuelo
Saúl, enfermo de la gripa española, pensando en ascender al Oriente gracias a
la caja que hizo (el ataúd de Russi) “con las manos de la inocencia y la
esperanza del porvenir” (Pardo: 147) y cansado de pensar en la eterna posibilidad
de lograr la paz, no sin antes señalarle a su hijo que ahí en el escaparate
estaban los libros, “lo que verdaderamente debía leer, que El Tiempo y El Espectador eran
de los ricos y lo que decían sus páginas estaba al servicio de sus intereses.”
(Pardo: 146); y, claro, la de Carlos Arturo, quien ya desecho por la ruina
económica y socio-política de un país que aún no aprende de su historia, sus
derrotas ni sus errores, afectado por el extravío existencial y emocional,
delirante entre aguardiente y vodka, oyendo boleros, rancheras, tangos,
sabiendo que un hombre no debe llorar y
que el tango es como La Comedia Humana,
muere de leucemia viendo los restos del retrato despedazado de su heroína en el
inodoro, pero antes exhala el último suspiro “de su brújula del amor para que
ella fuera nube” (Pardo: 241). Al final, supo Matilde, su padre tenía razón:
“todas sus muertes habían muerto. El cielo azul no tenía nubes.” (Pardo: 244).
La desgracia, habitual compañera
de la Historia
Los hechos anteriores ofrecen un panorama
desolador de un país al que terca y tontamente se le sigue designando como el
segundo más feliz de la tierra, uno donde la historia es una de las más trágicas.
“La historia y la felicidad rara vez coinciden”, escribió Nietzsche y esto es
no sólo cierto sino demostrable en La
baronesa del Circo Atayde, novela que recuerda que es la desgracia, más
bien, la habitual compañera de la historia: sin la cual, a propósito, no hay
novela. En su libro En esto creo,
Carlos Fuentes sostiene: “No hay novela sin historia. Pero la novela,
introduciéndonos en la historia, también nos permite buscar el camino fuera de
la historia a fin de ver claramente a la historia y ser, auténticamente,
históricos. Estar inmersos en la historia, perdidos en sus laberintos sin
reconocer las salidas es, simplemente, ser víctimas de la historia.” (Seix
Barral, 2002: 203). Y Pardo nos introduce en la historia del país a través de
dos personajes de sexo opuesto, una rara pareja libertaria con búsquedas
complementarias más que opuestas, para buscar el camino fuera de la historia
oficial y, no pocas veces, en forma paralela pero para desmentirla,
cuestionarla, descomponerla, con el objetivo de que podamos reconocernos en
ella y a nosotros mismos a ver si, por fin, podemos ser no solo auténticamente
históricos sino trascender hacia el encuentro de la identidad, para dejar de
ser víctimas de la historia. Esto es, pasar de ser objetos pasivos a sujetos
activos de la historia, capaces de reconocer salidas colectivas a través de la
construcción de puentes comunes y no basados en el ego, la vanidad, el éxito. Puentes
como los que intenta erigir Carlos Arturo Aguirre desde la Sociedad de
Artesanos, la masonería, el Partido Comunista o María Rebeca Pérez desde su
posición de artista circense, de mujer autónoma e independiente, de madre de la
bailarina Sofía y de Matilde, muerta muy joven, a quienes siempre les inculcó
el amor por el arte y no por el oropel material o la duración engañosa de la
fama, esos 15 minutos de los que habló Andy Warhol pero que hoy son sólo
segundos. No obstante los esfuerzos del autor por presentar un mundo lo menos
desastroso posible, la lectura de La
baronesa del Circo Atayde deja al final el sabor amargo de una experiencia
literaria, aun así generosa: amargo, obvio, no por esta, la experiencia
literaria, sino por los desajustes, los desequilibrios, las mentiras que hacen
parte del mapa cotidiano socio-político de un país dependiente de una potencia
que no requiere nombrarse por evidente y menos cuando se sepa que tiene diez
bases militares en suelo colombiano y que, además, es el promulgador oficial-clandestino
del pretexto original que impulsa a los paramilitares en el país: destruir a
los simpatizantes del comunismo. En la historia que a partir de un robo Saúl
Aguirre relató a su hijo Carlos Arturo, no sólo hablaba de su participación en
las guerras, en las muchas guerras civiles que Colombia tuvo en apenas el siglo
XIX (se habla de nueve) sino que, mediante caricaturizaciones, “demostraba cómo
se atornillaba y desatornillaba el poder desde la traición y cómo la política
en Colombia era el resultado no solo de las armas sino de las argucias” (Pardo:
20). Un balance somero, a vuelo de pájaro(s), deja las siguientes nueve guerras
civiles: 1. Guerra Civil Centralistas vs. Federalistas (1812-15); 2. Guerra de
los Supremos (1839-41); 3. Guerra Civil 1851; 4. 1854; 5. 1860-62; 6. 1876-77;
7. 1884-85; 8. 1895; 9. Guerra de los Tres Años o de los Mil Días (1899-1902).
Balance tan espeluznante como problemático, siempre invisibilizado por los
gobiernos como quien intenta tranquilizar a la población o llama a la Ley del
Silencio.
En tal sentido, el escritor Mílan Kúndera (así
se pronuncia) recuerda que la novela es una perpetua re-definición del ser
humano como problema. Al respecto Carlos Fuentes anota: “Todo ello implica que
la novela se formule a sí misma como incesante conflicto de lo que aún no se ha
revelado, recuerdo de cuanto ha sido olvidado, voz del silencio y alas para el
deseo de cuanto ha sido rebajado por la injusticia, la indiferencia, el
prejuicio, la ignorancia, el odio o el miedo.” (2002: 205). Y esto parece
tenerlo muy en cuenta Pardo en La
baronesa del Circo Atayde. Su novela revela muchas nuevas cosas sobre el
conflicto incesante que ha sumido a Colombia durante casi todo el periodo
republicano, con algunos baches de paz; recuerda otras tantas que han sido
olvidadas, que el Establecimiento mismo pretende olvidarlas, como quien busca
hacer pasar un vendaval por una ventisca. Su novela es también voz del silencio
que grita sordamente reconociendo los errores de un pasado cuyas cabezas del
terror y de la corrupción se reproducen como las de la hidra. Y alas para el
deseo de todo aquello rebajado por la injusticia, la desidia, la intolerancia,
en fin, de todo aquello a lo que no presta atención el oído (anagrama de odio) a
quien desde su orilla de la marginalidad grita ¡oídme! (anagrama de miedo),
siendo apenas víctima del odio y sin haber sido escuchado: al que apenas se le
deja hablar para estigmatizarlo, para condenarlo o para matarlo.
“La memoria es el único
tribunal incorruptible”
Por todo esto, en conclusión, duele y es amargo
el sabor que dejan las 47 historias que cuenta La baronesa del Circo Atayde, así sea al calor de una cerveza, un
aguardiente, un vino, un brandy o un vodka, mientras suenan esta vez ritmos
populares, mucho más que en El pianista
que llegó de Hamburgo que se inclina hacia el clasicismo romántico de
Brahms, Beethoven y compañía, como el bolero, la ranchera, el tango y uno que
otro exponente de la llamada música clásica, como Tchaikovski por ejemplo, para
detrás de toda esa conjunción sonora mostrar las pasiones altas y bajas de un
pueblo que si quiere transformarse debe verse a sí mismo y al resto del mundo
como proyecto inacabado, seres humanos permanentemente incompletos y voces que
no se sientan, nunca, diciendo la última palabra. Si quiere transformarse debe
articular sin descanso una tradición y promover la posibilidad de ser hombres y
mujeres que no sólo están en la historia sino que hacen la historia, su propia
historia. Un mundo en vertiginoso cambio propone redefinirse de forma
permanente como seres problemáticos, no sin conflictos sino resueltos a
interpretarlos y luego a resolverlos o, por lo menos, a intentarlo, pero nunca
como portadores de verdades reveladas, de respuestas dogmáticas o de asuntos
finiquitados, de realidades concluidas. Lo que se evidencia en La baronesa del Circo Atayde a través de
una estructura literaria construida minuciosamente, con un rigor que anima a
leer y cómo no a escribir, sin pensar en la novela como guion de cine, y con
una desbordante imaginación y una concentrada memoria, como quien recuerda al
Giardinelli de Santo oficio de la memoria,
quien a través no de un hombre sino de una mujer, la abuela Sebastiana, lega a
la historia una frase capital: “La memoria es el único tribunal incorruptible”
(Seix Barral, 2000: 380): llamado a la responsabilidad histórica y tácito
desacato a los desafueros del Poder, a la extralimitación de quienes se creen Mesías, a la perversión de los que sin
decirlo quieren un paisaje de sólo oprimidos. Esto se puede inferir de la
propia experiencia vital y artística de Carlos Arturo y de María Rebeca,
personajes representados más desde lo vital, la vista (observar), el gusto y el
olfato (sabores y aromas), el tacto (contacto con la piel, lo más profundo),
que desde una óptica psicológica (introspección, monólogo interior o torrente
de conciencia), seres humanos que proponen la posibilidad de una imaginación
verbal como realidad no menos real que la historia misma, que anuncian desde la
escritura del texto un mundo nuevo, inevitable e inminente que se opone a otro
caduco, pervertido, desvirtuado, como quienes saben, por vía del autor, que
después de la terrible guerra dogmática, inoculada en el pueblo por vía del
imperialismo europeo, inglés y español, y del gringo, la historia se ha
convertido en una posibilidad, nunca más en una certeza. Ambos creían conocer
el mundo, ambos deben, antes de que empiecen a ver las flores desde la raíz,
imaginarlo ahora para el lector, en un gesto de generosidad compartida con el
autor.
Una voz, ya no sorda, que
se levanta
Hombres y mujeres, los de Pardo en su novela,
que lejos de los reflectores de la farándula, las charreteras de la autoridad,
las marionetas del Poder, en fin, las maquinarias de la burocracia, son los que
han ayudado, desde el anonimato, a construir un país menos desigual, más justo
“tantito así” (Che decía que no cabría confiar en los gringos “ni tantito así”),
menos dependiente y ojalá más democrático. De vez en cuando viene bien contar
la historia desde los derrotados, ofendidos y humillados, no para satisfacer a
la galería, sino con un fin harto más noble y un compromiso tanto menos
obligatorio: hacer de la novela el derecho de criticar al mundo pero antes
mostrando capacidad para criticarse a sí misma. Sólo así se revela la labor del
artista y, ante todo, del arte, tanto como la dimensión social y, por qué no,
socializante de una obra. Socializante, involuntaria, eso sí, sin obedecer a
intenciones, nada más produciendo resultados y tan cercana a la emoción antes
que a la coherencia que es lo que de forma natural pretende el arte. O, mejor
dicho, es el arte: emoción antes que coherencia. Al cabo, obedece más a los
abismos y demonios del artista que a su lógica o a su razón: estas, las que dan
orden y sentido, para el lector, a un discurso de por sí confuso, caótico,
indescifrable pero que, paradójicamente, con sólo mostrar una aldea puede
ofrecernos un mundo quizás no agradable, más bien amargo, en todo caso más
humano. Un mundo en el que la voz del silencio, ya no sorda, se levanta cada
vez más fuerte…
Bogotá, 4 de septiembre de 2015
NOTAS:
3. Echeverri Mejía, Arturo. Marea de ratas, Editorial Universidad de Antioquia, 1994, 314 pp.:
216.
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