Jorge Eliécer Pardo con un grupo de jóvenes investigadores en literatura de la Universidad del Tolima
Conferencia pronunciada en la Universidad del Tolima y en el Encuentro de escritores en Saagún
Para empezar, ustedes y yo tenemos la suerte de estar vivos. En un país donde morirse de viejos es un privilegio, otro milagro para compartir hoy aquí es haber sobrevivido. Basta con mirar despacio la historia de Colombia para darnos cuenta de que este estigma viene desde los tiempos arrasadores de La Conquista. Desde entonces los que sobrevivimos aprendemos a estar en el hilo de la muerte. Porque como reza el dicho popular, para morirnos sólo necesitamos estar vivos y, podríamos agregar, que para morir más fácil, sólo necesitamos nacer en Colombia. Triste pero dolorosamente real. Hace años, un eminente intelectual de nuestro país dijo que el colombiano es: biológicamente débil, fácilmente fatigable, más emprendedor que resistente, más alborotado que interesado en el conocimiento, más intuitivo y fantástico que inteligente, salta de una vez a las cumbres, más emotivo que pasional, más vanidoso que generoso, inconstante, imprudente, improvisador e iluso, adicto al licor. Estigmatizados como brutos y atrasados. Y Borges manifestó que ser colombiano es un acto de fe. Y otros han dicho que somos biológicamente crueles y violentos. Que provenimos de razas indígenas beligerantes y asesinas, que estamos preparados para matar. Yo no lo creo porque si somos todo eso es porque tenemos en nosotros una cultura heredada de quienes han formado y manejado el país. La religión nos sembró el temor con la cruz y la espada mientras el español nos espoleó con sus armas de fuego. Los pijaos, indígenas del Tolima, por ejemplo, al mando del cacique Calarcá, prefirieron exterminarse antes que entregarse al invasor. Así muchas historias que a veces se convierten en leyendas. Los letrados o alfabetos encabezaron las guerras de independencia y en las guerras civiles, los señores feudales formaban sus propios ejércitos con peones y jornaleros de sus haciendas para tomarse el poder local o nacional. En medio de las contiendas, los colombianos del siglo XIX se formaban en las filas del patrón y afilaban el machete para defender lo que no les pertenecía. Porque los colonizadores tumbaron monte con sus hacheros para dar progreso al país apropiándose de las tierras mientras la iglesia hacía lo mismo con los ejidos y los que después llamarían bienes de manos muertas. Así se forma la clase que luego propiciará las guerras y formará a sus peones soldados, peones combatientes en el odio esgrimiendo la militancia en partidos políticos que los libertadores incentivaron pero que después los propietarios normatizaron y establecieron para organizar mejor el poder desde la fachada de la democracia. Y todavía se oyen historias, muchos de nosotros alcanzamos a vivirlas, donde más de 300.000 colombianos se dieron machete y plomo en la violencia de los años 50s. Y crece la audiencia de los dolientes medio siglo después cuando se moderniza la técnica de la muerte en los países desarrollados y nuestros gobernantes se equipan para ejercer con mayor propiedad y menos riesgo de ser derrotados. Y el indefenso hombre ve cómo la muerte campea y la memoria se borra porque morir es tan común como vivir. La cultura de la guerra como la del dinero fácil nos ha hecho como somos. Y el juicio de la historia que tantas sociedades más civilizados le hacen a los asesinos instructores de la muerte, en Colombia no llega. Me duele saber que personajes de la historia más reciente del país, tienen voz y voto y veto cuando en sus pesadillos los centenares de muertos evitables pasan por sus noches negras mientras en los días se pasean por los salones de la cultura hablando de humanismo y poesía. Irrespeto no sólo con la memoria histórica sino con la vida y con los dolientes, que somos todos los que aún nos queda por lo menos vergüenza. Ojalá llegue un día en el que nuevas generaciones de colombianos, sin venganzas ni rencores (como los tenemos ahora) propicien el juicio de responsabilidades a esos hacedores de la violencia. No para condenarlos a prisión sino al olvido, al silencio y al desprecio. Por eso, hablar de la vida nos saca de muy adentro las ganas de dar ese grito que seguramente nos lo ahogarán con los métodos que persuasiva o directamente ejercen los que hacen parte del ejercicio de la muerte. El hombre podrá ser derrotado pero jamás vencido en su esencia. Hay algo que alimenta la esperanza, que aviva el sentimiento de saber que estando vivos podemos disfrutar lo poco que nos dejan. Es el arte y el humanismo, las utopías que nos quedan. Los sueños que no pueden borrarnos como los otros que tuvieron nuestros padres y abuelos. Sabemos que la educación y el trabajo, la dignidad y el respeto están perdidos por ahora, pero hay un refugio, que representa la vida, la paz, la convivencia. Creo en eso para los que vendrán y creo que la mejor forma de ganarnos la hilacha de vida que nos permiten, es contando a los otros sobrevivientes lo que nos avergüenza y no queremos que se repita. Y por qué no creer en el amor? Y por qué no en la inutilidad del arte para combatir la muerte pero sí para soportar la vida? Los educadores, los artistas tenemos la obligación de aprender a sobrevivir con el arte y el humanismo. Con el arte de la naturaleza (que también nos arrebatan), no sólo con el arte que compramos sino con el arte que hacemos y que vemos a diario si aprendemos a mirar. No creo en la guerra y sí en que la muerte es una mentira cuando hemos vivido bien. Y vivir bien es compartir ese trozo de existencia con ese relativo amor que no nos han enseñado pero que nos lo apropiamos como el aire, todavía.
Necesito la vida, y la de ustedes para poder llorar no de dolor sino de alegría abrazando a los que amamos y creyendo que a pesar de los 500 años o más de dolor, el hombre (y debemos contarnos) es el ave fénix desde el pequeño mundo de cada uno que podrá. más allá del tiempo, formar el vuelo de la libertad.
Jorge Eliécer Pardo
jorgeeliecerpardoescritor@gmail.com
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