El puzzle de la historia
O el aroma a trópico de Jorge Eliécer Pardo
Berta Lucía Estrada Estrada[1]
Nunca he creído que América Latina en general, y Colombia en particular, haya estado por fuera de los dos grandes conflictos bélicos del siglo XX, como tampoco estuvo por fuera de la Gran Depresión de Estados Unidos. Esta última fue una sombra siniestra sobre mi familia. Mi madre, que había nacido en 1924, tuvo a la edad de tres años una ostiomelitis que la postró en cama durante cuatro largos años. Mi abuelo, al igual que la mayoría de la gente de su época, era agricultor y ganadero, así que para poder hacer frente a su enfermedad perdió lo que tenía. A partir de 1929-1930 vendía las vacas a $5 y encimaba el ternero. Nunca más pudo recuperarse del todo. La Gran Depresión dejó una huella indeleble en la economía familiar.
En cuanto a la Segunda Guerra Mundial habría que recordar que muchos alemanes se exiliaron en varias ciudades de Colombia, Manizales entre ellas. Así que yo crecí con hijos de alemanes que habían participado en esa pesadilla o que habían huído del conflicto bélico o de la posguerra. Incluso mi hijo es nieto de uno de los jóvenes que tuvieron que enlistarse en las filas de Hitler sin entender muy bien por qué debían tomar las armas y su tío abuelo pereció en los campos de batalla sin haber conocido al vástago que estaba por llegar al mundo, a un nuevo mundo que será recordado siempre como el del exterminio judío. El que comenzó con La noche de los Cristales Rotos:
La persecución se acrecentó cuando un joven judío polaco —Herschel Grynzapan— de diecisiete años, llegó a la embajada alemana en París y pidió hablar con el embajador. En su lugar lo recibió Ernest von Rath, tercer secretario. El muchacho buscaba vengar a su padre —uno de los dieciocho mil judíos alemanes deportados a Polonia días antes— y asesinó al diplomático. El hecho enervó a Hitler: ciento diecinueve sinagogas fueron incendiadas, setenta y seis destruidas, siete mil quinientos negocios de judíos saqueados, veinte judíos detenidos y treinta y seis fusilados. En La Noche de los Cristales Rotos —como se conoció la venganza— el valor de los vidrios destrozados se calculó en cinco millones de marcos. (El pianista que llegó de Hamburgo, Cangrejo Editores, pág. 22)
Pero también fueron quemadas las barbas y trenzas de los judíos ortodoxos. Una forma de borrar su existencia, su cultura, sus creencias religiosas. Una forma de sembrar la humillación, el desamparo y el miedo que habría de reinar en Europa en los siguientes siete años. Al leer este episodio de Jorge Eliécer Pardo pensé inevitablemente en Charlotte de David Foenkinos, Premio Renaudot y Premio Goncourt de Lycéens 2014.
La Noche de los Cristales
El desenfreno es total.
Es así como tiene lugar la Noche de los Cristales.
Del 9 al 10 de noviembre de 1938.
Los cementerios son profanados.
Los bienes (de los judíos) son reducidos a la nada.
Miles de (sus) almacenes desvalijados.
Se obliga a muchos a cantar delante de las sinagogas a las que se ha prendido fuego.
A algunos les queman sus barbas.
A otros, rehenes en sus propios teatros, los golpean hasta matarlos.
Los cadáveres semejan basura.
Miles de hombres son internados en los campos
Miles.
Uno de ellos es el padre de Charlotte.
(Charlotte, de David Foenkinos, pág. 117, Edit. Gallimard, 2014. Traducción libre de la autora del artículo).
Y por supuesto están los campos de concentración:
Los amigos de la familia decidieron quedarse, sus propiedades y dinero estaban perdidos y en sus brazos —por obligación— lucían la estrella de David para ser identificados por los alemanes puros. El exterminio se agrandó después de los dos atentados al Führer y muchos fueron presos en guetos, con muros rematados por alambradas de púas. Se morían lentamente, hacinados —trece personas por habitación— entre el hedor insoportable de sus propias heces mientras aguardaban el turno de ser conducidos a las duchas. (Pardo, Idem, pág.23)
Los campos de la ignominia, los campos de exterminio, los que nos hacen mirarnos al espejo no sólo como la especie que ha creado la cúpula de Brunelleschi, sino que hemos abierto las puertas del infierno de Rodin y de Camille Claudel, aunque antes hubiésemos contemplado desde lejos las del paraíso de Ghiberti. Por lo que inevitablemente pienso en Primo Levi, en Jorge Semprún, en Herta Müller, en Katja Kettu, en Katya Petrowskaja o en Clara Schoenborn, y la lista podría continuar.
Jorge Semprun nos lo relata así:
Es el silencio del bosque el que tanto os extraña. … No, no es el silencio… no habían oído el silencio…
Se acabaron los pájaros… El humo del crematorio los ha ahuyentado… nunca hay pájaros en este bosque…
Escuchan, atentos, tratando de comprender.
—¡El olor a carne quemada, eso es !
Se sobresaltan, se miran unos a otros. Con un malestar casi palpable. Una especie de hipido, de naúsea.
(La escritura o la vida. Jorge Semprún. Fábula, Tusquets Editores. 6a edición. 2013. Pág. 17).
Y es que nadie que no haya estado en un campo de extermino nazi puede imaginar siquiera el olor del que habla Semprún. El olor de los hornos crematorios es el olor que había hecho huir a los pájaros. Semprún hace del olor una especie de hilo conductor de su obra. Habla de los olores en las barracas, el olor de los prisioneros, habla de su propio olor, pegado a él como la muerte misma con la que se cruzó durante dos largos años de cautiverio en el infierno de Buchenwald.
Clara Schoenborn |
Este infierno de olor a carne humana quemada aparece en Los oficios en clave de Atenea, de la colombiana de origen judío-alemán, Clara Schoenborn (Premio Nacional de Poesía, Ediciones Embalaje, Museo Rayo, 2011), ese olor y esa pesadilla emergen en versos dispersos en diferentes poemas, lo que me ha permitido recrear un nuevo poema:
Tanto puño contenido
en tu cementerio de embriones (Poema Revolucionaria)
Sólo yo conozco
esa antigua fundición de cadáveres (Poema Guerrera)
Es mi arco un prisionero
obligado a ser verdugo
a esparcir su metalurgia
entre golpes de muerte (Poema Cazadora)
En los jugos de esta muerte voy a revivir (Poema Amante)
Para exorcizar en ellos (ellas)
mi propia muerte (Poema Guerrera)
y por ello se hace más denso
el silencio del mundo (Poema Cazadora)
(Los oficios en clave de Atenea. Clara Schoenborn. Apidama Ediciones. Bogotá, 2013).
Aún Clara Schoenborn sin haber sido testigo directo de los campos de exterminio, intuyó que el canto de los pájaros había desaparecido del paisaje fracturado por los hornos crematorios. Como si ese olor nauseabundo tuviese su propia memoria y navegara en el tiempo y de generación en generación.
Y Jorge Semprún, al recordar el paso de la muerte por el campo de concentración, nos dice:
Jorge Semprún |
Desde hace dos años, yo vivía sin rostro. No hay espejos en Buchenwald. (Jorge Semprún, op. cit. pág. 15).
Y más adelante:
Dos años de eternidad glacial, de intolerable muerte me separaban de mí mismo.¿Volvería a mí algún día ? ¿A la inocencia, cualquiera que fuera el afán de vivir, de la presencia tranasparente a uno mismo ? ¿Sería para siempre jamás ese otro ser que había atravesado la muerte, que se había alimentado de ella, que se había deshecho en ella, evaporado, perdido ? (Idem, pág. 121)
Este párrafo me hace pensar en una frase de Herta Müller que leí hace algunos meses:
De qué vas a avergonzarte cuando careces de cuerpo (Todo lo que tengo lo llevo conmigo. ePUB, pág 370).
Una frase que busca desentrañar los infiernos personales de los prisioneros de los campos de concentración y como sus victimarios trataron de borrar, de aniquilar sus vidas. En este caso se trata del drama del poeta Oskar Pastior y de otros prisioneros a los que Herta Müller entrevistó y que le contaron la vida dentro del campo de trabajo forzado, esta vez bajo la ordenes de los rusos.
A esa gran insania, la de los campos de contración y exterminio nazi, hay que sumarle otra de la que raramente se habla: Los Niños de Lebensborn (Fuente de vida) al que hace alusión Jorge Eliécer Pardo con su libro El pianista que llegó de Hamburgo:
... mi hija Laura, se diluye en la neblina espesa. Se la llevan unos hombres indefinidos, con uniformes de casacas y gabanes grises que, entre el claroscuro, dan la espalda. Detrás de la cortina densa están los niños de Lebensborn, en el castillo donde crecen los hijos de Hitler, los pequeños engendrados por soldados nazis, rubios, de ojos azules y de más de un metro con setenta de estatura. Laura camina hacia el bosque, voltea la cabeza y me mira, como suplicando el rescate, en este solsticio de invierno. Como miles de niños de Polonia, Checoslovaquia y Francia, es secuestrada para que forme parte de la guardia pretoriana del Führer. No soy un músico de Hamburgo sino un oficial al que le entregan varias alemanas para que preñe y devuelva al Reich cuatro hijos de los cuatrocientos mil hombres y mujeres que gobernarán el mundo … Himmler firma los papeles que le trajeron: L343-38, el número que le asignan para el futuro. Los experimentos dan sus resultados y los padres no volveremos a ver a los pequeños de Lebensborn. Entregan a mi niña el anillo con la calavera como símbolo y lealtad al Führer: obediencia, fraternidad y camaradería. La cabeza de la muerte que recordará a Laura que se halla lista para sacrificar su existencia en cualquier momento, por el bien de la raza germánica. La insignia la sacan del santuario secreto, del castillo de Himmler, en Wewelsburg, herencia de uno de los oficiales de la vieja guardia, muerto en combate. Los ojos celestes de ella se desvanecen entre mis lágrimas. (Idem, pág. 131-132)
Un drama poco conocido, al menos yo sólo vine a saber de él gracias a Nancy Huston y su libro Marcas de Nacimiento, Premio Fémina 2006. Entre 1940 y 1945 los nazis llevaron a cabo un vasto programa de germanización o arianización. Hasta aquí es algo sabido por todos nosotros, lo que yo ignoraba es que bajo las órdenes directas de Heinrich Himmler más de doscientos mil niños de todas las edades fueron literalmente secuestrados en sus países de origen: Polonia, Ucrania y los Países Bálticos, con el fin de suplir las pérdidas humanas de la guerra. Los niños más pequeños eran llevados a unos centros considerados granjas de cría y de allí pasaban a vivir con familias alemanas que los criaban como si fuesen propios. Los niños que habían iniciado la etapa escolar eran conducidos directamente a centros especiales donde se les educaba bajo los preceptos arios. Una vez terminada la guerra se crea la unrra (United Nations Relief and Rehabilitation Administration), cuyo objetivo principal era buscar a los niños raptados por los nazis. Solamente cuarentamil lograron ser restituidos a sus familias de origen.
Algo similar ocurrió en Polonia, donde dos mil quinientos niños del ghetto de Varsovia fueron literalmente separados de sus familias y posteriormente dados en adopción a familias católicas polacas. La gran diferencia es que los niños no fueron robados a sus familias, sino que éstas consintieron en entregarlos voluntariamente. Los progenitores estaban conscientes de que era la única forma de preservarles la vida. Detrás de tamaña empresa estaba una trabajadora social, Irena Sendler (Polonia, 1910-2008).
Desafortunadamente este programa de desaparición forzada no fue el único que se dio en Europa. Me refiero al caso de los niños desaparecidos en los años que siguieron a la Guerra Civil Española. Durante los años de 1939 a 1949, miles de niños, hijos de padres y madres republicanos, fueron dados en adopción a familias con nexos falangistas, o bien internados en hospicios públicos. Muchos de ellos no solamente nunca regresaron con sus familias biológicas, sino que aún hoy en día no saben la verdad sobre sus orígenes. Durante la época franquista se consideraba a los republicanos como una especie diferente y cruel por naturaleza.
Y en esta idea del mal republicano quien llevaba la peor parte era la mujer. Se hablaba incluso de la crueldad femenina, que era acentuada si la mujer participaba en política. La idea de darlos en adopción a familias adeptas al régimen de Franco era poder educarlos bajo los preceptos falangistas; al mismo tiempo que borraban toda huella que pudiese llevar a la identificación del niño robado. Este delito no prescribe, así Franco haya muerto, y se le considera crimen de lesa humanidad. España, en su recuperación de la memoria histórica, ha emprendido una tarea ardua, difícil y encomiable, en pro de los derechos humanos; aunque no hay que olvidar las múltiples trabas que han puesto los bandos de los dos extremos para que la verdad no salga a la luz. En la época de la dictadura franquista había una copla que decía más o menos así: Se me ha perdido un niño en el fondo del jardín/ he encontrado un niño en el fondo del jardín.
Este programa perverso inevitablemente me hace pensar en los niños robados por la dictadura argentina, con el cruel objetivo de darlos en adopción a las familias de los victimarios de sus propios padres; es decir, los hijos de los detenidos-desaparecidos. Las Madres de la Plaza de Mayo han logrado encontrar a algunos de ellos, pero aún quedan otros muchos en manos de las familias victimarias o familias con nexos cercanos a la dictadura. La Asociación de las Madres de la Plaza de Mayo (abuelas de los niños en cuestión), estima que alrededor de quinientos niños habrían sido robados a sus padres legítimos y dados en adopción. Hasta el momento han sido recuperados alrededor de ciento nueve niños, en un programa sin precedentes por el restablecimiento de la verdad, la búsqueda de la identidad y de la reconstrucción histórica; pero sobre todo en un arduo trabajo de reivindicación y respeto a los Derechos Humanos.
Y en Chile están los niños robados a sus madres durante dos décadas, las de los 70 y 80 del siglo pasado, durante la férula que significó la dictadura de Pinochet. Con el agravante que apenas se comienza a develar este oscuro episodio histórico. Como en el caso español se desconoce cuantos niños pudieron haber sido víctimas de adopciones ilegales, no se sabe si fueron cientos o miles. Uno de los principales culpables de este delito atroz es el sacerdote católico Gerardo Joannon, de la Consagración de los Sagrados Corazones. Por supuesto que él no actuó solo, lo hizo en connivencia con hospitales, enfermeras, trabajadoras sociales; es decir apoyado y protegido por el Estado. Aún sigue sin ser juzgado.
Por otra parte, Colombia no fue ajena a los campos de concentración. Recuérdese que durante dos largos años decidió internar a las colonias japonesa, italiana y a la alemana; y aunque aprentemente el trato fue bueno la realidad es que estaban encerrados como criminales. Esto sin contar que se les prohibió toda posibilidad de trabajo digno y por ende la posibilidad de mejorar su economía familiar y grupal. Este episodio histórico fue llevado al cine por Carlos Palau, una pequeña joya del cine colombiano, tal vez la única, así algunos digan que esta película pudo haber sido mejor, que le faltó dramatismo, que la fotografía le roba protagonismo a los actores que son demasiado estáticos, me refiero a Sueño en el Paraíso (2007). Cinta que me hizo pensar en Akira Kurosawa, no en vano Palau vivió varios años en Japón y es un gran admirador de la cultura nipona. También recordé el libro Cuando el emperador era un dios (2002) de Julie Otsuka (Premio Fémina Extranjero 2012, con la obra Algunas no habían visto nunca el mar), el cual narra la vida en el campo de concentración que Estados Unidos construyó para mantener prisionera a la colonia japonesa en la Segunda Guerra Mundial. Es de anotar que la gran mayoría de hombres y mujeres llevaban años trabajando en dicho país y que sus hijos habían nacido en suelo estadounidense; ellos también tuvieron que vivir durante dos largos años en los campos de la ignominia. Al salir lo habían perdido todo.
Hendrik buscó al señor Massi. Le dijo que si la bella y delgada Magdalena era su hija, fuera a presentarse porque lo estaban buscando para recluirlo en uno de los campos de concentración que organizó el estado colombiano para los amigos de Hitler y Mussolini. Explicó, sin importarle, que salió de Hamburgo huyendo de la guerra y que no era más que un ex patriado que pretendía esconderse del exterminio. No dijo más, tenía dignidad y el silencio de la música. (Idem, pág. 87)
Terminada la guerra, Colombia tuvo una política antisemita al cerrarle la puerta a cientos de judíos que clamaban por un país que los recibiera después de conocerse la barbarie de los campos de concentración y de exterminio nazi. Algunos pudieron llegar a Barranquilla y migrar luego a diferentes regiones donde formaron familias; la mayoría de ellos con colombianas ajenas al odio que la sociedad occidental había alimentado en contra de su pueblo.
Luis López de Mesa … escribió en una circular que el gobierno consideraba a los cinco mil judíos establecidos un porcentaje insuperable. Pedía a los cónsules que pusieran las trabas posibles al visado de nuevos pasaportes para impedir el ingreso de judíos, rumanos, polacos, checos, búlgaros, rusos, italianos. Afirmaba además, que estos personajes llegaban a los puertos en tal grado de miseria que carecían de los centavos necesarios para el pago del timbre nacional y del transporte al lugar de destino, aumentando el número de desocupados que se dedicaban a negocios ilícitos o de ilícita operación. Hacía énfasis en que los judíos que abandonaban Alemania perdían su identidad, adquirían la condición de apátridas y que para dejar de serlo solicitaban la nacionalidad y que Colombia no estaba en condiciones de aceptarlos. Cuando la Unión Panamericana exigió la entrada de refugiados, López de Mesa dijo que sí lo harían si se trataba de inmigrantes de buena índole racial y moral, porque los judíos tenían una orientación parasitaria de la vida. (Idem, pág. 27)
Muchos de esos alemanes, japoneses o judíos, que creían haber escapado de las garras del delirio, fueron atrapados más tarde por la vesania que significó La Guerra Civil Colombiana, más conocida como la época de la violencia, que se desató después del fatídico 9 de abril de 1948 cuando asesinaron a Jorge Eliécer Gaitán. La pugna fratricida por el poder, que enfrentó a liberales y conservadores, sembraría las semillas de la violencia que hemos vivido en los últimos sesenta años. Aunque sería más honesto decir que han vivido las comunidades campesinas, negras e indígenas; sin olvidar a las clases populares que habitan en los cinturones de miseria o en los barrios más desfavorecidos de las principales ciudades colombianas. Los ciudadanos de las clases media y alta hemos sido más bien espectadores de un conflicto que nos negamos a reconocer; y los que han sabido de su existencia es porque de una u otra forma han sido copartícipes de este inmenso río de sangre que no ha dejado de correr. Me refiero a los ganaderos y terranientes; sin olvidar a muchos empresarios. El eterno y nunca solucionado problema de la tenencia de tierras en Colombia. Una gran cicatriz que no hemos podido cerrar del todo. Cada vez que lo intentamos la herida se hace más y más grande.
Pues bien, es este eterno conflicto humano, el de la guerra, el tema central de la obra de Jorge Eliécer Pardo. Es la columna vertebral de sus dos últimas obras, El pianista que llegó de Hamburgo y La Baronesa del Circo Atayde, que hacen parte, a su vez, de la saga El Quinteto de la frágil memoria. Una obra monumental en la que ha estado inmerso en los últimos veinticinco años, pero que en realidad abarca toda su existencia.
Por lo general los lectores no avezados suelen ignorar que una obra literaria no se gesta de un día para otro. Podría decirse que se gesta desde antes incluso del nacimiento del escritor. Lo digo porque hay multiples causas y eventos de toda índole que influyen en la creación literaria; ésto también es válido para la creación artística. Y en una novela histórica este ingrediente es una verdad de a puño.
Suelo decir que los escritores nos alimentamos de todo lo que vemos en la calle, de todo lo que escuchamos, de las experiencias de los otros, de las lecturas que hacemos; entre muchos otros ingredientes que nos nutren a todo lo largo de nuestra existencia y que van tomando forma a medida que emprendemos el oficio de escribir.
Y si alguien sabe de lo que hablo es precisamente Jorge Eliécer Pardo. Su obra desentraña más de cien años de la historia reciente de Europa y de Colombia. Es un viaje en el que el pasado se hace contemporáneo del lector. Una soberbia lección de historia. Sobre todo en un país donde la hemos vilipendiado y convertido en el trapo con el que limpiamos la basura que no queremos que vean los vecinos.
Y es que los colombianos nos hemos puesto una venda en los ojos para no vernos en el espejo y tener que enfrentar nuestros propios fantasmas, nuestros propios demonios; esos que nos despiertan todos los días con un nuevo atentado, un nuevo asesinato, una nueva masacre. Porque hasta las palabras las hemos ido disfrazando, para que pierdan peso y valor, para que no sean nominativas, para que no nombren, para que oculten en vez de mostrar. Es el caso de la palabra masacre. ¿Cuántas han habido en Colombia en los ultimos cincuenta años? En realidad es un genocidio, pero le tememos a esa palabra; no le tememos a otra de grueso calibre, pero decir genocidio, es algo que debe callarse a como dé lugar. —¡Eso no ocurre en nuestro país ! ¡Si aquí ni siquiera hay un enfrentamiento armado!, diría el expresidente Álvaro Uribe Vélez. Y con respecto a los cerca de siete millones de desplazados, su fiel seguidor, José Obdulio Gaviria, el mismo que se considera a sí mismo filósofo y sociólogo, los llama: Migrantes.
Jorge Eliécer Pardo. © foto de Luz Estella Millán. Agosto 2015 |
El lenguaje:
El manejo del castellano de la parte de Jorge Eliécer Pardo es de una gran riqueza en todos los sentidos, gramatical, verbal, sintáctico. Si se habla de una fuerza descomunal en los libros de Pardo, es, precisamente, el lenguaje.
Diría que leer su obra es emprender una aventura a través del idioma; como si cada palabra, cada imagen, cada frase, fuese una nave que nos transporta al pasado, a mundos conocidos o imaginados, existentes o inexistentes, tangibles e intangibles. Pocas veces puede leerse una obra literaria con un manejo tan brillante de la lengua castellana; al menos de la lengua que hablamos en Colombia.
Es un manejo del lenguaje como pocas veces se encuentra en la literatura.
Impecable, limpio, rico en metáforas que nos hacen volar y caer en picada, sumergirnos en aguas turbulentas y en lagos sin olas, nos hace pisar el rocío del amanecer y viajar en el ojo del huracán.
Avasallador por decir lo menos. Es como cabalgar en un caballo desbocado que corre por la cresta de la cordillera vadeando abismos ocultos por la bruma. Otras veces es plácido como las aguas de un lago en tiempos de verano.
Y si digo ésto es porque en la utilización de la lengua están ímplicitas múltiples características alusivas al pueblo que la habla, a su idiosincracia, a su historia, a su trayectoria sociológica y cultural. Con ésto no quiero decir que la obra de Jorge Eliécer Pardo no sea universal. Si bien parte de acontecimientos locales, éstos rápidamente se transforman en universales; por lo que todos los lectores, sin importar su lengua ni cultura, pueden reconocerse a sí mismos. Su obra se convierte en una metáfora fácilmente reconocida por el lector, sin importar la situación geográfica ni la cultura a la que pertenezca.
Debajo de los cobertores Hendrik Pfalzgraf encontraba la oscuridad de su sótano en Hamburgo. El ruido del aire que entraba por los resquicios y, el insistente golpeteo de la ventana contra su marco, lo conducían al moderato del Concierto No 1 de Brahms. Tenía entre su maletín burdo las viejas partituras que conocía de memoria y que desplegaba sobre los atriles como una manera de sentirse acompañado. Pasaba las páginas en su mente buscando los mejores movimientos o escuchando, muy adentro de su laberinto, todo el concierto. (Idem, pág. 101)
Lo que me lleva a recordar a Ernesto Sabato con una hermosa frase que Bruno le dice a Martín, si mal no recuerdo es así: —No hay nada más universal que una pareja besándose en un parque. A lo que yo agregaría: —No hay nada más universal que las guerras, o el amor, o la soledad, o el delirio, o el exilio, o la evocación, o la migración. No hay nada más universal que la saudade de la que hablan los portugueses y que se respira en cada página de El Pianista que llegó de Hamburgo y en La Baronesa del Circo Atayde, los libros que hacen parte de la saga El quinteto de la frágil memoria.
La música:
Para nadie es un secreto que el lenguaje poético es música. Y música es lo que suena en cada párrafo, en cada página de la saga de Jorge Eliécer Pardo.
Hendrik Joachim Pfalzgraf, el pianista que llegó de Hamburgo, nos lleva de la mano a través de un magnífico recorrido por la música clásica; especialmente por el triángulo en B de la música alemana: Bach, Beethoven y Brahms, como bien lo señala el autor; pero también están los boleros de Agustín Lara. Y para Carlos Arturo Aguirre, personaje central de La Baronesa del Circo Atayde, además de los boleros, los tangos forman parte intrínseca de su vida.
Habría que hacer enfásis en que la música sirve como mecanismo para hacer girar la memoria, y más que memoria, la evocación y la imaginación.[2]
Creo que voy a escribirle unos versos porque la música es amor en busca de palabras… La música excava el cielo, es eco del mundo invisible (Idem, pág. 283-284).
Leyendo las dos novelas de la saga pensé en una idea que tuve casi a todo lo largo de la lectura de Lolita de Nabokov, no porque las obras se parezcan, sino porque para mí, por más extraño que pueda parecerles a los que han leído esta gran obra, Lolita es un personaje que solo existe en la imaginación de Humbert Humbert. Pues bien, lo mismo podría decir de Matilde Aguirre y de María Rebeca Pérez, las amadas del pianista de Hamburgo y del carpintero Aguirre. Aunque no niego la posibilidad de que ellas se hayan cruzado en sus caminos en algún momento de sus vidas sin abrir las puertas a nada más.
El amor que Pfalzgraf y Aguirre construyen alrededor de ellas —sofocante, delirante—, se transforma en una pasión que las convierte en diosas, en mujeres de leyenda, en mujeres miticas; no en una sino en varias mujeres a la vez que aparecen y desaparecen en la bruma del recuerdo; que toman diferentes formas, diferentes caras, como máscaras que ocultan lo que no puede decirse, lo que no puede mostrarse, precisamente porque no hay nada que mostrar; como no sea una obsesión nacida de un ansia por encontrar a la mujer ideal, la que todo hombre desea en algún momento de su vida pero sin que ella llegue verdaderamente a compartir su lecho.
Podría enumerar mútiples parráfos que me sirvan para apuntalar esta hipótesis, pero basta con traer a colación a dos de ellos:
1. Quiso suspender las notas en el espacio vacío de su incertidumbre, prolongarlas para que subieran por las escaleras y llegaran a ella y le dijeran cuánto la amaba. Soltó los pedales al verla en el comienzo superior de la escalera, como una aparición sagrada, transfigurada con la luz violeta que los pétalos dejaron en su entorno. Bajó sin tocar los escalones, le dio un beso en la boca, abierto y profundo. Llévame a casa. Era la primera vez que lo pedía. Siempre salía como sombra o como enamorada invisible y, una vez ganaba el andén, la ciudad era suya, sin temores. Se vistió su traje oscuro y los zapatos de charol negros con la rapidez de la nueva canción de Lara que ella adivinó en las ranuras. Parecían un daguerrotipo. Hendrik sintió que adherían en su espalda una cuerda y lo subían a una de las huellas de la pared, al clavo, para que empezara a contar su historia a los ángeles protectores o a los seres solitarios. Se agarró de Matilde y ella lo tomó por el brazo y lo llevó hasta la puerta. Cuando cerraron, aún los perseguía la voz de Agustín Lara. (El pianista que llegó de Hamburgo, pág. 201)
2. Creía que le agradaba. María Rebeca cerró los ojos y él supo que fingía sueño profundo. Como en los últimos años abrió una botella de aguardiente y puso la victrola en medio del patio, con los tangos que le arrancaban el alma. Deambulaba de la sala a la habitación, de la mirada insultante al disco negro y pesado de 78 rpm, de los ojos cerrados de Rebeca al amanecer colándose por la puerta abierta; los vecinos se lamentaban por el escándalo y la compasión por el hombre que se hundía en las borracheras.
El día que me quieras /la rosa que engalana,
… y la casa quedó sola. … Cerró los portones con llave y se tiró a la calle hacia la cigarrería. Mientras bajaba hasta la Carrera Séptima, el aire de la tarde y la llovizna le ayudaron a recapacitar sobre lo ocurrido. La amaba más, la deseaba más, la poseería las veces que le viniera en gana, haría valer su derecho: era su mujer. Pensó que lo recibiría sin protestas y aligeró el paso simulando sobriedad. Al regreso, el aguacero arreció y, empapado, subió hasta el barrio Egipto con la botella envuelta en una bolsa de papel. Pasó los dos portones, con erección. Al entrar en la alcoba con la imagen de Rebeca tendida boca arriba en el blanco inmaculado, encontró la cama vacía. La buscó por toda la casa golpeándose con las paredes. Miró en el interior del armario y ahí estaban sus vestidos, sus abrigos, sus capas, sus pijamas, sus calzones y brasieres, menos el sombrero de ala ancha que le regaló veintiún años antes en la sombrerería ni el abrigo de piel que jamás estrenó. Salió como demente a gritar el nombre de su fugitiva y desde las ventanas lo compadecieron aún más. (La Baronesa del Circo Atayde, pág. 156)
Carlos Arturo Aguirre buscará a su amada María Rebeca en las letras de los boleros y del tango. Aunque sabe de antemano que su búsqueda es en vano y que su presencia es sólo una fuga permanente. Sabe también que la Baronesa del Circo Atayde es etérea y que boga gracias a los vientos y huracanes que despejan los caminos por donde transitan los hombres que la desean encerrar en una casa y ponerla al cuidado de los hijos.
María Rebeca en realidad es el origen del universo, no el del dios de los judeocristianos sino el Big-Bang, esa inmensa explosión de la que surgió la galaxia en la que habitamos:
Se abría la caja. Emergía el primer llanto, aliento primigenio, sin aceptarlo o negarlo, la alumbre descubría, pequeña cabeza. ¿Dónde está su padre? ¿La madre asexuada? En ese lugar y en todos destinada al ciclo perverso de la muerte… Penetró la remembranza del gran ruido… (Idem, pág. 27).
Jorge Eliécer Pardo nos lo cuenta desde los mitos cosmogónicos, aliento primigenio, que debió haber estallado durante milenios en un ruido ensordecedor que finalmente parió el universo que habitamos y terminó creando la vida que nos rodea. Pero como toda vida, creó también la finitud, la muerte. Para que algo exista, y esté completo, obligatoriamente tiene que existir su contrario; de otra forma sería la Nada, le Néant, el vacío sideral.
María Rebeca también nos remonta a Lilith, del vocablo hebreo lil, que significa aire, viento, espíritu. Recuerdese que el aliento es aire y es viento que genera vida, su ausencia es la muerte. Posteriormente lil dio origen a Laila, la noche. Por algo Lilith es considerada en el folcor hebreo como el espíritu que copula con los súcubos y además la causante de las poluciones nocturnas de los hombres.
El sexo los unió en profundas entregas a campo abierto mientras recorrían el nirvana. La arropaba con el cuerpo avasallante. Cuando María Rebeca quiso cubrirlo con el suyo, se lo prohibió. … Planeó su fuga. La humillación de la postura del misionero no la soportaría, así fuera su primer hombre. (Idem, pág. 91)
Este párrafo me recuerda el libro En nombre de Lilith (Colección, Las Ofrendas. Escuela de Estudios Universitarios. Universidad del Valle, 2011), de la poeta Martha Patricia Meza: Olvidaste que fuimos hechos de polvo cósmico, somos iguales. ¿En qué momento comenzaste a posar de pavo real, mientras la humanidad se hundía en el lodo y la guerra y la miseria?
Lilith, movimiento perpetuo, creación perpetua, eterno devenir. Debe ser por eso que la consideran malévola, a veces es una criatura de la noche o una lechuza. Lilith la rebelde, la que no se doblega ante nadie, ni siquiera ante el amor; por eso ha sido condenada al ostracismo y al olvido. No hay que olvidar que existió antes que Eva.
Y una de las tantas hijas de Lilith es Antígona:
… emprendió la aventura encerrada en su cofre-sarcógafo. María Rebeca, en el devenir, el silencio, encontró una manera no de morir, sino de sobrevivir.
Al ser izada con la cuerda, en medio del aire entre la claraboya y el piso, círculo de arena sin malla protectora, supendida, antes de las miles de vueltas que la alejan del pasado odioso, se da cuenta, en el balanceo, de que su presente, el olvido y el perdón, se convertía en remolino donde sus acciones se volvían justas, repetidas. (Idem, pág. 120)
Antígona, digna hija de Lilith, antes de ser sepultada en vida, prefiere ahorcarse, tal y como lo habían hecho Artemisa y Erígone en los mitos mesopotámicos. Sin olvidar a Ariadna ahorcándose de un árbol, al menos en una de las variantes del mito.
Pero antes había logrado:
(llegar) hasta los huesos, espina dorsal, daga dórica. (Idem, pág. 120)
No hay que olvidar que el cuerpo de su hermano Polinices fue dejado en las afueras de Tebas, a la intemperie, para que los cuervos y los perros se dieran un festín. Y es que la mayoría de los pueblos del mundo han hecho de la muerte un ritual que incluye la sepultura de sus seres queridos. Cuando este ritual no se hace, no sólo es una afrenta al muerto sino a todo su linaje. Cuando se desconoce el lugar donde reposa el cuerpo que se ama no puede hacerse el duelo. Esa es la gran tragedia de Esquilo que sigue repitiéndose hasta el infinito. Los desaparecidos son un ejemplo de este mito. Las Madres de Mayo dicen que la peor tortura de la dictadura aún no termina; que cuando se levantan tienen la esperanza de que en cualquier momento va a sonar el timbre y que una vez abierta la puerta van a abrazar al hijo perdido. A medida que avanza el día la esperanza comienza a diluirse y con la llegada de la noche, regresan las lágrimas nunca vertidas ante una tumba. Ese es el drama de miles de mujeres colombianas ante el horror de la guerra que hemos vivido en los últimos sesenta años. Somos eternas Antígonas en busca de los huesos a los que debemos dar sepultura.
Y luego está Medea. La que traiciona a su pueblo y huye siguiendo las huellas del amado que habrá de abandonarla cuando ya no la necesite. Recordemos que Medea aparecerá siglos después en otro territorio y hablando otra lengua, ya no griego sino náhuatl; Malintzin, más conocida como La Malinche o La Lengua de Cortés; al menos en la leyenda negra que se ha construído en torno a este personaje bastante controvertido.
…te he dado más de lo que he recibido. (Idem, pág 166)
Cuando en realidad era ella la que había dado todo, sin recibir nada a cambio.
A pesar de que creía morir sin él, se dio cuenta de que el amor es un invento de quien lo desea. (Idem, pág. 166)
Medea, la eterna exiliada, huye en la cresta de las centurias:
Ella buscaría el olvido y la paz sin lograrlo. Fenecía su descendencia, libre de lazos, libre de opresiones, de amor maternal, fría para su nuevo viaje hacia la tierra que jamás la olvidó. (idem, pág. 166)
Pero antes de La Malinche está nuevamente Ariadna. En la versión más conocida del mito, ella había traicionado a su pueblo para seguir a Teseo y luego ser abandonada por él cuando ya no le era útil.
Y por supuesto está Penélope. La eterna tejedora de vocablos, de historias, recuérdese que Sherezada es una de sus caras pupilas.
El ovillo retorna al arcón y la respuesta queda en el aire, allí, donde dejó las voces. Texo, tejido, textus, palabras. (Idem, pág. 188)
Y antes puede leerse:
Recogida, madeja humana, armada de dos agujas afiladas… Desde los trapecios, las vigas y la claraboya, bajan los hombres a asediarla para lograr sus encantos. En el descenso la ven cubierta por la urdimbre y, al llegar al círculo de arena, La Baronesa ha descosido la capa para quedar expuesta. Ellos no soportan tanta belleza… No cree en la fidelidad de los pretendientes, menos en su propia castidad. Su manta, como sus sueños e ilusiones, mueren una y mil veces en la desnudez. (Idem, pág, 187)
La frase Ellos no soportan tanta belleza me hace pensar en uno de los juicios más famosos de la historia; el de Friné. La hermosa hetaira que sirvió de modelo para La Venus de Cnido de Praxiteles. Friné es procesada por impiedad y por haber violado los misterios eleusinos; posiblemente las dos grandes transgresiones en el mundo griego; algo parecido a la acusación que le hicieron a Sócrates. La leyenda dice que el acusador era un antiguo amante que no aceptaba que ella lo hubiese abandonado; en otras palabras no soportaba que tanta belleza ya no fuese de él. El orador Hipérides hace una defensa bastante original. En vez de utilizar su famoso verbo decide quitarle su túnica. Ante su desnudez los jueces entendieron que una belleza así era un tributo a la diosa Afrodita y que por fuerza tenía que pertenecerles a todos; a lo mejor esa fue la verdadera razón por la que no la condenaron a una muerte segura. Sus ojos lascivos finalmente le preservaron la vida. Este episodio fue representado por Jean-Léon Gérôme, Friné ante el areópago (1861).
La intertextualidad:
El Pianista que llegó de Hamburgo y La Baronesa del Circo Atayde son también un soberbio recorrido y un gran homenaje a dos obras cumbres de la literatura colombiana: Cien Años de Soledad y La Vorágine; sin olvidar a José Asunción Silva y la obra de Vargas Vila. Jorge Eliécer Pardo establece un diálogo profundo con los autores fundacionales de la literatura colombiana.
José Asunción Silva |
Por supuesto que solo la palabra pianista nos hace pensar en Pietro Crespi, el eterno enamorado de Amaranta. Y es que Hendrik Joachim Pfalzgraf tiene mucho de ese italiano extraviado en el amor, fugado, sería la palabra adecuada, que es Crespi. Los dos tienen esa aura de desamparo que los persigue hasta más allá del delirio. En ese laberinto sin Dédalo, Pfalzgraf busca a Matilde, a veces la encuentra en el rostro esquivo de Julieta-Matilde para terminar por refugiarse en una senilidad que lo conduce a los puertos del pasado donde finalmente se reune de nuevo con ella, con la verdadera, con Matilde Aguirre.
… amante, maestro, preceptor. Espejo sin imagen, tiempo sin tiempo. Quiero irme lejos contigo. Dejaré a mi hijo por ti. Me mostrarás la salida de los barcos y navegaremos por tus mares y lagos. (El Pianista que llegó de Hamburgo, pág. 277)
Pero antes de penetrar en ese laberinto, se había internado en otro, en la jungla, donde le contaron
que por allí había viajado otro abatido, el poeta Arturo Cova. (Idem, pág. 219)
con la diferencia de que Pfalzgraf logró salir de ella; para luego perderse en otra aún más huraña y hostil, el mundo de los habitantes de la calle, de los innombrables, de los ñeros, como comúnmente se denomina a esos hombres y mujeres —lo que no es sino otra forma de ignorar su existencia— que han perdido la brújula de sus destinos y que vagan en el remolino de la Calle del Cartucho. Mientras Pietro Crespi se suicida ante la negativa de Amaranta de corresponder a su amor, Pfalzgraf se pierde en las drogas y el acohol. Otra forma de suicidio, si se quiere aún más radical que la de Crespi.
Otro elemento recurrente que une al pianista de Hamburgo con Cien Años de Soledad es el color amarillo. En este caso no son las mariposas de Mauricio Babilonia que lo preceden por todas partes sino una flor amarilla que lo espera en el futuro:
Las mujeres, todas, le parecían bellas; pero sabía que una, con una flor amarilla en la mano, caminaba desde el futuro hacia él. (Idem, pág. 103)
Luego :
La esperaba, dispuesto a todo; al cerrar los ojos e imaginar que era la mujer que vino del futuro con una flor amarilla en la mano intentó acercar sus labios gruesos a esa boca que aún hablaba de despedidas. (Idem, pág. 125)
Más adelante :
En la sala había un enorme ramo de rosas amarillas. Quiso olerlas y pasar los dedos por la textura de sus pétalos pero su alumna Matilde apareció al lado de su esposo. La miró como si hubiera emergido del mismo ramo amarillo y quedó ensimismado porque ya no pudo entender nada de lo que decían.
De nuevo, en su cuarto del segundo piso, supo que ella era su alumna dorada, la que le cambiaría la historia en su nueva vida. Le pareció oír la voz de Matilde: Jamás comprendí las palabras de los hombres, crecí en los brazos de los dioses. (Idem, pág. 137)
Estas alusiones a Mauricio Babilonia, como muchas otras, hacen que la obra de Jorge Eliécer Pardo navegue en una enorme ola por el mar insondable que es el realismo-mágico de Gabriel García Márquez, sin sacrificar su impronta, su huella, su sello personal.
Gabriel García Márquez |
En cuanto a Carlos Arturo Aguirre se refiere, si bien no se interna en la selva ni consume drogas, ni vive en hoteluchos ni prostíbulos de mala muerte, ni vaga por las calles de los desposeídos, como Pfalzgraf, si va trás los pasos de Cova y sin saberlo sigue los mismos senderos del que en un futuro sería su yerno; aunque él nunca lo llegase a conocer ni a saber de su existencia, al menos no de forma concreta, sólo velada.
Por otra parte, es importante anotar que la saga El Quinteto de la Frágil Memoria, de la cual hacen parte los dos libros a los que hago referencia, bucean permanentemente en un mundo onírico, propio del trópico, pero que tiene también raíces muy profundas en África; piénsense por ejemplo en Mia Couto y en su magnífica obra El último vuelo del flamenco.
Y es que cuando se habla de surrealismo generalmente se piensa en André Breton, Louis Aragón, Paul Eluard, Jacques Prévert, Antonin Artaud o Max Ernst; quienes por la década del 20 conformaban un grupo sólido que habría de transformar la literatura y las artes plásticas del siglo XX. Y cuando se trata de América Latina comúnmente se piensa que éste llegó con Ernesto Sábato o con Alejo Carpentier.
Alejo Carpentier |
Sin embargo, este último aseguraba en Haití, en el año de 1943, que estaba «ante los prodigios de un mundo mágico, de un mundo sincrético, de un mundo donde hallaba al estado vivo, al estado bruto, ya hecho, preparado, mostrado, todo aquello que los surrealistas, fabricaban demasiado a menudo a base de artificio», en cuanto a la literatura se refiere; puesto que en pintura habría que mencionar a Wifredo Lam y a Frida Kahlo. Algunos dirán que la misma Frida decía que ella había conocido El Surrealismo cuando Breton le dijo que su obra era onírica; lo que ella omitió, es que tenía la suficiente cultura artística para conocer muy bien qué era lo que se estaba haciendo en Europa, más específicamente en Francia. Aunque también es cierto que decir que nunca había oído hablar del Surrealismo le daba un aura de originalidad que ella deseaba para construir su mito, su imagen de diosa, tal y como se presentó antes sus amigos poco antes de su muerte.
Este mundo, preparado, mágico no es único de la zona caribeña sino inherente a toda la América Latina. Y ésto fue precisamente lo que José Eustasio Rivera intuyó al escribir La Vorágine, editada en 1924, el mismo año en que aparecía El Manifiesto Surrealista de André Breton.
Las imágenes oníricas, utilizadas por Rivera, habrían de cambiar el concepto que se tenía hasta ese momento de la literatura colombiana en particular y de la latinoamericana en general. La importancia y la influencia de su obra son hoy en día innegables, sobre todo para los autores de los años 20 y 30 del siglo pasado.
Donde mejor puede observarse esta característica surrealista en La Vorágine es precisamente en la descripción que hace el autor de la naturaleza, en la que rompe con los postulados idealistas de Rousseau que hablaban de una naturaleza idílica en la cual el hombre podría vivir en perfecta armonía y en un estado de permanente felicidad. Paisaje que será tomado posteriormente por los románticos. La naturaleza vista por Rivera es, por el contrario, una fuerza destructora, avasalladora, que conduce al hombre al extravío mental y que termina engulléndolo. El verdadero protagonista de la obra no es Cova sino la selva misma. José Eustasio Rivera la transforma en una materia antropozoomorfa, dueña de una fuerza indecible, y por qué no decirlo, hasta maléfica. La naturaleza sufre un cambio profundo en la temática latinoamericana y a partir de ese momento ya no volverá a ser tratada como el escenario de fondo del Buen Salvaje roussoniano.
José Eustasio Rivera |
Por otra parte, es una novela de denuncia social y política. El autor es testigo directo de la explotación de la Casa Arana y si bien su relato es descarnado está lejos de ser panfletario. A estas alturas Cova ya ha dejado de ser un simple intelectual urbano que se adentra en una zona jamás imaginada para conocer una realidad de miseria y explotación infrahumanas en las que las ansias de poderío superan toda esperanza de cambio o de conmiseración cristiana. Y es aquí donde Pfalzgraf va a camuflarse utilizando como artificio la piel de Cova.
En la zona sur del Putumayo encontró a veteranos caucheros cicatrizados por la esclavitud de las compañías que los trataban de irracionales y salvajes; que con el cambio de luna y amarrados al cepo, les supuraban las heridas de los viejos latigazos propinados por los hermanos Julio César y Lizardo Arana, laceraciones que curaban con el jugo lechoso extraído del siringa o árbol de caucho después de haber sido vendidos por el temible Funes a la Peruvian Amazon Company. … Muchos aborígenes lo confundieron con un misionero de los que llevaron la evangelización, pero al saber que superaban el recuerdo de una mujer, lo condujeron a lo profundo de la manigua para que tomara las pócimas que ellos preparaban y dejaban a la luz de la luna para arrancarle la pena del corazón. La voz de que había un blanco enamorado recorriendo el sur de Colombia y que viajaba hacia el Brasil, que no era humano sino que había caído del cielo a una de las lagunas de la llanura, pasó de boca a oreja por los paisajes remotos. Le dijeron que por allí había viajado otro abatido, el poeta Arturo Cova, en busca de un amor devorado por la selva. (Idem, pág. 218-219)
Sólo que Pfalzgraf tendrá que esperar otra jungla para ser engullido, la de cemento que le espera a su regreso a Bogotá cuando sus pasos, guiados por el alcohol, el delirio y la soledad, lo conduzcan por los vericuetos de la Calle del Cartucho.
Pero antes Carlos Arturo Aguirre se había sumergido en el alcohol y en el desvarío de un amor extraviado, perdido en las nebulosas de su memoria, oculto en los zaguanes del barrio Egipto, en las calles amadas por la lluvia y barridas por el viento. Grita su amor en cada esquina, en cada portal. No le importa que lo vean llorar por la mujer que lo abandonó cuando creía que ya nunca se iría. En ese sentido Carlos Arturo Aguirre difiere del concepto de hombría tan arraigado en la cultura machista y misógina del colombiano común y corriente. Lo que lo hace casi que un hermano gemelo de Crespi. El desamor y la pérdida de la mujer amada no los impulsa a buscar otro amor sino a abrazar literalmente la muerte. Crespi se lanza en sus brazos, como otros lo hacen desde lo alto de un arrecife para caer en picada libre en el mar agitado; mientras que Carlos Arturo Aguirre bigardea en esa otra muerte que brinda el alcohol y que no es sino otra forma de suicidio. Como lo haría años después por el amor de su hija Matilde, Pfalzgraf. Y ésto me lleva a otro asunto recurrente en su obra: la soledad.
La soledad:
La soledad, como el amor, la muerte o el exilio, entre muchos otros temas, hacen parte de la literatura. Aparecen desde Homero, pasando por Safo y luego por Shakespeare o Cervantes o Baudelaire hasta llegar a Virginia Woolf o Marguerite Yourcenar o Sábato o García Márquez o Philippe Roth o Amos Oz; sin olvidar los mitos y leyendas que han existido desde la noche de los tiempos y que han sido fuente inagotable de la tradición oral de todos los pueblos y culturas.
Virginia Woolf |
Son temas inagotables, perennes, inmutables, así la aproximación de cada autor nos los muestre de una forma diferente. Y si son eternos es porque son la esencia misma de la existencia humana. Los interrogantes que suscitan atañen a problemas metafísicos inherentes a cualquier persona, independientemente de la cultura o pueblo a la que se pertenezca.
En el caso de la Soledad, hay una frase que penetra como un puñal afilado:
Estaba a punto de volverse retrato como los que colgaban en su sala (Idem, pág. 117)
Es una descripción de la soledad, no la que buscamos para vivir y trabajar en paz, sino la que nos impone la vida, sumiéndonos en un túnel oscuro y aparentemente infinito. Y si digo que esta frase tiene el filo de un puñal afilado, es porque Pfalzgraf siente cómo va borrándose, desdibujándose en el tiempo y en el espacio; como si tuviese dificultades para ver su imagen reflejada en el espejo, como si la soledad le robara su identidad. Así como había vivido oculto por varios años en el sótano de la casa de su tío, para evitar ser una más de las sombras de los trenes sin regreso que viajaban a los campos de exterminio nazi, otra forma de borrarse a sí mismo, vuelve a ocultarse en los vericuetos del desamparo para evitar el delirio que lo acosa con el disfraz de la soledad. Sin embargo, ese delirio acabará por darle alcance años más tarde, cuando se interne ineluctablemente en las sombras de la decrepitud y de la senilidad.
Philippe Roth |
Pero mientras tanto trata de hacerle frente y de no caer definitamente es sus fauces. Y como en los tiempos de la guerra es la música la que logra mantenerlo a flote. Podría decirse que es ella, la música, su verdadera amada, y que es a través de ella que construye, que crea y recrea, que inventa a la otra, a Matilde y a Julieta-Matilde.
El piano es también una barca que le permite bogar por las aguas de la imaginación y poder burlar por algún tiempo al delirio que lo persigue para lanzarle la flecha del desvarío. Otras veces es su mascarón de proa que lo guía en los bancos de niebla de la desesperanza y de la soledad. No obstante, no podrá escapar nunca de ella, ya que al final el olvido, otra de las máscaras de la soledad, le nublará el presente, sobre todo cuando cambie la barca por la nao de Leteo.
En cuanto a Carlos Arturo Aguirre se refiere es gracias al olor que puede ir trás de las huellas de su amada y, a veces inventada, Baronesa.
Tenían por costumbre reconstruir el pasado como una forma de vivirlo de nuevo. Recrearon el domingo en el Parque de los Novios cuando se dijeron a qué olía cada uno. Ella a jazmines y rosas de mayo y él a agua de colonia. No se confesaron que ese olor era parte del goce cuando pasaban sábados y domingos en la cama, jugando a no dejarse nunca. A pesar del abandono, el olor lo perseguía en los insomnios, perdía la respiración y se asfixiaba tanto que debía darse golpes en el pecho al pensar en la separación definitiva. ¡Ese olor, Dios mío, ese olor!, lo buscaba por la casa, entre el armario, en el jardín interior, en los huecos de los fogones de la estufa, en la alacena y los frascos, en las vajillas y las prendas, en la ropa de cama, en todas partes . (La Baronesa del Circo Atayde, pág.108)
Pero es también ese olor, sumado al del alcohol, la cuerda floja en la que camina como un sonámbulo-funámbulo tratando de no caer al vacío, a la nada, que es la soledad. Sin embargo, está consciente que la cuerda siempre se rompe por la parte más delgada y de que la soledad, que lo atormenta en sus noches de pesadilla, es la constatación de la presencia etérea de su amada María Rebeca. Al menos bajo los efluvios del alcohol puede creer que si existió, que no es un invento de su mente febril o de un delirium tremens que lo lanza ineluctablemente al vacío, una y otra vez, hasta el infinito, hasta el agotamiento total. Por eso no le importa que los vecinos sientan lástima por él o lo consideren el pobre loco del barrio Egipto.
El exilio:
Siempre he creído que el exilio es en cierta forma una de las variantes de la muerte. Al menos cuando es el resultado de una decisión que debe tomarse de un momento a otro para poder salvar la vida. Fui testigo de este drama en los años 80 del siglo pasado, no porque yo hubiese sido una perseguida política, sino porque una gran cantidad de mis compañeros y profesores de la Sorbona eran exiliados. Algunos venían del Cono Sur, huían de las dictaduras que asolaban el continente y trataban por todos los medios de reconstruirse a sí mismos en una ciudad que los acogía y que los rechazaba al mismo tiempo. Pero también conocí a muchos colombianos que habían tenido que dejar sus familias y lo poco que tenían detrás de ellos. Era la época de Virgilio Barco y Belisario Betancur. Con el primero todos sabemos lo que su gobierno persiguió y condenó los derechos humanos y con el segundo sabemos que gran parte de su respeto por los jóvenes de izquierda era subirlos a un avión y enviarlos hacía París.
Rubén Bareiro-Saguier |
Siempre recuerdo a uno de mis profesores, el académico y escritor Rubén Bareiro-Saguier quien llevaba varios años en la Ciudad Luz; aunque para él siempre fuese oscura. Un día, hablándome de su exilio, le pregunté si nunca había regresado a su país, y me respondió, con la voz entrecortada, que una vez, estando en la frontera entre Argentina y Paraguay, del otro lado de la linea imaginaria entre los dos países, se sentó en el suelo y contempló el territorio natal por espacio de varias horas. Eran los tiempos de Strossner. Años después Bareiro-Saguier regresaría a Paraguay y yo no volvería a verlo ni a tener contacto con él; pero nunca he olvidado esa tarde en la que me abrió su herida purulenta. Para ese entonces yo ya tenía el suficiente criterio intelectual y la suficiente sensibilidad política y social como para comprender el terrible drama que me contó en pocas frases; por eso entiendo los versos de Clara Schoenborn:
Ha sido este silencio/la sustancia de mi viaje (Poema Inmigrante) (Op. cit. Clara Schoenborn. Apidama Ediciones. Bogotá. 2013).
Por otra parte, la sociedad francesa es muy diferente a la de hace treinta o treinta y cinco años. Ahora hay mayor apertura, menos xenofobia y muchos más extranjeros que en esa época. Eso no quiere decir que sea una sociedad perfecta; no lo es y no lo será nunca, pero al menos hay más respeto por la otredad. También es cierto que lo veo con mis ojos de latinoamericana integrada a esta sociedad que admiro y respeto; y además tengo la doble nacionalidad. Sin embargo, eso no me impide ser crítica y ver los desmanes que produce la xenofobia y la islamofobia en un país que se considera garante de los Derechos Humanos.
Pues bien, un tema así no podía pasarme desapercibido con la lectura de El pianista que llegó de Hamburgo.
El exilio, el desarraigo, el eterno deambular de un lugar a otro, sin nunca poder echar raíces, es el otro drama de Pfalzgraf. Como judío-alemán debió huir de su país donde se llevaba a cabo una política de exterminio, no sólo de su pueblo, sino de los roms, de los comunistas y de los homosexuales, e instalarse en uno al otro lado del orbe, Colombia. Esta política, no hay que olvidarlo, correspondía a un sentimiento muy generalizado en Europa hasta la Segunda Guerra Mundial: El odio y la exclusión de los judíos. Un sentimiento común en todas las clases sociales, sin importar el grado de instrucción que se tuviese, lo que incluye a muchos intelectuales que habían crecido en una ambiente de antisemitismo que consideraban normal. Es el caso de Virginia Woolf. ¿Pero cómo? diría mucha gente, si Leonard, su marido, era judío. Y si, lo era. Pero eso no evitaba que Virginia Woolf haya sido antisemita como la sociedad de su época y como todos los integrantes del grupo de Bloomsbury. Su diario personal, el que llevó rigurosamente cada día de su vida, así lo atestigua. Nunca aceptó a su suegra, ni siquiera la invitó al matrimonio. No sólo porque no pertenecía a su círculo social y económico, así Virginia después de la muerte de su padre siempre hubiese tenido problemas económicos, sino porque era judía. También habría que recordar a otro de los grandes intelectuales antisemitas, el francés Louis-Ferdinand Céline. Sin olvidar los nexos de Heidegger con el Nazismo. Cabe recordar que los intelectuales y artistas solo conocieron La Solucion Final cuando la guerra terminó. No obstante, Heidegger, entre otros intelectuales de la época, nunca se disculpó ni renegó de sus escritos antisemitas y a favor de Hitler.
Ferdinand Céline |
Volviendo a la novela que nos ocupa, El pianista que llegó de Hamburgo, yo diría que el párrafo mejor logrado, en lo que se refiere al drama del exilio, es cuando Pfalzgraf se da cuenta de que definitivamente ha perdido todos los puntos de referencia. Ya no es un hamburgués, rara vez se acuerda que es judío, ni siquiera los suyos lo aceptan como tal ni a él le interesa ser aceptado ni ser reconocido como uno de ellos; pero tampoco es un colombiano. Mientras que él piensa y habla en español, y su lengua materna ni siquiera lo visita en sus noches de desvarío, para la gente del común sigue siendo el alemán, el extranjero loco que va tras los pasos de una mujer muerta.
El pianista que llegó de Hamburgo es el libro del exilio por antonomasia, es el libro del miedo del presente y de la angustia por el futuro, es el libro de la evocación frente a un mundo nuevo en el que no encuentran ningún punto de referencia, o al menos muy pocos, con el mundo desaparecido; el mundo que duerme en lo profundo de nuestra memoria. Sin embargo, el pasado siempre nos atrapa, nos encarcela detrás de barrotes de olvido y bruma, ya que las trompetas de guerra suenan en los oídos de Pfalzgraf y terminan por ganarle la partida. Pfalzgraf, después de El Bogotazo y de su estadía en los Llanos Orientales, entenderá que la guerra no es que le pise los talones sino que siempre está tres pasos delante de él.
No podría regresar a Hamburgo, su sótano desapareció en el bombardeo, tampoco a la casa de La Candelaria para incendiarla como lo hacían los indígenas huitotos al morir, enterrados en la maloka que habitaron. Una vez quemada la maloka era abandonada porque a ella había entrado la enfermedad, la tragedia y la muerte. Hendrik no era jefe de nada, se creía un fracasado de todo. Tampoco podría ser vestido de ceremonia ni mecido dentro del chinchorro, nadie lo lloraría. No lo enterrarían en una fosa de cuatro metros con una gran totuma de ambil, zumo de tabaco para matar la enfermedad que lo agobiaba, para atrapar por siempre y no dejar escapar el espíritu maligno que lo mató, ni sembrarían un árbol sobre su tumba, ni incineraría ninguna tribu porque carecía de todo. ¿Podía quemar los retratos de sus parientes?
No supo en qué momento se volvió viejo y cómo pasaron esos diez años bajo la sombra de las grandes ceibas; tampoco cómo superó las pestes que lo rezagaron en muchas caminatas, ni mucho menos por qué se mantenía vivo entre alimañas y enfermedades. (Idem, pág. 221)
Pero antes, diez años atrás, le había dicho a Matilde:
Soy de Hamburgo, huérfano y desamparado, desplazado por la guerra. Perseguido aún por Hitler. Abandonado por el amor y por una única hija. Dolido por la soledad. Eso es tu profesor: poca cosa. (Idem, pág. 145)
En otras palabras, exiliado en sí mismo. Como lo somos todos los seres humanos en mayor o menor medida; así la mayoría no lo reconozca o no alcance a entenderlo. Pfalzgraf, en la búsqueda de sí mismo, terminó extraviado, definitiva e inexorablemente, en el laberinto de su memoria. Tal y como le había sucedido años antes a Carlos Arturo Aguirre cuando se perdió por entre los zaguanes y las esquinas y en las noches de amor robadas a las empleadas domésticas, después de llegar a su casa en el estado de seminconsciencia que deja una botella de alcohol bebida con la única compañía que brinda la soledad: el desarraigo y la errancia. Pfalzgraf y Carlos Arturo Aguirre se perdieron por los vericuetos de la peste del olvido, fueron barridos por el mismo viento que borró a Macondo.
En este sentido Pfalzgraf y Carlos Arturo Aguirre son antihéroes -o héroes al revés-; podría decirse incluso que son como una metáfora de la inutilidad que representa cualquier esfuerzo que se haga por mejorar la condición humana. Como si fuesen dos aparecidos o zombis que vagan por los terrenos áridos del desamparo, de la evocación, del olvido y del olvido final que es la muerte. Son antihéroes que saben que la esperanza es una quimera inútil y que por más que lo intenten no podrán escapar a los designios de su propio drama; de ahí que se ahoguen en el alcohol y en las drogas. Una forma de poder mirarse en el único espejo que verdaderamente importa: el que nos revela la carencia absoluta de humanidad en el ser humano. En otras palabras el deseo perenne de caer en un abismo sin fin sin que halla una red en la mitad que nos impida seguir buscando el fondo. Lo que para Pfalzgraf es otra forma de recitar eternamente el Kaddish, la plegaria de los muertos. En otras palabras sabe que la música y la muerte son sus únicas certezas, sus únicas posesiones.
Pfalzgraf y Carlos Arturo Aguirre no entienden, o simplemente no les interesa entender, el mundo en el que viven; como si sus vidas estuviesen signadas por la fatalidad. Es por ello que renuncian de antemano a buscar una salida que los aleje del laberinto en el que han caído. Ya no son los héroes de las sagas nórdicas que buscan salvar a su pueblo y por ende a sí mismos; ni tampoco son Sigfridos que pueden atravesar el fuego sin que nada les suceda, no están protegidos por la sangre del dragón, ni poseen cascos para ser invisibles, ni tienen una espada mágica que los hace invencibles. Por el contrario, son antihéroes que están condenados a errar eternamente en el infortunio. Así que simplemente se entregan al ojo del huracán, como si fuese la amada a la que se ha esperado desde siempre; solo que en su ojo no hay valquirias que los esperen.
Tradición oral:
El exilio y su regreso a la boca del camino que no tenía huellas y moviéndolo por ríos y laderas en busca de su pasado (Idem, pág.223) y luego una pregunta de hondo sentido metafísico: ¿Moría o renacía? (Idem, pág. 223) Me hacen reflexionar sobre uno de los aspectos literarios que más me han interesado en mi oficio de crítica literaria: La tradición oral.
Siempre he creído que la primera manifestación del arte fue la palabra embarazada por los ojos atónitos de los pueblos en la noche de los tiempos y que al llegar a las nueve lunas parió la pintura, la música y la danza.
Las cosmogonías explican el mundo y todos los fenómenos que nos rodean.
Estos primeros esbozos del hombre, por lograr la comprensión y aprehensión del mundo que lo circunda, evolucionarán hasta convertirse en mitos cosmogónicos. El pensamiento mítico, y su representación oral o plástica, coadyuva a la unión y permanencia del grupo social al que se pertenece. El artista y el contador de historias tienen características cuasi sagradas; en algunos casos el poder de la palabra les concede el estatus de chamán.
El artista jugó desde la antigüedad un rol decisivo en su comunidad. Si la caza, y posteriormente la agricultura, había sido mala, el chamán narraba los mitos cosmogónicos relacionados con el problema a resolver. De esta forma la búsqueda de la solución a un problema, ontológico o natural, es a todas luces mágica. Lo que no difiere mucho cuando alguien reza ante un nacimiento, la compra de una casa o la muerte de un ser querido; otra forma de rememorar los mitos cosmogónicos; así ahora los llamen religión.
Los mitos cosmogónicos siempre relatan los orígenes de la vida y de los elementos naturales; por lo que su recreación permanente asegura el tiempo primordial necesario para la preservación de la vida, de la especie, del mundo. El mito cosmogónico está íntimamente ligado al tiempo circular o tiempo sagrado o tiempo primigenio; es decir, al tiempo de los dioses. Los mitos son las primeras expresiones literarias producidas por la especie humana.
Y por supuesto que Jorge Eliécer Pardo no podía ignorar este aspecto tan fundamental en la literatura de todos los tiempos. Pardo admira y resalta esta compleja produccion literaria y estética que es la cosmogonía de los mal llamados pueblos naturales y que hace parte de la literatura oral, madre de la literatura escrita. Para entender este postulado, en toda su dimensión, sólo nos bastaría recordar que La Iliada y La Odisea, así como los libros sagrados del Mahabharata y del Ramayana, fueron en sus orígenes literatura oral, solo siglos después fueron recopilados y escritos.
Léamos uno de los párrafos cosmogónicos que trae a colación El pianista que llegó de Hamburgo:
Oyó decir que los Tikunas habían poblado la tierra por una pareja que salió de la rodilla de Yuche. Le mostraron dónde aparecía el Yaku-Runa en forma de delfín, a orillas del Amazonas, buscando lavadoras solitarias para robarles el alma. O cómo Yaku-Runa se trasformaba en sinuosa mujer morena y pálida que emergía del agua y con una sonrisa lujuriosa envolvía a los hombres con sus encantos y los llevaba a las profundidades del río. (Idem, pág. 220)
Entender la tradición oral es entender que la literatura es tan antigua como el hombre y que ha sido un bálsamo entre tanto infortunio. Y este aspecto cuasi sagrado, lo digo en el sentido mítico del término, lo ha entendido muy bien Jorge Eliécer Pardo al hacer alusión a la cosmogonía de los Tikunas.
Y por supuesto, podríamos también incluirlo en el apéndice de la intertextualidad a la que se hacía referencia anteriormente.
Lenguaje cinematográfico:
Para terminar, aunque podría seguir hablando sobre muchos otros temas literarios que se encuentran en El pianista que llegó de Hamburgo y en La Baronesa del Circo Atayde, voy a hacer referencia al lenguaje cinematográfico del que hace gala Jorge Eliécer Pardo.
Jorge Eliécer Pardo. © foto de Luz Estella Millán. Agosto 2015 |
Anteriormente decía que la literatura era la progenitora de todas las artes y aunque es indudable la influencia que la literatura ha ejercido sobre el cine, también es importante recordar que es su lenguaje cinematográfico, a todas luces revolucionario, el que cambió para siempre la forma de hacer y escribir una novela.
La novela cronológica, secuencial, tan en boga en el siglo XIX, piénsese en Balzac o en Dostoievski o en Zola, para no citar sino unos pocos ejemplos, sufre un vuelco radical con la llegada del rollo cinematográfico que mezcla hechos del futuro, con el pasado, o con el presente, o con los sueños de sus personajes.
Aunque cabe recordar que la primera escritora que había hecho uso de este recurso, muchos siglos antes que Virginia Woolf, fue la primera novelista de la que se tiene registro, Murasaki Shikibu, a la que se suele ignorar cuando se dice una y otra vez que la primera novela de la Historia de la Literatura fue escrita por Miguel de Cervantes Saavedra.
Otro de los aspectos heredados del cine es comenzar una historia por el final, algo insólito en la literatura hasta la aparición de este nuevo lenguaje. Piénsese, por ejemplo, en La señora Dalloway de Virginia Woolf, una de las primeras escritoras que entendió las múltiples posibilidades que otorgaba escribir como si se tratase de componer un puzzle o de pegar los diferentes retazos para hacer un paschwork.
Ese puzzle del que hablo aparece a todo lo largo y ancho de las obras de Pardo a las que he aludido anteriormente. Cabe decir que su manejo del tiempo es muy bien logrado y que nos hace penetrar en un túnel del tiempo que no tiene astrolabio, ni brújula, pero con el que escribe una soberbia bitácora que nos lleva por mares insondables, conocidos y desconocidos.
Es una bitácora del desamparo, de la soledad, del infortunio, del exilio, de la guerra, de la evocación, del delirio.
Es una bitácora que a veces llega a puertos donde nos cruzamos con diferentes personajes, bien sean literarios o historicos.
Es una bitácora que recrea la saga nórdica.
Es una bitácora que pinta un nuevo fresco de la historia de Occidente en los últimos ciento cincuenta años en el mejor de los estilos renacentistas, pero con un pincel diferente; el del lenguaje cinematográfico y con un manejo del verbo alucinante, a todas luces contemporáneo, posmoderno.
Es una bitácora que rescata la historia colombiana que nadie se ha atrevido a mirar de frente por el miedo a que le salgan más brazos a ese pulpo que nos ahorca cada día más.
Por último diría que El pianista que llegó de Hamburgo y La Baronesa del Circo Atayde son una metáfora del eterno incendio en el que nuestras vidas se incineran a cada instante y de la incapacidad del ser humano de resconstruirse y de reinventarse a sí mismo.
El Quinteto de la frágil memoria es un fresco que pone de manifiesto la gran erudición de Jorge Eliécer Pardo[3] y su profunda sensibilidad social que lo compromete con el desamparado, con el desahuciado, no sólo víctima del sistema político y económico, sino del desarraigo que nos acompaña en la larga noche en la que pueblan nuestros sueños —léase pesadillas— metafísicos.
Es por ello que El pianista que llegó de Hamburgo y La Baronesa del Circo Atayde deberían ser de lectura obligatoria en escuelas, colegios, universidades, empresas, partidos políticos, sindicatos; estoy segura que aprenderíamos mucho sobre nuestra idiosincrasia y entenderíamos este remolino de violencia en el que hemos navegado por décadas. Para entender el presente hay que conocer el pasado y para proyectarse hacia el futuro tenemos que conocer el pasado y el presente. El pueblo que no conoce su historia está condenado a repetirla. Eso lo sabemos con creces los colombianos.
Valenciennes, Francia, 15 de julio de 2015
Bibliografía
PARDO, Jorge Eliécer. El pianista que llegó de Hamburgo. Cangrejo Editores, 2º edición, 2014.
----------------------------. La baronesa del circo Atayde. Cangrejo Editores, 1º edición, 2015.
Bibliografía analítica:
COUTO, Mia. El último vuelo del flamenco. Editorial Alfaguara. 2008
ESTRADA ESTRADA, Berta Lucía. ¡Cuidado! Escritoras a la vista… Ble Ediciones, 2009
----------------------------, Breve comentario sobre La vorágine. Grafía Plena, La Patria, 1989
FOENKINOS, David, Charlotte. Gallimard, Paris, 2014.
FORRESTER, Viviane. Virginia Woolf, de Viviane, Editions Albin Michel, Paris, 2009.
FRAZER, Georges. El folklor en La Biblia. Fondo de Cultura Económica. 1993
HUSTON, Nancy. Lignes de faille. Actes Sud, 2006
KETTU, Katja. La sage femme. Actes Sud, 2014
LEVI, Primo. Si c’est un homme. Julliard, 1987
MEZA, Martha Patricia. En nombre de Lilith. Colección Las Ofrendas. Escuela de Estudios Universitarios. Universidad del Valle, 2011)
SCHOENBORN, Clara. Los oficios en clave de Atenea. Apidama Ediciones, Bogotá 2012.
SEMPRÚN, Jorge. La escritura o la vida. Fábula Tusquets Editores, 6 edición, 2013.
OTSUKA, Julie. Quand l’empereur était un dieu. Livre de poche, 2008
PETROWSKAJA, Katja. Peut-être Esther. Récit Seuil, 2014
[1] Berta Lucía Estrada Estrada (Colombia - 1955)
Estudios: Literatura en la Pontificia Universidad Javeriana; Maestría y Diploma de Estudios Profundos (DEA) en literatura, en la Universidad de la Sorbona (París - Francia); Especialización en Docencia Universitaria en la Universidad de Caldas; Diplomado en Historia y Crítica del arte del Siglo XX y Diplomado en Cultura Latinoamericana.
Librepensadora, feminista, atea y defensora de la otredad.
Nueve libros publicado: La ruta del espejo, poesía, Editions du Cygne (Francia - 2012, en edición bilingüe); Náufraga Perpetua, Ediciones Embalaje - Museo Rayo, 2012; ¡Cuidado! Escritoras a la vista..., ensayo literario sobre la mal llamada literatura de género; ... de ninfas, hadas, gnomos y otros seres fantásticos, Ensayo.
Docente universitaria en las áreas de lengua francesa, literatura hispanoamericana y francófona en la Universidad de Caldas; conferencista internacional y profesora invitada en universidades de Brasil y Panamá.
Ha dado recitales de poesía en Colombia, Brasil, Francia, Panamá, Polonia, Canadá y Alemania.
Integrante de Ia Asociación Canadiense de Hispanistas y del Registro Creativo, fundado por la poeta argentino-canadiense Nela Río.
Premios literarios: Primer Premio Nacional de Poesía 2011 Meira del Mar, realizado por el Encuentro de Mujeres Poetas de Antioquia, con el libro "Endechas del Último Funámbulo", basado en la vida y obra de Malcolm Lowry. Premio Especial, fuera de concurso, Ediciones Embalaje del Museo Rayo-2010, con el ensayo poético "Náufraga Perpetua", ensayo poético sobre la vida y obra de Virginia Woolf. 2o puesto en el Concurso Nacional de Poesía Carlos Héctor Trejos Reyes-2011. 4o lugar en el XXVII Concurso Nacional de Poesía Ediciones Embalaje-Museo Rayo 2011.
Blog personal: Voces del Silencio: http://beluesfeminas.blogspot.com
Columna Fractales: Revista digital Panorama Cultural
http://heroinas.blogspot.fr/2015/04/berta-lucia-estrada-estrada.html
Página de Facebook:
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Correo electrónico: bertalucia@gmail.com
[2] Recordemos que María Moliner, al hablar de evocacion, dice: 1. Tr. Invocar a las almas de los muertos. 2. Representarse a alguien en la imaginación para sí mismo, o describirlo o representarlo para otros, algo que ocurrió en tiempos pasados.
[3] Líbano, Tolima, Colombia, 1950.
Escritor, periodista, director y productor de documentales sobre arte y literatura para la televisión pública colombiana. Profesor universitario y conferencista.
Ha publicado, cinco novelas, La baronesa del circo Atayde, Cangrejo Editores, 2015, El pianista que llegó de Hamburgo, Cangrejo Editores, 2012, cuatro ediciones. Seis hombres una mujer, Grijalbo, 1992, tres ediciones. Irene, Plaza & Janés, 1986, siete ediciones, traducida al inglés. El jardín de las Weismann, Plaza & Janés, 1979, nueve ediciones, traducida al francés por Jacques Gilard.
Ha incursionado en el género de cuentos con Los velos de la memoria, Editions Vericuetos, Paris, 2014, cuatro ediciones (Caza de Libros); Transeúntes del siglo XX, 2007, dos ediciones; Las pequeñas batallas, Pijao Editores, 1997, dos ediciones; La octava puerta, Editorial Oveja Negra, 1985, incluido en la Biblioteca de Literatura Colom- biana, tres ediciones; Las primeras palabras, 1973, en coautoría con su hermano Carlos Orlando Pardo.
Su libro de poemas, Entre calles y aromas, fue Premio Nacional de Poesía, 1985. Su obra ha sido incluida en diversas antologías, como Cuentos hispanoamericanos: Colombia, edición bilingüe español alemán, (Erzählungen aus Spanisch Amerika: Kulumbien) y Cuentistas hispanoamericanos en la Sorbona; Menaces. Anthologie de la nouvelle noire et policiere latino-americaine (Cuentos latinoamericanos, edición en francés); Antología da novela Hispano Americana (edición en portugués). Con su relato, Sin nombre, sin rastro, sin rostro, recibió el Primer Premio del Concur- so Nacional de Cuento sobre Desaparición Forzada, en el 2008.
En 2013, recibe el Premio Nacional de Literatura otorgado por los lectores de la re- vista Libros y Letras.
Pijao Editores publicó en su colección Maestros Contemporáneas, cinco tomos de su obra, novelas y cuentos, en 2014.
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