La triste elegía de Verónica
Por Héctor Sánchez
—Pardo ha
escrito una de las cinco mejores novelas de autor tolimense alguno y, ocupa un
lugar destacado entre los destacados de la escena nacional—
Carlos Orlando Pardo, Héctor Sánchez y Olga Walquiria ©JEP |
Pero creo deber a Pardo no sólo estas líneas, sino el reconocimiento a su obra incansable, sobre todo en el relato corto que ha sido una de sus grandes pasiones. Apelo a este recurso porque así lo he entendido, pero también porque conozco su obra, única manera de honrar el trabajo crítico, evitando de este modo incurrir en la improvisación irritante o la banalidad insoportable de los eruditos armados en serie en las universidades que, conocen mucha teoría pero que desconocen la piel del escritor celebrado y que, apenas con las primeras letras en la lectura de la gran tradición literaria ya están listos para pontificar.
Acabo de leer en dos sentadas de cuatro horas cada una, a Verónica Resucitada, novela, apenas publicada estos días en Pijao Editores, cuarenta años después de ser fundada. Recuerdo vivamente a Lolita Golondrinas, su incursión como novelista en 1986. Una historia vibrante, desenfadada y casi burlona de los días en que las caballeras largas hacían historia y creíamos posible, pasar del amor a la muerte, sin conocer el sufrimiento verdadero ni las revelaciones tortuosas de la mayor edad. Había allí mucho adjetivo, mucho optimismo, mucho refrán y una buena dosis de ese machismo festivo que aumenta nuestra larvada idiotez. Un libro divertido como eran entonces los años que en el setenta cambiaron los hábitos del mundo para siempre. Puede que no haya sido una novela revelación de las que hubo en aquellos años, pero si fue el relámpago inaugural de un narrador que amaba lo que hacía. Carlos Orlando Pardo ha sido múltiple en el trabajo de vivir. Niño increíble en los parques del Líbano, donde asustaba a los otros niños de su edad y le pagaban por hacerlo. Teatrero infantil a lado de Sofía, su tía. Maestro de escuela. Hombre casado y padre de familia desde muy joven. Compositor de hermosas canciones. Funcionario público de gran representatividad. Empresario cultural que, es como estar un poco loco. Cuentista oral y por escrito. Novelista por probar y, acaba de hacerlo con una gran carga de profundidad.
“Los barcos no están hechos para
permanecer en los puertos”,
argumenta Verónica, la triste peregrina de esta
historia que se perdió en la libertad de su auténtica vida. Una mujer
espejeante, incontrolable y tan sorprendente que llegó a tener sucesivamente
tres madres y, por tener tantas fue lanzada a la aventura de quienes se casan
honorablemente con sus desgracias. Un circo se lleva a Verónica y la convierte en una
libélula que vuela majestuosa en los intrincados vaivenes del trapecio y que, en
los brazos del aparador que la recibe en cada vuelo encuentra el amor. Un
hombre que perderá esa apuesta porque otro como él la cautivará y Verónica
abandonará esposo e hijas para correr tras su corazón sin fronteras. “Me siento
mala con él, pero me siento buena conmigo”, medita Verónica cuando huye para
siempre.
En
esta novela se rehace inmaculado el proceso creador descifrado por Henri Bergson,
según el cual el mar narrativo es un fenómeno circular que no avanza, que
permanece anclado mientras la memoria evoluciona para densificar la materia
descrita. En la medida que el pasado se dilata, se preserva también
indefinidamente. No hay futuro, tampoco presente, todo está en un tiempo corroído
por el ajuste que intenta explicarse en la palabra escrita.
Pardo alterna desde el
pasado las vivencias de sus sorprendentes personajes. Los retrotrae desde
lejanías con meritoria subjetividad y los determina en la misma dirección que
la historia se cumple. Entre páginas, Verónica aparece una y otra vez en sus
cincuenta y dos escenarios y, con el recurso monologante de su confesionario
vergonzante, solitario y sin esperanza, se explica a sí misma por qué hizo lo
que nos refiere el narrador. “De todos modos lo tendré muy a raya porque no me
considero vagabunda sino aventurera”, suma Verónica a sus exculpaciones
despiadadas. Los dos procesos, el amplio y familiar, corre paralelamente con la
degradación física de la protagonista que arriba de los noventa años se entrega
a la pena de morir con sus remordimientos. ¿Pero cómo lo hace? Busca
a sus hijas que han perdido a Arturo, el padre y esposo abandonado, ese
alquimista de la existencia que construye y labra muebles de madera y que pasa
de comunista a rosacrucista y que, con la espada de su fe, neutraliza por tres
años el mal que envenena su sangre, la leucemia. Arturo que se queda solo con
el rencor insomne de una caballería por dentro, odiando a esa mujer que sin
motivos lo cambió por otro. Una venganza árida en su cuerpo, pero que en el
cuerpo de otros es la fuerza dominante y sobreviviente que tarde o temprano
llega a su punto de encuentro.
Verónica orgullosa es recobrada por sus hijas. Sofía la artista, muere y Verónica con sus dolencias encuentra asilo en casa de Inés, la otra hija y allí se queda, sujeta a una cama, animándose con toda claridad a resistir la oscura noche del alma, sin rechistar, amparada solamente por la ventaja casi espuria de ser madre y abuela, aunque en los hechos sólo haya sido una renegada. “Yo no tengo remordimientos, hice lo que tenía que hacer”, medita en su irremediable caída.
Hay
dos formas de abordar un drama familiar semejante, mediante la revancha
infamatoria y la blasfemia, a la manera de George Bataille, de Jean Genet, de
Frank Kafka o como lo ha hecho Carlos Orlando Pardo, con la piel del alma en la
punta de sus dedos, desde una digna distancia, sin arpegios sobrantes, con
adjetivos reducidos a los esenciales, con mano firme para conducir la narración
a través de las tempestades referidas, sin el fácil y temido recurso del
sentimentalismo que banaliza el arte de narrar, sin los ripios y muletillas que
a veces asoman en libros menores. Sin concesiones,
aunque con su temperamento comprensivo y bondadoso que, lejos de ser un lastre
es un formidable don. Pero acude a mi memoria la mínima sentencia de una carta
que don Fernando de Aragón envía a su esposa Isabel de Castilla: “El mayor
castigo es la clemencia.”
En la primera lectura de Verónica Resucitada, sólo pude odiarla y añadí un montón de
imprecaciones en su contra. En la segunda, corregida valientemente por su autor
ya no pude seguirla odiando porque los detalles de su viaje por la vida,
dejando inválida a su familia, me dejaron sin aliento, en esa triste hermandad
de ángeles caídos que en el mundo somos casi todos, menos los castos y
virtuosos que tienen un lugar en el círculo del Dante. Sentí por ella tanta
pena como dolor y, me lo expliqué porque la conducta moral del lenguaje pulcro
y sincrónico de la historia, consiguió el milagro de elevar a la categoría de
arte el instrumento de su prosa.
Francamente no estaba seguro del
resultado final del libro y me ha sorprendido a la mayor realización de mi
esperanza. Quien iba pensar que me atreviera a decirlo cuando tanto repruebo
ubicar los buenos libros en el escalafón de los rudos que combaten a los puños.
Los libros son sólo buenos o malos, pero creo con mi exigente costumbre de
elegir las lecturas y por lo que conozco, que Pardo ha escrito una de las cinco
mejores novelas de autor tolimense alguno y, ocupa un lugar destacado entre los
destacados de la escena nacional. No suelo regalar el elogio, porque éste y el
éxito son muy difíciles de manejar y casi nunca se merecen, pero en este caso
me limito a confirmar la emoción que me ha dejado la gratificante lectura de
esta novela. Una novela que como ocurre con las de buena factura, es triste
pero bella.
Ibagué, febrero de 2012
Después de leer tu comentario no me queda otra que salir a buscar esta novela, entran unos deseos locos de leerla, de saber que pasa con Verónica. Me gusta descubrir nuevos escritores (Carlos Orlando Pardo es nuevo para mi) no quedarme sólo con los mimados de las editoriales, los best sellers que entretienen pero que pronto se olvidan.
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